¡Esto es la guerra!
Así imponen las crisis y las pandemias su propio lenguaje en las sociedades. El ejemplo en estos días de la Covid-19 tiene numerosos antecedentes.
El lenguaje tiene un peso trascendental en la forma en que abordamos nuestra realidad. Y el bélico es el que se ha impuesto en tiempos de crisis y pandemias.
Las grandes crisis y pandemias transforman algo más que nuestros cuerpos, los sectores arrasados o los hogares hundidos en el desempleo. También alteran la forma en la que nos relacionamos con la realidad. La pandemia de Covid-19 no es ni la primera ni la última que ha introducido en nuestras vidas una sobresaturación de términos bélicos. De hecho, como nos recuerda Alan Bleakley en su ensayo Thinking with Metaphors in Medicine, el legendario médico británico Thomas Sydenham fue uno de los primeros que se refirieron, en el siglo xvii, a las enfermedades más graves como un “enemigo” al que habría que vencer en una “batalla” donde no cabía mirar a otra parte. Había que pasar al ataque, la ofensiva, hasta su “aniquilación” final... y no debía extrañarnos que cayesen derrotados “los holgazanes”.
Aquello avanzaba una involuntaria sombra de sospecha sobre la dignidad y buen nombre de los “vencidos”, que se alimentaría de otros mitos peligrosos en las décadas siguientes: para muchos, las peores enfermedades actuaban como látigo de pecadores (como la sífilis) y podían ser la consecuencia directa de nuestra personalidad o actitud ante la vida (como el cáncer de mama, relacionado en el xviii con el exceso de pasión en las mujeres), y nuestra reacción ante ellas (con calma o nerviosismo, con miedo o gallardía) determinaría nuestra virtud.
Por eso, no sorprende que, durante todo el siglo pasado, el cáncer se describiese como una guerra, que se identificasen a veces las emociones o el castigo por las malas acciones de los pacientes como sus causas principales y que los estudios indicasen que la mayoría de los enfermos sentía culpa y vergüenza. ¿Pero cómo no iban a apresurarse a justificar tantos familiares de fallecidos que sus seres queridos habían “luchado hasta el final”? ¿Cómo no entender que no mencionasen en las esquelas más que “una larga enfermedad”? Evidentemente, intentaban salvar el honor de las víctimas. Desde finales de marzo hasta principios de mayo, en lo peor del confinamiento por la pandemia de Covid-19, se impuso dentro y fuera de España un discurso político y público que recuperaba la vieja tradición de beligerancia sanitaria. Muchos
de los términos coincidían con los que había popularizado Louis Pasteur en sus investigaciones sobre los gérmenes en la segunda mitad del siglo xix. Algunos expertos han llamado biomilitarismo a subrayar las semejanzas entre contraer una enfermedad y sufrir la invasión de un destructivo ejército extranjero. La experiencia de Pasteur arroja luz también en otros sentidos. Para empezar, utilizó aquellas metáforas bélicas ante la coincidencia de tres circunstancias, entre las que destaca la ubicuidad de la guerra: en vida de Pasteur, Francia se enfrentó con España, Argelia, Marruecos o Prusia, que le infligió una derrota traumática. El científico también presenció el desastre económico de la Larga Depresión de los años setenta y ochenta del siglo xix, agravada en Francia por los males que dañaron la producción de vino, que la pasteurización ayudó a miti
Una sombra de sospecha se cernía sobre la dignidad de los “vencidos”, los enfermos
gar, y seda. Por último, la revolución de la microbiología que él contribuyó a liderar cambió para siempre la visión del mundo –y de nuestros cuerpos– tanto dentro como fuera de Francia.
Parecidos incómodos
Curiosamente, las circunstancias de la histórica “Guerra contra el Cáncer” de Richard Nixon, que pretendía encontrar una cura para la enfermedad a corto plazo, no fueron tan distintas de las del biomilitarismo de Pasteur. Recordemos que Nixon la “declaró” en 1971, es decir, un año después de ampliar la ofensiva contra Vietnam y menos de dos antes de anunciar la retirada de las tropas americanas. La de 1971 es también una fecha interesante, porque parece emparedada entre la recesión económica de 19691970 y la de 1973-1974. Finalmente, pocos podrían discutir que la guerra de Vietnam y la década de los sesenta habían transformado radicalmente la visión que la sociedad estadounidense tenía del mundo y de sí misma.
La gran diferencia entre los casos de Sydenham y Pasteur, por un lado, y Nixon, por otro, es que con este último el belicismo sanitario se incrusta en el centro del debate público a raíz de la expansión de una enfermedad que creaba alarma social. Al igual que hoy con la pandemia de Covid-19, ya no se trataba de una metáfora empleada por biólogos o incluso facultativos para hacerse entender ante unos pacientes asustados. En marzo y abril, todos éramos los destinatarios del mensaje, y también soldados: la sociedad, nos decía nuestro comandante en jefe, libraba una guerra existencial en su seno frente a un enemigo invisible y letal. La victoria exigiría enormes sacrificios. Susan Sontag dio la voz de alarma en 1978 en La enfermedad como metáfora, un ensayo formidable que escribió mientras los oncólogos intentaban salvarle la vida. En aquel volumen, Sontag denunciaba el estigma que tenían que soportar los que padecían cáncer, y que el modo en que se retorcía el lenguaje llevaba a muchos a sentir que ellos eran la causa de la enfermedad (por reprimidos, inexpresivos o derrotistas) o a no buscar o recibir la atención médica que necesitaban, abrazando lo que hoy llamaríamos pseudoterapias.
Casi quince años después, Sontag volvió a la carga con El sida y sus metáforas, pero esta vez se concentró más en el absurdo de las metáforas bélicas y en la idea de la culpa y la vergüenza. Porque, al fin y al cabo, esto era lo que obligaban a sentir a quienes padecían una enfermedad de transmisión eminentemente sexual que parecía afectar, sobre todo, a un colectivo cuya moral se desaprobaba mayoritariamente: los homosexuales. Las dimensiones del estigma se perciben mejor si tenemos en cuenta que la propia Sontag ocultó públicamente su homosexualidad, y que alguien popular y admirado como Isaac Asimov no se atrevió a reconocer, en los años ochenta y noventa, que se había infectado de sida a causa de una transfusión de sangre.
Un relato venenoso
Sontag quería, como bien admitió ella misma, vaciar de significado en sus ensayos lo que veía como el puro hecho biológico de enfermar y a veces morir por ello. Y es bueno recordarlo, porque las grandes narrativas suelen surgir en momentos convulsos en los que la población exige, precisamente, alguna interpretación o relato que dé sentido a tanto dolor. La convulsión, ya lo decíamos antes, puede alimentarse por la embestida de una enfermedad, pero también por una grave crisis económica. Ahí es donde afloran las metáforas y las nuevas expresiones que ayudan a cambiar nuestra percepción.
Sontag resaltó el absurdo de las metáforas bélicas en su ensayo sobre el sida
Los ejemplos son numerosos. En los últimos diez años, hemos aprendido que no es lo mismo un mal banco que un banco malo, que las hipotecas pueden ser tóxicas y que los trabajadores –y no solo los empleos– pueden ser precarios. La Real Academia de la Lengua ha admitido en su diccionario expresiones como resiliencia, mileurismo, euroescepticismo, billonario, sociata, pepero, escrache, casoplón, annus horribilis o aporofobia.
La crisis también nos obligó, dijimos, a un examen de conciencia (!) en el que nos preguntamos si no habría sido un castigo por nuestros pecados –la especulación, la corrupción, la avaricia– y en qué medida nuestra falta de productividad no se explicaba por un exceso de lo que Sydenham habría llamado holgazanería. De ahí que el presidente Mariano Rajoy llegase a proponer, en 2012, la supresión de puentes festivos como receta anticrisis.
En la última recesión y en las anteriores tuvimos la oportunidad de apreciar el solapamiento que existe entre el lenguaje de los cracs y el de las tragedias sanitarias. Los países se contagiaban, los activos tóxicos multiplicaban la mortalidad de las empresas, la crisis mordía con virulencia, y los sectores, colectivos o prácticas acusados de agravar la recesión o dificultar una recuperación saludable eran un cáncer.
Del mismo modo, la respuesta a las crisis, igual que lo que sucedía al principio con el sida o el cáncer, lleva años incluyendo severos juicios morales (impongamos austeridad a los deudores manirrotos), armas (bazucas de liquidez), ayuda para la posguerra (con rescates y planes Marshall o de reconstrucción) y una estigmatización de los países y sectores arrasados. La célebre expresión inglesa “the sick man of Europe” (el enfermo de Europa) se ha aplicado desde el siglo xix a potencias en crisis o estancamiento, como el Imperio otomano, la República de Weimar alemana, el Reino Unido (desde finales de los años sesenta hasta finales de los setenta, que fue cuando Margaret Thatcher le impuso su “tratamiento”), Alemania en plena reunificación en los noventa y, ya en el siglo xxi, Rusia y Portugal. Su patología, por lo general, era la esclerosis administrativa y la anemia de su crecimiento económico. Como se ve, la geografía ha sido variable históricamente. Por eso, en 2020, los “enfermos” pueden coincidir con los estados más arrasados por la crisis actual y la anterior, incluidos en un gran sur que ahora engloba también países europeos como España o Italia, a los que se considera incapaces de administrarse en comparación con Alemania, Holanda y las pequeñas potencias escandinavas. La principal enfermedad de España, estamos advertidos, es perder el norte con alucinaciones quijotescas que solo son propias de quienes confunden gigantes con molinos, pandemias con gripes o crisis abrumadoras con recesiones fugaces. ●