Los “indios filipinos”
La estructura de poder local pudo adaptarse a un sistema colonial que sometió a los indígenas para enriquecerse
La población indígena
de las Filipinas era muy superior en número a la española y étnicamente diversa, lo que condicionó de forma muy notable la colonización y la administración del archipiélago.
Las gentes que
habitaban las tierras y las costas de las principales islas eran malayos, “los indios filipinos” por antonomasia. Fueron cristianizados rápidamente, y se integraron en el sistema colonial español con sus ventajas e inconvenientes. Sometidos al régimen de encomiendas y al pago de tributos no demasiado onerosos, conformaron la auténtica sociedad ciudad en la más exótica de todo el imperio colonial español. En Manila, aunque vivían en barrios separados y frecuentemente enfrentados, había filipinos, chinos, españoles, japoneses, criollos, indios americanos, negros africanos, mulatos y mestizos. En los Sucesos de las Islas Filipinas (1609), Antonio de Morga, lugarteniente del gobernador y oidor de la Audiencia de Filipinas, calculó que en el archipiélago vivían unos ocho mil españoles distribuidos en cinco categorías: colonial filipina. Sus élites, organizadas en “principalías”, aceptaron la estructura gubernamental española, logrando retener buena parte de su poder en los ámbitos locales.
Junto a ellos
coexistían otras poblaciones de origen australiano e indonesio, los denominados “negritos”, y los famosos igorrotes, o aborígenes de las montañas de Luzón, considerados “salvajes” o “infieles”, con los que las autoridades españolas mantuvieron importantes enfrentamientos bélicos. Por lo demás, la sumisión forzada de los indígenas, de cualquier condición, fue la clave de la relación colonial. funcionarios, soldados, encomenderos pobres, comerciantes prósperos y numerosos eclesiásticos.
En busca de colonos
El primer núcleo dirigente fue el de los conquistadores encomenderos, que pronto fueron superados por los comerciantes. Estos invertían en el tráfico de productos orientales entre Filipinas y Nueva España y terminaron controlando el pulso de la colonia. Para incentivar la presencia española, la Corona concedió a los vecinos que residieran durante diez años en Manila el derecho a participar en la carrera de Acapulco y a enviar mercancías a México por un importe anual no superior a los doscientos cincuenta mil pesos de plata. La ruta comercial del Galeón de Manila proporcionaba beneficios extraordinarios. Según Gemelli Careri, en 1697, las ganancias alcanzaban el 200% para los mercaderes y, de ordinario, se aceptaban préstamos al 50% con la certeza de una inversión rentable. La continuidad de la colonia filipina, poco atractiva para potenciales pobladores españoles y mexicanos, dependió siempre del fomento de nuevos migrantes. Durante los siglos xvi y xvii, aparte de los esfuerzos realizados en la propia España, la Corona pidió a los virreyes de México que enviaran pobladores, soldados y artesanos en todos los galeones que partían de Acapulco a Manila. Aunque llegaron algunos indios mexicanos, que habían demostrado su destreza en los oficios introducidos por los españoles en el virreinato de Nueva España, en otros casos, como se quejaba el gobernador Hurtado de Corcuera, eran niños indios y mestizos, de entre diez y catorce años, en lugar de hombres provechosos. Quienes acabaron haciéndose con el control de los servicios y el abastecimiento de la comunidad hispánica fueron los chinos, que también necesitaban vender sus productos para el comercio del Galeón. No obstante, las relaciones con la comunidad china o japonesa no siempre fueron pacíficas. Desde el primer levantamiento de 1603, las revueltas de los sangleyes, los chinos confinados en el suburbio manilense del Parián, un barrio dedicado fundamentalmente a la seda, fueron reprimidas brutalmente. Los españoles tuvieron que hacer frente también a los ataques ocasionales protagonizados por los musulmanes del sur y por los holandeses e ingleses.
El gobierno del archipiélago
A seis mil millas marinas de México y a muchísimas más de España, como decía el cronista dominico Baltasar de Santa Cruz a mediados del siglo xvii, gobernar Filipinas desde Madrid era un “milagro de los mayores”. Filipinas se estructuró
como una provincia del virreinato de México, con un gobernador que, en la práctica, era independiente, ya que el virrey estaba demasiado lejos. El viaje de Acapulco duraba dos meses y el tornaviaje de cinco a siete. No fue una colonia de Nueva España, pero sin los socorros y el comercio con México, la colonia española no hubiera subsistido. En aquella relación simbiótica, la ayuda que la colonia novohispana enviaba al archipiélago se vio compensada con creces por los beneficios obtenidos por el comercio con Manila. La oligarquía mexicana actuó con cierta independencia de Madrid y gozó, en algunos aspectos, de mejores condiciones económicas que la metrópoli. La vida de los españoles de Filipinas, sin embargo, no era fácil. Tuvieron que enfrentarse a los terremotos, huracanes y aguaceros de la región, adaptarse a una dieta desconocida y a una crónica escasez de médicos, boticarios y medicinas, como se aprecia en las frecuentes quejas que transmitieron a los virreyes de México durante los siglos xvi y xvii. La incorporación de las Filipinas a los dominios de la monarquía hispánica exigió una ingente movilización de recursos humanos y técnicos, así como la adopción de una serie de decisiones políticas para llevar a cabo la colonización y el aprovechamiento económico de un territorio situado en los confines del Imperio,
entre América y Asia, frente a poderosos vecinos (China, Japón) y en la linde de las posesiones portuguesas en las Indias Orientales, que, conservando su autonomía, pertenecieron también a la Corona española de 1580 a 1640. Desde la perspectiva de la compleja geopolítica, Filipinas fue un enclave estratégico no solo para asegurar el lucrativo comercio con aquellas regiones, sino también para combatir a los rivales europeos, como las rebeldes Provincias Unidas o Inglaterra, que rechazaban la soberanía de los Habsburgo sobre aquellas tierras y utilizaron el comercio transoceánico como parte de su estrategia de confrontación contra España. A esta lectura le podemos agregar una interpretación religiosa, ya que desde Filipinas se proyectó la evangelización de Japón y China y se combatió tanto al musulmán malayo como a los herejes holandeses o ingleses. ●
Los españoles tuvieron que enfrentarse a terremotos y huracanes
Hubo un tiempo en que los españoles quisieron conquistar China, el gigante dormido del que Napoleón dijo que cuando despertara, el mundo temblaría. Deslumbrados por la facilidad con que un puñado de frailes y conquistadores habían derribado imperios y barrido culturas en América, pretendieron emular esas hazañas en el desconocido imperio celeste. Sus proyectos se revelaron quiméricos, pero la monarquía hispánica tuvo una frontera con China y una experiencia de conllevancia con los sangleyes (chinos de Filipinas) durante más de tres siglos. Desde la época de Cristóbal Colón, la fascinación ejercida por el gigante asiático fue un acicate para que los españoles navegaran por ignotos mares y descubrieran tierras desconocidas. De la importancia de los intercambios con China, derivados de la mundialización ibérica (lusitana e hispánica), da idea que, en 1573, dos galeones de Manila partieran hacia Acapulco transportando 22.300 piezas de por