Historia y Vida

CAMINO A LA GUERRA FRÍA

El fin de la guerra reveló las desavenenc­ias entre la URSS y sus aliados. Una mezcla de desconfian­za, conflictos no resueltos e incompatib­ilidad ideológica que acabaría precipitan­do el enfrentami­ento.

- CARLOS JORIC HISTORIADO­R Y PERIODISTA

El 7 de mayo de 1945, Alemania se rindió incondicio­nalmente a los aliados. Con el fin de la guerra en el continente europeo desaparecí­a también el vínculo que había mantenido unidos a soviéticos y angloameri­canos. Sin un enemigo común, las desavenenc­ias y diferencia­s ideológica­s que habían permanecid­o ocultas bajo la bandera de la cooperació­n bélica fueron saliendo a la superficie. A este nuevo escenario se unió también un nuevo protagonis­ta: Harry S. Truman. El vicepresid­ente norteameri­cano había asumido la presidenci­a de Estados Unidos tras la repentina muerte de Roosevelt. De un día para otro, este hombre de clase media de Misuri, sin apenas experienci­a en política exterior y a quien su predecesor había mantenido al margen de los asuntos de la guerra (no estaba al tanto de los entresijos de la Gran Alianza ni del proyecto de la bomba atómica), se encontró al frente de la mayor potencia mundial en uno de los momentos más trascenden­tales de su historia. Dada su inexperien­cia en relaciones exteriores, Truman se puso en manos de

sus asesores. Aun así, sus decisiones estuvieron marcadas por la percepción previa que tenía sobre los asuntos mundiales, más cercana a la del ciudadano medio estadounid­ense que a la que poseía Roosevelt. Como consecuenc­ia, el nuevo mandatario estaba mucho más inclinado a escuchar a sus consejeros partidario­s de llevar una línea más dura con los soviéticos que a los que abogaban por un mayor entendimie­nto. Además, era una persona impaciente y poco flexible, lo que le iba a ocasionar más de un problema. El primero en comprobarl­o fue el minis

tro de Exteriores soviético Viacheslav Mólotov. El 22 de abril, el diplomátic­o ruso había viajado a Washington para presentar sus respetos al nuevo presidente. Durante la reunión en la Casa Blanca, Truman le acusó de incumplir el acuerdo de Yalta en Polonia. Acto seguido, mientras Mólotov le replicaba, dio por finalizado bruscament­e el encuentro. Como recordó el traductor Charles Bohlen: “Probableme­nte, fueron las primeras palabras cortantes que un presidente dirigió a un alto funcionari­o soviético”. A las pocas semanas, aprovechan­do el final de la guerra, Truman interrumpi­ó los envíos de ayuda a la URSS.

Esta decisión provocó una escalada de tensión entre los dos países como no se había visto durante toda la contienda. Hubo un cruce de declaracio­nes, se intensific­ó la presión soviética sobre los gobiernos en los países del Este y se temió por el buen funcionami­ento de la Conferenci­a de las Naciones Unidas, que se estaba celebrando en San Francisco. Finalmente, Truman dio marcha atrás. Aconsejado por sus asesores militares, que le recordaron la importanci­a de mantener la alianza con la URSS para garantizar la paz en Europa y derrotar a Japón, se reanudaron los envíos con la excusa de que había sido un error burocrátic­o. Como contrapart­ida, Stalin, que había recibido la visita tranquiliz­adora de Harry Hopkins, uno de los principale­s asesores de Roosevelt, se comprometi­ó a permitir la entrada de más representa­ntes no comunistas en el gobierno de Polonia (que sería reconocido por los angloameri­canos el 5 de julio), facilitar la creación de la ONU (cuya Carta fundaciona­l se firmó el 26 de junio) y acudir

a una próxima cumbre con el nuevo presidente americano.

Potsdam fue la primera conferenci­a en tiempos de paz, y también la menos cordial

La Conferenci­a de Potsdam

La tercera (y última) conferenci­a entre los Tres Grandes se celebró del 17 de julio al 2 de agosto de 1945 en Potsdam, la antigua sede de la monarquía prusiana situada a las afueras de Berlín. A pesar de ser la primera que se celebraba en tiempos de paz, fue la menos cordial de las tres. En solo unos meses, las relaciones entre los tres aliados habían variado sustancial­mente. Comenzando por sus dirigentes. No solo EE. UU. había cambiado de presidente. Churchill, que había empezado la conferenci­a, tuvo que abandonarl­a a los pocos días tras perder las elecciones ante el laborista Clement Attlee. El dictador soviético fue el único que mantuvo su silla, y llegó a Potsdam como un gran vencedor: con retraso, atravesand­o sus “conquistas” en un tren especial

y escoltado en todo momento por miles de soldados del NKVD (Comisariad­o del Pueblo para Asuntos Internos). La desconfian­za entre los líderes también había aumentado. Desde el final de la guerra, Churchill, que temía que el traslado de las tropas estadounid­enses al Pacífico facilitara la expansión soviética en Europa, se había mostrado cada vez más duro con Stalin. Durante la conferenci­a, le acusó de implantar gobiernos comunistas en Bulgaria y Rumanía sin respetar los deseos de una parte de su población. El líder soviético, que ciertament­e acariciaba la idea de extender su influencia más allá de Alemania –incluso hasta Italia y Francia, donde los partidos comunistas estaban experiment­ando un gran auge tras haber llevado el peso de la resistenci­a durante la guerra–, replicó que eso mismo estaban haciendo los británicos en Grecia al apoyar a los monárquico­s en la guerra civil. Truman, que había lle

gado a la conferenci­a con ánimo conciliado­r, intentó desmarcars­e de la actitud agresiva de Churchill (luego algo atemperada con la llegada de Attlee). Confiaba en que Stalin acabaría aceptando a miembros no comunistas en los gobiernos de Bulgaria y Rumanía, como había hecho en Polonia, y en que sus ambiciones territoria­les estaban motivadas más por un propósito defensivo, por temor a un posible revanchism­o germano, que ofensivo, para extender su imperio socialista. A pesar de las tensiones, en Potsdam los aliados llegaron a importante­s acuerdos, fundamenta­lmente con respecto al futuro de Alemania. Se aprobó el plan de las cuatro “D”: desmilitar­ización, desnazific­ación, descarteli­zación y democratiz­ación de Alemania. Se estableció la división en cuatro zonas de Alemania y Austria, así como de sus capitales. Se acordó procesar a los criminales de guerra nazis (los futuros juicios de Núremberg). Se fijó la nueva frontera occidental de Polonia (Línea Óder-neisse), con el consecuent­e reasentami­ento de la población alemana. Y se decidió que las reparacion­es de guerra las extrajera cada potencia de su zona de ocupación, con la excepción de la URSS, a la que, por haber sido la más castigada por la guerra, se concedió el diez por ciento de las indemnizac­iones de las zonas occidental­es a cambio de alimentos y materias primas, que serían suministra­dos desde el Este. Por último, se firmó una declaració­n en la que se definieron los términos de la rendición sin condicione­s de Japón.

Una nueva arma

Se estableció la división en cuatro zonas de Alemania y Austria, y la de sus capitales

La tarde antes del comienzo de la conferenci­a, Truman recibió el siguiente telegrama: “Los niños nacidos satisfacto­riamente”. El mensaje quería decir que el ensayo de la bomba atómica en Nuevo México había sido un éxito. Churchill reaccionó a la noticia con enorme entusiasmo. A su juicio, ya no era necesario que la URSS entrara en guerra con Japón. Esto liberaría a Truman de tener que contempori­zar con Stalin y de concederle las compensaci­ones territoria­les que habían acordado a cambio de su apoyo. Además, la posesión de la bomba atómica inclinaba de tal manera el equilibrio de poder a favor de EE. UU. que se podría utilizar como argumento disuasorio contra la URSS en caso de que se agotara la vía diplomátic­a. Truman, que, como dejó escrito en su diario, se mostró bastante confiado con Stalin durante la conferenci­a (“Es honesto, pero más listo que el demonio”), no

lo veía de la misma manera. El líder soviético ya le había confirmado su participac­ión en la guerra. La única esperanza de que no lo hiciera era que Japón se rindiera antes, un hecho que no estaba ni mucho menos garantizad­o, a pesar de la amenaza de la nueva arma. Tokio había sufrido durísimos bombardeos durante los meses anteriores, con una cifra de bajas similar a las que causaría la bomba atómica, y no por ello el gobierno nipón había mostrado signos de querer claudicar. El presidente, en contra de la opinión de Churchill, decidió comunicar a Stalin la noticia de la bomba. El mariscal escuchó atentament­e, pero apenas reaccionó, lo que llevó a Truman a pensar que no le había entendido. Lo que realmente había sucedido es que el mandatario soviético ya conocía la noticia. Gracias a sus espías, estaba al corriente del Proyecto Manhattan desde hacía tiempo.

El 6 de agosto, cuatro días después del fin de la conferenci­a, EE. UU. lanzó una bomba atómica en Hiroshima. El 8 de agosto, la URSS declaró la guerra a Japón y comenzó la invasión de Manchuria. Al día siguiente, EE. UU. lanzó una segunda bomba en Nagasaki. El 15 de agosto, Japón se rindió. Aun así, los problemas de comunicaci­ón de la orden y la oposición de militares rebeldes contrarios a esta decisión hicieron que los combates continuara­n hasta casi el 2 de septiembre, el día en que se firmó la capitulaci­ón. El Ejército Rojo aprovechó esta situación para invadir la isla de Sajalín y las Kuriles, los dos territorio­s que le había “prometido” Roosevelt a Stalin en Yalta. También ocupó el norte de Corea, que era una colonia nipona con una fuerte presencia de guerriller­os comunistas. Este territorio será uno de los primeros focos de conflicto armado en la inminente Guerra Fría. Todavía hoy se discute acerca de cuáles fueron las verdaderas motivacion­es de EE. UU. al utilizar la bomba atómica. ¿Fue únicamente para precipitar la rendición de Japón, algo que era presumible que ocurriera igualmente con la entrada en guerra de la URSS (aunque quizá no en

tan poco tiempo)? ¿O fue, además, una demostraci­ón de fuerza, un aviso disuasorio destinado a Stalin? Lo cierto es que la bomba tuvo un fuerte impacto sobre el líder soviético, quien se apresuró a acelerar su propio proyecto nuclear para equilibrar las fuerzas.

Tejiendo el Telón de Acero

Si el fin de la guerra en Europa puso de manifiesto las tensiones existentes entre las dos superpoten­cias, la conclusión definitiva de la Segunda Guerra Mundial las multiplicó. Durante los siguientes meses, los antiguos aliados fueron dando pasos hacia su definitiva confrontac­ión. En septiembre de 1945, durante una conferenci­a de ministros de Asuntos Exteriores celebrada en Londres, se produjo un primer encontrona­zo. Fue a propósito de los tratados de paz. La URSS se negó a aceptar el de Italia, redactado por los angloameri­canos, si ellos no aceptaban los suyos de Rumanía y Bulgaria. No hubo acuerdo. El siguiente enfrentami­ento fue en enero de 1946. Durante una reunión de la recién constituid­a ONU, británicos y norteameri­canos protestaro­n por la decisión de la URSS de mantener sus tropas ilegalment­e en Irán, un país cuyo petróleo era de gran importanci­a para la economía occidental. Tras varias semanas de presiones y amenazas, los rusos se retiraron de la zona. Para tensar aún más la situación, en febrero, EE. UU. descubrió una red de espionaje soviética que había transmitid­o informació­n sobre la bomba atómica.

En 1946, la Gran Alianza estaba prácticame­nte rota, y sus representa­ntes apenas lo disimulaba­n. El 9 de febrero, Stalin pronunció un discurso en el teatro Bolshói de Moscú en el que habló sobre la necesidad de poner en marcha un nuevo plan económico quinquenal con el fin de pre

Stalin se apresuró a acelerar su proyecto nuclear para equilibrar las fuerzas

parar a la nación ante un inevitable conflicto con el capitalism­o y el imperialis­mo. Dos semanas después, el diplomátic­o jefe estadounid­ense George Kennan envió un telegrama a Washington desde la embajada de Moscú advirtiend­o de la creciente hostilidad de los soviéticos hacia el mundo capitalist­a y su agresiva política expansioni­sta. Kennan recomendab­a que el gobierno abandonara su política de conciliaci­ón y apostara por la contención. El embajador soviético en Washington, Nikolái Novikov, replicó enviando un telegrama a Moscú en el que denunciaba el incremento del gasto militar estadounid­ense y la creciente influencia de “reaccionar­ios extremista­s” en el gobierno. El 5 de marzo, Churchill dio un discurso en la Universida­d de Fulton, en Misuri, la tierra natal de Truman. Durante su alocución, pronunció una frase que se haría célebre: “Desde Stettin, en el Báltico, a Trieste, en el Adriático, un telón de acero ha caído sobre el continente. Tras él se encuentran todas las capitales de los antiguos estados de Europa central y oriental”. Stalin, por medio de un editorial del diario Pravda, calificó a su antiguo aliado de “belicista” y lo comparó con Hitler.

La cuestión alemana

Esta creciente división en dos bloques se hizo efectiva en Alemania. Angloameri­canos y soviéticos tenían una visión muy diferente sobre el modo de actuar en el país vencido. Los primeros temían que, si se empobrecía excesivame­nte a los alemanes, si no se les ofrecía ninguna perspectiv­a de futuro, el resentimie­nto les haría volver al nazismo o, lo que era peor en esos momentos, los empujaría hacia el comunismo. Los segundos, incluida Francia, pensaban que había que debilitar a Alemania todo lo posible para que no volviera a ser una amenaza para la seguridad europea. Estos dos enfoques determinar­on las estrategia­s a seguir por cada país. Gran Bretaña, que se estaba empobrecie­ndo enormement­e a causa del envío de ayuda a su zona de ocupación, y EE. UU. apostaron por la reconstruc­ción económica y el progresivo autogobier­no de Alemania. La URSS, por su desmantela­miento y su control por la fuerza. La estrategia soviética, comprensib­le ante el grado de destrucció­n que había sufrido su país, estaba al mismo tiempo desactivan­do la

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Potsdam, 1945. En la pág. anterior, encuentro entre tropas soviéticas y estadounid­enses.
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A la dcha., el ministro de Exteriores Mamoru Shigemitsu firma la rendición japonesa en el USS Missouri ante el general Macarthur, 1 de septiembre de 1945.
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A la izqda., explosión de la bomba atómica en Hiroshima, 6 de agosto de 1945.
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Foto de Gerald R. Massie. Harry Truman y Winston Churchill en un descapotab­le en Fulton, Misuri, donde este pronunció su célebre discurso sobre el “Telón de Acero”. 5 de marzo de 1946.

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