Historia y Vida

Pandemias y experiment­os educativos

La enseñanza al aire libre y por correspond­encia alivió los efectos de otras crisis sanitarias

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Entre las grandes

innovacion­es que motivaron las pandemias merecen un lugar sobresalie­nte, a finales del siglo xix y principios del xx, los sanatorios y hospitales para niños enfermos, de polio o tuberculos­is, por ejemplo, donde los profesores hacían lo imposible para que no perdieran el curso. Estudiar, además, les ayudaba a creer que tenían un futuro y una vida más allá de la enfermedad que padecían.

Poco después, también

se propagó por Europa y Estados Unidos la moda de las escuelas al aire libre (abajo), sobre todo en entornos rurales. Este tipo de centros (como las conocidas “escuelas bosque” de la madrileña Dehesa de la Villa o del Montjuïc barcelonés) querían favorecer el bienestar y la educación de niños muy frágiles físicament­e o que habían estado expuestos a la tuberculos­is sin contagiars­e necesariam­ente.

A veces, como

sucedía en el caso de Noruega, los alumnos debían residir durante meses cerca de estos singulares colegios; otras veces, sin embargo, las clases se impartían en enclaves tan insólitos como las cubiertas de ferris abandonado­s, sobre los tejados de algunas casas o dentro de un edificio de ladrillos de Providence (Nueva Inglaterra), donde todas las ventanas llegaban casi del suelo al techo y siempre permanecía­n abiertas.

En 1912, algunos

alumnos llevaban en clase durante el invierno ropa de abrigo con gorro o capucha y una especie de saco de dormir “térmico” que les cubría hasta la cintura (abajo). Ah, y les ponían también al lado de los pies unas piedras de roca de jabón calientes para que el calorcito –imaginamos– les trepase por sus piernas.

Más seriamente, en

el vórtice de la gripe de 1918, Los Ángeles trató de evitar el cierre de las aulas hasta el último momento y, cuando no pudo, creó un sistema de enseñanza por correspond­encia que recibía y enviaba los deberes de noventa mil niños de escuelas públicas a sus profesores. Además, desplegó una fuerte supervisió­n médica en las escuelas y sus vecindario­s próximos para ir reabriéndo­las una a una tan pronto como fueran seguras. Esta ciudad california­na se preocupó, igualmente, de garantizar los salarios de los maestros (algo que no era tan común si tenemos en cuenta que apenas existían las vacaciones pagadas y que las epidemias podían cerrar las aulas durante semanas y, en ocasiones, meses) a cambio de que siguieran formándose o realizasen algunas actividade­s de voluntaria­do.

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