EL TIEMPO DE LAS BUENAS NOTICIAS
Los influjos externos se conjuraron con la acción de amplios grupos cristianos españoles a favor de la lucha obrera y democrática en el tardofranquismo.
Decía el poeta inglés William Wordsworth que vivir en la Revolución Francesa era ciertamente glorioso, pero que “ser joven, además, era visitar el cielo mismo”. Más de un católico debió de pensar algo parecido a principios de la década de 1960, durante los años del Vaticano II. El concilio, en efecto, marca un antes y un después en la comunidad eclesial, sometida a cambios ilusionantes. Los cristianos progresistas, de pronto, encuentran que Roma les da la razón en muchas cosas que habían defendido durante años. Es el caso de El Ciervo, desde donde se aplaude con entusiasmo la apertura que preconiza Juan XXIII. La periodista Roser Bofill, vinculada a la revista, diría años después que el concilio fue “el tiempo de las buenas noticias”. Una de las novedades más importantes será el Decreto sobre apostolado seglar, con el que se sanciona la mayoría de edad de los laicos dentro de la Iglesia. A partir de ahora, ellos también deben hacer oír su voz, no limitarse a recibir
los sacramentos y contribuir económicamente al mantenimiento del culto. La renovación eclesial iba a operar a múltiples niveles. Mientras confirmaba en sus tesis a los católicos más vanguardistas, impulsaba a otros, más convencionales, a salir del cómodo refugio de sus prejuicios. Este es el caso, por ejemplo, de Joaquín Ruizgiménez, quien fuera ministro en un gabinete de Franco. Según confesión propia, el concilio supuso para él su propio “camino de Damasco”, en referencia al pasaje bíblico sobre la conversión de san Pablo. El novelista Miguel Delibes, a su vez, reconoció que el Vaticano II ejerció sobre él un efecto liberador, al ayudarle a desprenderse “de no pocos problemas, de no pocos escrúpulos, de no pocas incomodidades espirituales”. El concilio, al fijar la edad máxima para un obispo en setenta y cinco años, obligó a jubilarse a muchos prelados ultraconservadores. En España, esta reforma tiene consecuencias benéficas, al hacer posible que la vieja guardia de eclesiásticos franquistas pase al retiro. Para sustituirles, el Vaticano explota un resquicio legal. En el caso de los obispos titulares, el Estado tiene derecho a presentar tres aspirantes, entre los que el papa debe elegir.
En cambio, para los obispos auxiliares, es decir, para los ayudantes de los obispos titulares, no existe ninguna restricción. Por esta vía, la jerarquía española se renovará con nombres que harán posible el distanciamiento del régimen. Pablo VI favorece este cambio, convencido de que el catolicismo español debe evolucionar. El concilio se convirtió en sinónimo de democratización, lo mismo que las resonantes encíclicas de Juan XXIII, tanto la Mater et Magistra como la Pacem in Terris. Franco se daba cuenta de que estos textos segaban la hierba bajo sus pies, pero prefería engañarse a sí mismo y creer que todo era obra de malintencionados opositores, empeñados en desvirtuar la doctrina pontificia para sus propios fines.
Clero dividido
En este país que poco a poco se va volviendo irreconocible, llega a la edad adulta una generación que no ha vivido la Guerra Civil de primera mano. Como mucho, ha sufrido sus consecuencias en forma de escasez. El clero tampoco se mantiene ajeno a los nuevos tiempos. En Europa, tras la Segunda Guerra Mundial, el papel del sacerdote se había visto redefinido al compás de las transformacio
El Concilio Vaticano II se convirtió en sinónimo de democratización
nes sociales, por lo que deja de ocupar la posición privilegiada de antaño, en la que ejercía no solo un liderazgo religioso, también una autoridad indiscutible. Con la salida de nuevas promociones en los seminarios, llegan a las parroquias gentes con ideas distintas. En muchos lugares se reproduce el clásico conflicto entre generaciones: el sacerdote titular, de edad avanzada y mentalidad conservadora, soporta mal los ímpetus renovadores de su coadjutor, un joven idealista. En España, con su sola existencia, los curas de izquierda causaban un profundo malestar en los sectores más franquistas de la sociedad, acostumbrados al perfecto entendimiento entre la Iglesia y el Estado. Los sacerdotes aperturistas acostumbran
a ceder los locales de sus parroquias para las reuniones de las fuerzas opositoras, para escándalo de los biempensantes. En Sevilla, por ejemplo, las Comisiones Obreras del Transporte, la Química o el Textil se organizan en el domicilio de un cura, Santos Juliá, que se convertiría en un famoso historiador.
No es de extrañar el descontento de las autoridades franquistas ante las actividades subversivas de este sector del clero. A su juicio, la Iglesia se involucraba ahora en una traición incomprensible. ¿Acaso el régimen no la había salvado de las hordas ateas en 1936? ¿No le concedía todo tipo de privilegios?
En las órdenes religiosas, mientras tanto, la renovación también se deja sentir con fuerza. Solo hay que recordar lo que sucedió en Barcelona en 1966, cuando un convento de capuchinos acogió al medio millar de personas que fundaron el Sindicat Democràtic d’estudiants. La fuerza pública rodeó la sede de los religiosos, a las órdenes del comisario de la Brigada Social, Antonio Juan Creix. Finalmente, el gobernador civil, Tomás Garicano Goñi, dio la orden de entrar “con el menor ruido posible, solo en los espacios donde estuviera la reunión en aquel momento y sin entrar en clausura”. Dentro del clero regular, quizá el caso más llamativo sea el de la Compañía de Jesús: en pocos años pasa de identificarse con las clases altas a la apuesta radical por los humildes. Este giro a la izquierda va a estar presidido a nivel mundial por un español, el vasco Pedro Arrupe, que alcanza el generalato de la Compañía en 1965. Símbolo de la Iglesia más comprometida con el mundo contemporáneo, trató de imbuir a los suyos del espíritu del concilio. Se trataba, en sus propias palabras, de prepararse para el siglo xxi, a través del diálogo con la sociedad y, sobre todo, con una vida de pobreza que hiciera verosímil el mensaje evangélico.
El compromiso social
Mientras tanto, los militantes cristianos participan en el movimiento obrero de distintas maneras. Para empezar, se postulan como enlaces dentro del Sindicato Vertical, como parte de la misma estrategia de penetración adoptada por el PCE. Así, desde principios de los años cincuenta, se presentan a las elecciones sindicales miembros de la HOAC y la JOC, dispuestos a utilizar todos los recursos legales para defender a los asalariados desde dentro de las estructuras oficiales. Por otra parte, los integrantes de los movimientos obreros de la Iglesia van a desempeñar un protagonismo indiscutible en la creación de nuevas organizaciones sindicales. La Unión Sindical Obrera (USO), por ejemplo, fue creada por militantes de la JOC. Un caso representativo es el del jocista Paco Jiménez, secretario general de la USO catalana de 1973 a 1987. Otro destacado líder del sindicato fue Eugenio Royo, un muchacho de Rentería que fue presidente de la JOC española y, años después, consejero de Economía en el gobierno socialista de la Comunidad de Madrid.
En Comisiones Obreras, el papel de los cristianos también se reveló de gran importancia. Pero su predominio numérico no se correspondía con sus puestos de responsabilidad, ocupados mayoritariamente por militantes comunistas mucho más curtidos en las luchas por el poder. La Policía no dejó de observar la connivencia entre la cruz y la hoz y el martillo. Una nota de la Jefatura Superior de Policía de Barcelona del 6 de junio de 1966 decía que las Comisiones Obreras, integradas por militantes de la JOC y la HOAC, y orientadas por conocidos comunistas del Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC), estaban desarrollando
“alguna actividad con el fin de poderse hacer con la masa trabajadora de cara a las próximas elecciones sindicales”. Toda esta aportación a la lucha de los trabajadores ha sido reconocida en más de una ocasión por líderes izquierdistas ajenos al mundo cristiano. Ya en los años setenta, concretamente en septiembre de 1976, una declaración del Comité Central del PSUC afirmaba que organizaciones cristianas como la JOC y la HOAC habían sido “el fermento de la democracia y de la transformación social”. La colaboración de cristianos y ateos en la lucha obrera y democrática favoreció un fenómeno inédito, el diálogo entre gentes de la Iglesia y otras en la órbita del marxismo, una corriente de pensamiento que en los años sesenta vive momentos de gran vitalidad, ejerciendo un considerable atractivo entre la intelectualidad y la juventud. El acercamiento entre cristianos y marxistas será posible porque, desde ambas trincheras, existe un nuevo espíritu que contrasta con el anterior dogmatismo, una nueva actitud que impulsa a tender puentes. Fruto de ello será el surgimiento, a principios de los setenta, de la corriente Cristianos por el Socialismo, encabezada en España por Alfonso Carlos Comín, entre otros.
Religión y nacionalismo
Durante estos años, la disidencia eclesiástica adquiere perfiles propios en Cataluña y el País Vasco, al vincularse a las demandas nacionalistas, sistemáticamente calificadas por el régimen de separatismo. La documentación de la época muestra la inquietud gubernamental ante esta confluencia. En junio de 1960, el dictador se había quejado al arzobispo de Barcelona, Gregorio Modrego, porque, en su opinión, los seminarios catalanes alimentaban el sentimiento independentista. El abad de Montserrat, Aureli Maria Escarré, se hizo famoso con la entrevista aparecida en el diario Le Monde, en la que se expresaba en términos muy duros contra el franquismo. Escarré, personaje complejo como pocos, había evolucionado desde su adhesión al régimen hacia posturas claramente críticas. Identificado con la lucha catalanista, prestó su apoyo a diversas iniciativas en esta línea, lo mismo a entidades como Òmnium Cultural que a publicaciones periódicas, caso de Oriflama o Serra d’or. Cuando Jordi Pujol fue detenido, acusado de intervenir en los hechos del Palau de la Música el 19 de mayo de 1960, Escarré intercedió a su favor ante el cónsul de EE. UU. Aquel día, el futuro político convergente no había estado en el auditorio barcelonés, pero las autoridades le implicaron en la organización de un acto de protesta: el público cantó El cant de la senyera, el conocido himno patriótico, en respuesta a su prohibición por parte de las autoridades a causa de sus connotaciones nacionalistas. La identificación de un importante sector de la Iglesia con las reivindicaciones nacionalistas impregnó buena parte de la actividad contestataria. Un hito indiscutible lo constituyó la campaña “Volem bisbes catalans” (“Queremos obispos catalanes”), contra la imposición en 1966 de un arzobispo de Barcelona de origen castellano, Marcelo González, desconocedor de la lengua catalana.
La Iglesia catalana, pues, se hallaba cada vez más divorciada de la dictadura. ¿Qué sucedía, mientras tanto, en el País Vasco? En mayo de 1960, trescientos treinta y nueve sacerdotes de sus tres provincias, más Navarra, enviaron un documento a todos los obispos españoles, al nuncio y a la Secretaría de Estado del Vaticano. Con este gesto se proponían denunciar las arbitrariedades de un régimen polí
tico injusto y evitar que el silencio pudiera ser interpretado como complicidad. Estaban convencidos de lo necesario de su iniciativa: era el futuro de la Iglesia lo que estaba en peligro, visto su progresivo alejamiento de un pueblo que tendía a identificarla con el gobierno. Naturalmente, la prensa oficial no se hizo eco de estas críticas. Sí periódicos extranjeros como el británico The Times o el estadounidense The New York Times.
Los firmantes pagaron su audacia con sanciones, algunos hasta con el destierro. Sin embargo, como señala la historiadora Anabella Barroso, el texto marcó un antes y un después en el desarrollo de la
Iglesia vasca por su cuestionamiento del franquismo, presentado como un sistema ilegítimo, sin instituciones como partidos políticos, parlamento o sindicatos, capaces de limitar los abusos del poder.
Momento de crisis
La renovación del Vaticano II tuvo efectos sísmicos, pero, en cierto sentido, llegaba tarde. La Iglesia trataba de poner al día la religión... en el momento en que Europa vivía una secularización intensa, hasta el punto de que la revista Time, el 8 de abril de 1966, se preguntaba en portada si Dios había muerto. Ese fue, por cierto, su número más vendido hasta la fecha, señal de que la cuestión conectaba con una inquietud del momento. La cultura judeocristiana que había caracterizado durante siglos a Occidente parecía haber entrado en una crisis profunda. En 1971, en medio de este panorama cada vez más conflictivo, tiene lugar en el seminario de Madrid la Asamblea Conjunta, conjunta porque reúne a obispos y a sacerdotes. Se trata de una iniciativa de la Conferencia Episcopal destinada a plantear cuál es la situación de la Iglesia en España. Su celebración culminaba un arduo trabajo previo a partir de una amplia encuesta nacional al clero, formada por doscientas sesenta y ocho preguntas. Esta detallada radiografía de la situación sacerdotal revelaba una realidad de significativas transformaciones. Alrededor de un 50% de los curas simpatizaba con alguna de las diversas ideologías de izquierda. Entre los jóvenes, el porcentaje de los partidarios del socialismo ascendía hasta un 47%. En cambio, solo un 10% defendía el régimen franquista. Y apenas un 2,4% se identificaba con la ideología falangista.
La asamblea representó una “auténtica bomba” para la dictadura. No en vano, los participantes cuestionaban la identidad entre la Iglesia y el régimen. Sin duda, el gesto más atrevido y recordado fue la petición de perdón por el papel de los católicos en la Guerra Civil. Así, en la resolución número 34 de la asamblea se lee: “Reconocemos humildemente y pedimos perdón porque no siempre supimos ser verdaderos ministros de reconciliación en el seno de nuestro pueblo, dividido por una guerra entre hermanos”. Esta
La disidencia eclesiástica adquirió perfiles propios en Cataluña y el País Vasco