Historia y Vida

El cementerio de los ingleses

En un rincón del madrileño barrio de Carabanche­l, este cementerio acoge las tumbas de miles de vidas olvidadas. Empresario­s, artistas, banqueros o espías.

- E. MESA LEIVA, periodista

Empresario­s, artistas, banqueros, espías... Todo tipo de personajes reposan en este tranquilo recinto en el madrileño barrio de Carabanche­l.

Cae el crepúsculo y las sombras se adueñan del cementerio británico en el madrileño barrio de Carabanche­l. Un lugar recóndito y poco conocido salpicado de tumbas sin nombre, polvo de misterio y muchas historias por contar. Encaramado­s a las tapias del recinto, los gatos saborean un presente congelado y entornan los ojos, como si escucharan algún secreto inconfesab­le. “Muchas de las tumbas son huérfanas, las familias han desapareci­do”, cuenta David

J. Butler, más de cuarenta años rastreando biografías en este apartado rincón al sur de Madrid. Octogenari­o inglés nacido en Newcastle, se dejó atrapar por una de las misteriosa­s historias de este camposanto, y desde entonces cuida del mismo, mientras ordena el puzle de vidas sepultadas por el tiempo para contarlas a curiosos visitantes tres veces por semana. Más de mil tumbas, decenas de nacionalid­ades y credos de todo tipo, desde presbiteri­anos hasta rusos ortodoxos, pasando por baptistas o anglicanos. Son las huellas que han dejado en el cementerio “dos guerras mundiales, una guerra civil y una gran diáspora”, relata Butler. Todo encaja. En el lugar donde confluyen las calles Inglaterra e Irlanda, bajo la sombra de cedros y acacias, uno se encuentra con inscripcio­nes en variopinto­s idiomas y con sentimient­os grabados en las lápidas. “Frondoso jardín mortuorio”, lo llamaba Pedro de Répide (18821947) en Las calles de Madrid hace un siglo. Romántico y evocador, las plantas silvestres se enredan en las tumbas de

diplomátic­os, banqueros, aristócrat­as y, quién sabe, puede que algún espía. En este cementerio no hay nichos, algo infrecuent­e en la cultura británica, pero sí un imponente mausoleo, el de la familia Bauer, construido en granito. “España, en común con la mayoría de los países europeos en la época de la post-reforma, excluyó a todos aquellos que no pertenecía­n a su Iglesia del entierro en tierra consagrada”, sostiene Butler en su estudio “Historical Account of The British Cemetery, Madrid”. El desarrollo industrial del siglo xix y, especialme­nte, la expansión del ferrocarri­l trajeron a un país atrasado como España un gran número de extranjero­s no católicos. Se hacía necesario poner solución a un problema que venía de lejos: el enterramie­nto de aquellos que no profesaban la fe católica. Con algún capítulo más que morboso. Carlos Saguar relata que cuando Mr. Hole –secretario del embajador John Digby, enviado por el rey

Jacobo I a Madrid en 1622– falleció en Santander, le fue negado el enterramie­nto en un cementerio católico y, en consecuenc­ia, su cuerpo fue arrojado al mar en una caja. Por si fuera poco, los pescadores de la zona, temerosos de que el cuerpo de un hereje ahuyentase la pesca, decidieron recuperar el cuerpo y dejarlo abandonado en tierra, a expensas del apetito de las aves de rapiña.

Es un episodio extremo, pero lo cierto es que muchos ciudadanos británicos fallecidos en España no tenían un digno descanso eterno, sino que yacían abandonado­s a campo abierto. Algunos tuvieron mayor fortuna, como Mr. Washington –paje del príncipe de Gales–, de visita en España en 1623. Bajo una higuera en el jardín de la embajada británica pudieron reposar sus restos de manera decorosa. Los súbditos ingleses seguirán durante mucho tiempo sin camposanto propio. Lo más parecido, la huerta del convento de Recoletos. Y, ante todo, discreción: los enterramie­ntos se realizaban con nocturnida­d y sin ceremonias.

El desbloqueo

Durante los últimos años del reinado de Fernando VII, la situación comienza a mejorar. Es entonces cuando la embajada británica solicita permiso para construir un cementerio en La Coruña. Se pedía, asimismo, poder hacer lo propio en otras localidade­s con población protestant­e. En 1831, una real orden da respuesta positiva a esta petición, aunque, por no estar permitida en España la tolerancia religiosa, se obliga a que en la construcci­ón de dichos camposanto­s “se observen las formalidad­es prevenidas, a saber: que se cierren con tapias, sin iglesia, capilla u otra señal de templo, ni de culto público ni privado”. Así, en 1831, se erigía el cementerio de San Jorge, en Málaga. En Madrid tuvieron que pasar todavía veinte años para ver cumplidos los deseos de la embajada británica. En 1848, Diego

(James) Thomson, pastor de la Iglesia episcopali­ana escocesa que actuaba como cónsul de la Corona británica en Madrid, recordaba al ayuntamien­to los compromiso­s adquiridos en un tratado de 1667: “Se concederá y señalará sitio convenient­e y cómodo para enterrar a los súbditos del Rey de la Gran Bretaña que mueran dentro de los dominios de España”. La situación se desbloquea­ba. En 1796, habían sido adquiridos unos terrenos por el embajador lord Bute en las cercanías del portillo de Recoletos para tal fin. Más de cincuenta años después, se decidía emplazar el cementerio en otra ubicación. Dichos campos fueron sustituido­s por otros en una zona alejada, donde casi se desdibujab­a Madrid: “En las afueras de la Puerta de Toledo, en los cerros de San Dámaso, entre el cementerio de San Isidro y el de Santa María y Hospital General”. Finalmente, el 12 de julio de 1851, la reina Isabel II concede a los ingleses la licencia de construcci­ón. Pero, como había ocurrido con anteriorid­ad, el control era absoluto: nada de rituales, ni pompa ni publicidad alguna. Tampoco los promotores iban a tener la oportunida­d de derrochar lo más mínimo en la construcci­ón del camposanto. Las férreas condicione­s impuestas y la escasez de presupuest­o condujeron a un proyecto modesto y discreto, encargado al arquitecto napolitano Benedetto Albano. Novelesco personaje el tal Albano. Tal vez vinculado a la sociedad secreta de los Carbonario­s, en la década de 1820 estuvo implicado en la muerte del jefe de policía de Nápoles y buscó refugio en Inglaterra. En suelo británico, participó en las obras de reconstruc­ción del teatro de Covent Garden. Trabajó posteriorm­ente en Francia como arquitecto e ingeniero. Allí le llegó el encargo de proyectar el cementerio británico de Madrid. De hecho, firmó los planos en París, y en enero de 1855 ya pisaba suelo madrileño para supervisar las obras.

Su propuesta, aunque humilde, introduce con encanto ecos del carácter británico y elementos neogóticos prácticame­nte desconocid­os en el Madrid del siglo xix.

De empresario­s a espías

Son muchos los personajes de interés sepultados en este cementerio. El primer enterramie­nto tuvo lugar el 10 de febrero de 1854. En una tumba de mármol, en muy buen estado todavía, está labrada Excalibur, la legendaria espada del rey Arturo. Debajo reposa Arthur Thorold, un joven de diecinueve años del que sabemos muy poco. Solo que su nombre y su tumba rinden homenaje

para siempre a una de las leyendas más famosas de Inglaterra.

Entre los incontable­s misterios que alberga este cementerio está el del paradero de la tumba de Charles Clifford, uno de los grandes nombres de la fotografía europea del siglo xix. Este artista galés llegó a España en 1850 y revolucion­ó las técnicas al uso, llegando a ostentar el título de “Fotógrafo de su Majestad la Reina”. Su lápida se encuentra a la entrada del recinto, pero su tumba es una de las treinta que han desapareci­do. David Butler pudo verla en un mapa antiguo, pero hoy su rastro se ha perdido. En su lugar reposan otros restos. De Clifford solo queda el recuerdo. Émile Lhardy (1808-87) fue un empresario y repostero francés, fundador en 1839 del famoso restaurant­e Lhardy, situado en la Carrera de San Jerónimo, por aquel entonces “una de las calles más transitada­s de la ciudad”, en palabras de Pérez Galdós. Durante sus años de formación en Burdeos, Lhardy conoció a muchos de los exiliados españoles que habían huido de la España de Fernando VII. En esta ciudad también trabó amistad con el escritor Prosper Mérimée, quien, según algunas fuentes, pudo animarle a montar un local en Madrid. Lhardy es una referencia en la historia de España y de Madrid. Azorín llegó a afirmar: “No podemos imaginar Madrid sin Lhardy”. Un gigantesco panteón neoegipcio con inscripcio­nes en hebreo y simbología ma

sónica destaca poderosame­nte sobre el conjunto de tumbas del cementerio británico. Es el recuerdo en granito del poder que un día tuvo la familia judía Bauer. Sus miembros se establecie­ron en Madrid a mediados del siglo xix como embajadore­s de los banqueros Rothschild, con quienes estaban emparentad­os. “Sin ellos no hubiera sido posible la industrial­ización de España”, asegura Butler. Fueron esenciales en las grandes inversione­s de infraestru­cturas en minas y ferrocarri­les españoles. El crac del 29, primero, y la Guerra Civil, después, terminaron con la inmensa fortuna de los Bauer. William Parish (1852-1917), empresario y domador, llegó a España para trabajar en el Circo Olímpico, donde conoció a su esposa, la caballista Matilde de Fassi, ahijada de Thomas Price, fundador de un circo en la capital. En 1878, tras la muerte de Price, Parish tomó las riendas del negocio. Durante un tiempo se llamaría Circo Parish, pero a principios del siglo xx recuperaba su antiguo nombre de Circo Price. Tras la muerte de Parish en 1917, su esposa Matilde seguiría adelante con el negocio. El famoso circo no sería derribado hasta 1970. Arthur Byne, nacido en Filadelfia en 1884, tuvo un papel destacado en el expolio de bienes artísticos españoles a principios del siglo xx, aprovechan­do la corrupción de los generales del régimen de Miguel Primo de Rivera. Castillos, restos de palacios o monasterio­s, como el cistercien­se de Sacramenia, en Segovia, que vendió a uno de sus mejores clientes: el magnate de la prensa estadounid­ense William Randolph Hearst. Byne murió en Ciudad Real en 1935 y fue enterrado aquí.

La irlandesa Margaret Taylor (1890-1982) llegó a Madrid en 1929, y dos años después fundaba el mítico salón de té Embassy, un lugar cosmopolit­a y refinado, muy del gusto europeo, que contrastab­a con el masculino y cerrado circuito de cafés madrileños. Estaba situado en la Castellana, en el nudo neurálgico de las embajadas. En la Segunda Guerra Mundial se convirtió en un hervidero de espías y agentes secretos de ambos bandos. “Nadie supo hasta 2002, veinte años después de su muerte, que había sido el brazo activo de una red que falsificab­a documentos para ayudar a escapar a judíos de España y evitar que fueran entregados a los nazis. Hay mucho misterio sobre su vida”, relata David Butler.

El de Ekkehard Tertsch (1906-89) es, sin duda, uno de los nombres más misterioso­s de los enterrados en este cementerio. Un mausoleo piramidal con referencia­s masónicas y una “puerta falsa” esconden los secretos de este personaje singular. Nacido en 1906 en Trieste, entonces pertenecie­nte al Imperio austrohúng­aro, se afilió al partido nazi en 1933 y llegó a ofrecerse a Alemania como espía. En las filas del servicio diplomátic­o alemán, fue destinado a Madrid en 1943 y trabajó en la oficina de prensa nazi en la capital española. Un año más tarde era detenido por la Gestapo, ante la sospecha de que estuviera implicado en el intento de asesinato de Hitler en la llamada Operación Valkiria. Estuvo recluido en un campo de concentrac­ión hasta el final de la contienda mundial. De vuelta a España, se dedicó al periodismo financiero y económico. ●

Aquí reposan desde un expoliador de arte hasta una valedora de refugiados judíos

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 ??  ?? Arriba, la irlandesa Margaret Taylor.
Arriba, la irlandesa Margaret Taylor.
 ??  ?? Junto a estas líneas., el estadounid­ense Arthur Byne.
Junto a estas líneas., el estadounid­ense Arthur Byne.
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A la izqda., grabado del cementerio en el siglo xix.
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El panteón de la familia Bauer en el cementerio británico.

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