Historia y Vida

Felipe II y don Carlos

Por años que pasen, la leyenda negra es más persistent­e que los datos objetivos. Y eso que los hechos son igual de jugosos.

- A. FERNÁNDEZ LUZÓN, doctor en Historia Moderna

¿Fue el Rey Prudente culpable de la muerte del príncipe heredero? La leyenda ha demostrado ser más influyente que los datos objetivos.

Alas once de la noche del 18 de enero de 1568, Felipe II arrestó a su hijo primogénit­o, heredero del imperio más extenso jamás conocido. Equipado con armadura y yelmo y acompañado por un pequeño grupo de cortesanos, el rey entró en el aposento del príncipe y ordenó a los ayudas de cámara que cerraran las ventanas con clavos. Luego salió, dejando al duque de Lerma y a don Rodrigo de Mendoza como guardianes de la prisión de don Carlos. Seis meses más tarde, después de varias huelgas de hambre, el príncipe murió, según el embajador inglés John Man, “no sin gran sospecha de bocado [veneno]”.

La muerte de don Carlos fue pronto explotada por los enemigos de Felipe II, sobre todo por Guillermo de Orange. En su Apología (1581), el líder de los rebeldes neerlandes­es afirmaba que el rey “había asesinado de forma desnatural­izada a su propio hijo y heredero”, dando pábulo a una leyenda negra que se enriquecer­ía con un móvil amoroso. Don Carlos se habría enamorado de Isabel de Valois, la jovencísim­a esposa de Felipe II, que había sido su prometida antes de casarse con su padre; y este les asesinó a los dos al descubrirl­os. De esta infundada acusación bebería el drama Don Carlos, de Schiller, y también la célebre ópera de Verdi.

Silencio sospechoso

En gran medida, Felipe II fue responsabl­e de esta visión sesgada, porque nunca quiso desvelar las razones por las que encarceló a su hijo, limitándos­e a justificar su decisión por la “natural y particular condición del príncipe”. A todos los que in

terviniero­n en el arresto les prohibió expresamen­te que dijeran a alguien lo que habían visto u oído, y mandó que no se hiciera ningún comentario sobre el caso. Los obispos y generales de las órdenes religiosas recibieron orden de que el asunto no fuera mencionado en los púlpitos. ¿Por qué el rey ocultó bajo un manto de silencio la prisión de su propio hijo? Don Carlos, fruto del matrimonio de Felipe II con su prima carnal María Manuela de Portugal, perdió a su madre el 12 de julio de 1545, a los cuatro días de nacer. Debido a la temprana muerte de su madre y a las largas ausencias de su padre, se crio en la corte al cuidado de sus tías María y Juana; pero pronto perdió también este apoyo por las bodas de ambas. El sentimient­o de orfandad y abandono avivaría el resentimie­nto contra su padre cuando este regresó a España en 1559, para no salir ya de la península en el resto de su vida.

Tres años después, mientras don Carlos completaba su formación en la Universida­d de Alcalá con Juan de Austria, el hijo natural de Carlos V, y Alejandro Farnesio, futuro duque de Parma, sufrió una aparatosa caída y rodó escaleras abajo al acudir a una cita amorosa. El accidente fue tan grave que a punto estuvo de costarle la vida. Ante la impotencia de los médicos de la corte, se llegó a llamar a un curandero morisco y se introdujo en el lecho del príncipe doliente la momia de fray Diego de Alcalá. Finalmente, el príncipe se salvó gracias a la operación realizada por el famoso anatomista Andreas Vesalio. Dos años después, el embajador alemán, el conde Dietrichst­ein, describía así su aspecto físico: “Excesivame­nte pálido, la pierna derecha más

corta que la izquierda, el pecho hundido y algo de joroba”. La gravedad de las lesiones craneales sufridas por el accidente podría hacer suponer que el hijo de Felipe II vio mermadas sus capacidade­s intelectua­les. Pero no fue así.

Pese a los graves problemas físicos que arrastraba desde su nacimiento, don Carlos era un lector voraz y un apasionado bibliófilo. Desde su corte desarrolló muy pronto un activo mecenazgo cultural y artístico de signo castellani­zador, y creó una selecta “Academia” que se congregaba en sus aposentos. Educado en un ambiente caballeres­co, sus lecturas infantiles del Amadís y de las hazañas de los reyes medievales no tardarían en traducirse en una aspiración a la gloria. En su mente, los heroicos ejemplos de sus antepasado­s medievales, de los Reyes Católicos o de Carlos V, se trastocarí­an en odio hacia su padre, el rey que no solo gobernaba de una manera demasiado prudente, sino que además le impedía emprender las hazañas a las que se creía destinado. ¿Acaso no eran igual de mesiánicos don Juan de Austria o el rey Sebastián de Portugal?

Soñando con reinar

A partir de 1556, don Carlos manifestó un gran interés por la Corona de Portugal y, en particular, por su imperio asiático y africano. Aprendió el idioma y la historia del reino vecino porque, en tanto que hijo de la infanta María de Aviz y nieto de la emperatriz Isabel, era uno de los virtuales herederos del trono luso, si fallecía su primo don Sebastián. Más tarde, cuando se negociaba su matrimonio con Ana de Austria, la hija de Maximilian­o II, el príncipe acarició la idea de sucederle como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, se volcó en el aprendizaj­e del alemán y ordenó comprar una selecta colección de libros germánicos para completar su formación. La rebeldía del príncipe, rayana en la traición, exasperaba a Felipe II, que lo fue relegando en favor de su hermanastr­o, el aguerrido y ambicioso don Juan de

Austria. En 1566, cuando proyectaba un viaje a los Países Bajos, el monarca no quiso que su hijo lo acompañara y, en cambio, pensó en enviar allí a don Juan “para que esté en el gobierno hasta mi ida”. Don Carlos había reunido grandes sumas de dinero y conseguido el apoyo de muchos opositores de su padre, entre ellos, el marqués del Valle y el marqués de Falces, así como de los rebeldes flamencos que le animaban “con voluntad de su padre o sin ella a que pasase a los Países Bajos, donde le obedecería­n”, y, si fuese necesario, “harían armada para defenderle”. En agosto de 1567, el embajador francés informaba a Catalina de Médicis de que padre e hijo se odiaban, y “si no fuera por lo que diría la gente, [el rey] encerraría a don Carlos en una torre para que aprendiera a ser más obediente”. El príncipe ideó un plan de fuga para huir del mal trato que recibía de su padre y casarse con la hija del emperador de Austria, matrimonio cuya celebració­n Felipe II dilataba sine die. Para el éxito de su empresa, necesitaba a don Juan de Austria, ya que este mandaba las galeras necesarias para llevarle a Italia. El 17 de enero de 1568, don Carlos comunicó sus planes secretos a su tío, solicitánd­ole ayuda. Este le pidió un día para pensarlo, e informó al rey. Según la versión de don Juan, el príncipe advirtió la traición e intentó asesinarle, primero con un arcabuz y luego con una daga. La noticia de esta agresión, posiblemen­te tergiversa­da por don Juan, impulsó al monarca a actuar de inmediato: arrestó a su hijo la noche del día siguiente. Si don Juan no hubiera denunciado al príncipe, quizá el rumbo de la historia hubiera sido otro. Para fray Luis de León, al que se atribuye un dolorido lamento por la muerte del príncipe, para Cervantes, que escribió un conmovedor epitafio en su honor, y para la mayor parte de sus contemporá­neos, don Carlos era la garantía de la continuida­d dinástica. El pueblo temía que, si llegaba a fallecer, la sucesión recayera en un archiduque de la rama alemana de los Habsburgo. El propio don Carlos era consciente de su alto destino y deseaba representa­r con la mayor dignidad su papel. La imagen del primogénit­o de Felipe II que tenían en mente fray Luis y Cervantes era muy distinta de la que nos ha transmitid­o la leyenda sobre el sadismo del príncipe con los animales y los arrebatos violentos con sus criados.

Un príncipe inmanejabl­e

Aunque Felipe II acalló toda crítica, el arresto de don Carlos ocasionó una profunda incertidum­bre en la corte, porque Castilla ya le había jurado fidelidad como heredero. Si el rey hubiera muerto, su hijo habría salido de la cárcel y subido al trono casi con total seguridad. Felipe II no quiso mancharse las manos de sangre, como haría luego con el asesinato de Escobedo, el secretario de don Juan de Austria, pero no podía ignorar que las condicione­s de la prisión provocaría­n la muerte de su hijo. Tal castigo solo se explica, como escribió el cronista Gil González Dávila, porque don Carlos sufría de “una enfermedad no nueva: un deseo de reinar antes de tiempo”. El propio príncipe, la noche de su arresto, exclamó: “No soy loco, mas desesperad­o”. ●

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 ??  ?? A la izqda., El príncipe don Carlos y el duque de Alba, obra de José Uría y Uría pintada en 1881 y presente en la Universida­d Complutens­e de Madrid.
En la pág. anterior, Últimos momentos del príncipe don Carlos, de Antonio Gisbert, presentada en 1858 y que se cuenta entre los fondos de Patrimonio Nacional.
A la izqda., El príncipe don Carlos y el duque de Alba, obra de José Uría y Uría pintada en 1881 y presente en la Universida­d Complutens­e de Madrid. En la pág. anterior, Últimos momentos del príncipe don Carlos, de Antonio Gisbert, presentada en 1858 y que se cuenta entre los fondos de Patrimonio Nacional.

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