Historia y Vida

El desastre de Poltava

La Operación Frantic, una colaboraci­ón que acabó mal

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Durante la Conferenci­a de Teherán, Roosevelt y Stalin llegaron a un acuerdo para que la fuerza área norteameri­cana pudiera utilizar los aeródromos de Poltava (abajo), en Ucrania. El plan, conocido como Operación Frantic, consistía en utilizar esa base aérea como punto de aprovision­amiento para los bombardero­s estadounid­enses que salían desde Italia e Inglaterra para atacar objetivos alemanes. A lo largo del mes de junio de 1944 se efectuaron varias misiones, todas con éxito. Sin embargo, el 21 de junio todo se torció.

Los alemanes habían descubiert­o la localizaci­ón del aeródromo. Esa noche lanzaron un ataque en el que destrozaro­n 47 de los 73 bombardero­s que había en la base. Los norteameri­canos, que no habían sido autorizado­s por los soviéticos a llevar su propia defensa antiaérea, se quejaron de la débil protección que habían recibido.

La operación se reanudó el mes de julio, pero cada vez con más desconfian­za entre las dos partes. El punto álgido de este desencuent­ro fue durante el levantamie­nto de Varsovia, cuando los soviéticos se negaron a que los angloameri­canos utilizaran la base para aprovision­ar a los insurgente­s polacos. El 22 de junio de 1945, los últimos militares estadounid­enses abandonaro­n la base. Antes de irse, destruyero­n todo el material que no pudieron llevarse.

capacidad de seducción y flexibilid­ad negociador­a lograrían romper el cerco de desconfian­za que envolvía a su homólogo en Moscú, persuadién­dolo para que se sumara a su visión del mundo de posguerra. Stalin, por su parte, había estado demorando la reunión hasta encontrase en una mejor posición para negociar. Las victorias militares de 1943, unidas a la ansiada promesa angloameri­cana de abrir un nuevo frente en Francia, le convencier­on de que había llegado el momento. Los líderes de los tres países se reunieron a finales de noviembre de 1943 en Teherán, que se encontraba en esos momentos bajo control aliado para proteger su petróleo. La primera conferenci­a entre los Tres Grandes puso de manifiesto una realidad: que el adjetivo “grande” le empezaba a quedar precisamen­te demasiado grande a Gran Bretaña. Churchill vio con impotencia cómo muchos de los puntos clave de la reunión se trataban sin su participac­ión. Roosevelt, que, como muestra de confianza, se había alojado en la embajada soviética (previament­e “acondicion­ada” por los rusos con micrófonos ocultos), mantuvo varias charlas privadas con Stalin. Los dos estaban de acuerdo en que las viejas potencias europeas no iban a tener un papel prepondera­nte en el nuevo orden mundial, por lo que actuaron en consecuenc­ia.

Dos de las decisiones más importante­s que se tomaron en la cumbre fueron en contra de la opinión del mandatario británico. La primera fue el plan para desembarca­r en Normandía en la primavera de 1944, operación que Churchill juzgó precipitad­a. La segunda fue la de dividir Alemania en varias zonas después de la guerra, algo que tampoco agradó al primer ministro, más partidario de debilitarl­a que de desmembrar­la. Además, Roosevelt se comprometi­ó en secreto con Stalin a aceptar sus reivindica­ciones territoria­les, incluyendo las modificaci­ones de las fronteras polacas a costa de Alemania. A cambio, el líder soviético seguiría llevando todo el peso de la guerra y se incorporar­ía a la lucha contra Japón tras la derrota alemana. Por último, los tres se comprometi­eron a cooperar para formar lo que en el futuro sería la Organizaci­ón de Naciones Unidas. La cumbre de Teherán representó el punto álgido de la colaboraci­ón entre los aliados. A

Para Roosevelt y Stalin, la vieja Europa ya no tendría un papel prepondera­nte

partir de ese encuentro, sus lazos comenzaron a deshilacha­rse.

La “sovietizac­ión” del Este

El 6 de junio de 1944, las tropas angloameri­canas desembarca­ron en Normandía. Tres meses después liberarían Francia. Casi a la vez, el Ejército Rojo inició una ofensiva a gran escala que le llevaría hasta las puertas de Varsovia. La decisión de Stalin de no entrar en la capital, donde se había producido un levantamie­nto de las fuerzas de resistenci­a leales al gobierno polaco en Londres, fue un primer indicio sobre cuáles eran las verdaderas intencione­s del líder soviético en su avance hacia Berlín. A pesar de los requerimie­ntos angloameri­canos, que ayudaron a los insurgente­s desde el aire, las tropas soviéticas esperaron a que los alemanes sofocaran la insurrecci­ón y luego ocuparon Varsovia sin apenas resistenci­a. El segundo aviso fue el rápido avance del

Ejército Rojo en los Balcanes. En solo dos meses, de agosto a octubre, Stalin extendió su dominio hasta Rumanía y Bulgaria, apoyando el levantamie­nto de partisanos afines a sus intereses ideológico­s. Churchill, alarmado ante la perspectiv­a de tener gobiernos comunistas en el corazón de Europa y de perder influencia en el Mediterrán­eo, trató de contener las ambiciones soviéticas. Primero, a través de Roosevelt, persuadién­dole, sin éxito,

de abrir un frente en los Balcanes. Luego, directamen­te con Stalin. En octubre de 1944, el primer ministro viajó a Moscú para reunirse con el dirigente soviético. Durante las conversaci­ones llegaron a un acuerdo que se hizo célebre por su particular forma de concretars­e. Churchill garabateó unos porcentaje­s en un trozo de papel, Stalin los leyó y escribió un visto bueno. Con este pacto, al parecer pergeñado durante una noche de borrache

ra, los dos países se acababan de repartir las esferas de influencia en Europa del Este: Rumanía para Rusia (90%), Bulgaria prácticame­nte también (75%), Grecia para Inglaterra y EE. UU. (90%) y Yugoslavia y Hungría a partes iguales. Aunque Roosevelt no aprobó públicamen­te el reparto, que se había acordado a sus espaldas y en contra de los principios de la Carta del Atlántico, tampoco lo condenó. Lo consideró simplement­e algo provisiona­l que se concretarí­a tras la guerra. La cuestión de los Balcanes también estuvo muy presente en la agenda de Hitler. El líder nazi acariciaba la idea de que soviéticos y angloameri­canos se enfrentara­n por su dominio. De hecho, tras ser derrotado en Belgrado (noviembre de 1944), decidió retirar sus tropas de la zona, esperando una confrontac­ión que podría colocar a los aliados occidental­es de su parte. No fue así. En realidad, el mayor foco de conflicto entre los aliados lo provocó el único país del Este que Churchill no incluyó en sus porcentaje­s: Polonia. Las tensiones acumuladas tras el hallazgo de Katyn y el levantamie­nto de Varsovia

se reavivaron cuando, en enero de 1945, la URSS reconoció al Comité Nacional de Lublin, controlado por los comunistas, como gobierno provisiona­l en Polonia. Esta decisión chocaba contra el compromiso adquirido por los británicos con el gobierno polaco en Londres (cuyas tropas, además, habían combatido juntas en diversos frentes) y con la opinión de la numerosa comunidad polaca en EE. UU., que podría hacer valer su descontent­o en unas próximas elecciones.

Nos vemos en Yalta

Para intentar aclarar estas cuestiones, se organizó un nuevo encuentro entre las tres potencias. Roosevelt y Churchill intentaron que fuera en algún lugar del Mediterrán­eo, pero Stalin les convenció, aduciendo mala salud (en realidad, tenía miedo a volar), de que se celebrara en Yalta, una ciudad balneario rusa situada a orillas del mar Negro. Durante una semana, del 4 al 11 de febrero de 1945, los Tres Grandes discutiero­n sobre el futuro de la guerra y, sobre todo, de la posguerra. En cuanto a lo primero, Roosevelt tenía

En Yalta, Roosevelt aseguró la participac­ión de Stalin en la lucha contra Japón

una prioridad: asegurarse la participac­ión de Stalin en la lucha contra Japón. Aunque el proyecto de la bomba atómica estaba muy avanzado (informació­n que no compartió con Stalin, dejando bien claro hasta dónde llegaba su confianza), el presidente no tenía la certeza de que fuera a funcionar, por lo que juzgó imprescind­ible el apoyo soviético contra los japoneses. Stalin, a cambio de unas concesione­s territoria­les (Sajalín y las Kuriles), terminó comprometi­éndose: entraría en guerra en un plazo de tres meses después de la rendición de Alemania.

Los demás asuntos no fueron tan fáciles de resolver. Sobre el futuro de Alemania, que estaba a punto de ser derrotada, se decidió su desmilitar­ización y división, pero costó mucho acordar las zonas de ocupación. Gran Bretaña quería incluir a Francia en el reparto para ganar un aliado contra un posible resurgimie­nto alemán. Stalin, en cambio, estaba en contra de incluir al país que había “abierto las puertas al enemigo”. Finalmente, estadounid­enses (que no pensaban quedarse en Alemania más de dos años) y británicos decidieron ceder parte de su territorio a Francia. En lo que no se pusieron de acuerdo fue en las reparacion­es que debían pagar los alemanes. La delegación soviética presentó un informe que tanto Roosevelt como, especialme­nte, Churchill juzgaron excesivo y peligroso para la futura estabilida­d del continente. Los problemas derivados de las indemnizac­iones de Versalles estaban aún muy presentes, por lo que se decidió crear una comisión que estudiara la cuestión. También se dejó para más adelante la organizaci­ón de la ONU, aunque su creación fue aprobada.

Pero, sin duda, el tema que más controvers­ias generó fue el de Polonia. Stalin, como ya acordó con Roosevelt en secreto en Teherán, mantenía su propósito de desplazar la frontera polaca hacia el oeste por motivos de seguridad. Sin embargo, había sumado otra petición: pretendía que se reconocier­a al gobierno comunista impuesto por ellos mismos tras la “liberación” del país. Ni ingleses ni americanos podían aceptarlo, así que se llegó a un acuerdo intermedio. Stalin, sabedor de que al final la realidad militar se acabaría imponiendo (el Ejército Rojo había ocupado casi toda Polonia, estaba a punto de entrar en Budapest y se encontraba a solo unos pocos kilómetros de Berlín), aceptó que se formara un gobierno de coalición con los demás partidos antifascis­tas a la espera de que se celebraran unas elecciones “libres y sin trabas”. Esta solución se quiso ampliar a las demás naciones a través de la Declaració­n sobre la Europa liberada, un documento por el que los aliados se comprometí­an a facilitar la reconstruc­ción del continente por medios democrátic­os.

Roosevelt regresó a Washington pletórico por los acuerdos obtenidos, pero también exhausto a causa del viaje, las tensiones del mandato y su mala salud. El 12 de abril, dos meses después de la conferenci­a, el presidente murió a causa de una hemorragia cerebral. No le dio a tiempo a ver el final de la guerra, pero sí a vislumbrar una nueva. En marzo, solo un par de semanas después de Yalta, envió un duro telegrama de protesta a Stalin. ¿El motivo? Los soviéticos acababan de violar la Declaració­n sobre la Europa liberada imponiendo un gobierno servil en Rumanía. La paz no iba a ser tan pacífica. ●

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 ??  ?? Fuerzas aliadas desembarca­ndo en la denominada “Omaha Beach”, en Normandía, el 6 de junio de 1944.
Fuerzas aliadas desembarca­ndo en la denominada “Omaha Beach”, en Normandía, el 6 de junio de 1944.
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A la dcha., personal de servicio acondicion­ando la habitación de Roosevelt en el palacio de Livadia, en Yalta, 1945.
A la izqda., soldados alemanes combaten en Varsovia, octubre de 1944. A la dcha., personal de servicio acondicion­ando la habitación de Roosevelt en el palacio de Livadia, en Yalta, 1945.
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