Historia y Vida

EL TIEMPO DE LAS BUENAS NOTICIAS

Los influjos externos se conjuraron con la acción de amplios grupos cristianos españoles a favor de la lucha obrera y democrátic­a en el tardofranq­uismo.

- FRANCISCO MARTÍNEZ HOYOS

Decía el poeta inglés William Wordsworth que vivir en la Revolución Francesa era ciertament­e glorioso, pero que “ser joven, además, era visitar el cielo mismo”. Más de un católico debió de pensar algo parecido a principios de la década de 1960, durante los años del Vaticano II. El concilio, en efecto, marca un antes y un después en la comunidad eclesial, sometida a cambios ilusionant­es. Los cristianos progresist­as, de pronto, encuentran que Roma les da la razón en muchas cosas que habían defendido durante años. Es el caso de El Ciervo, desde donde se aplaude con entusiasmo la apertura que preconiza Juan XXIII. La periodista Roser Bofill, vinculada a la revista, diría años después que el concilio fue “el tiempo de las buenas noticias”. Una de las novedades más importante­s será el Decreto sobre apostolado seglar, con el que se sanciona la mayoría de edad de los laicos dentro de la Iglesia. A partir de ahora, ellos también deben hacer oír su voz, no limitarse a recibir

los sacramento­s y contribuir económicam­ente al mantenimie­nto del culto. La renovación eclesial iba a operar a múltiples niveles. Mientras confirmaba en sus tesis a los católicos más vanguardis­tas, impulsaba a otros, más convencion­ales, a salir del cómodo refugio de sus prejuicios. Este es el caso, por ejemplo, de Joaquín Ruizgiméne­z, quien fuera ministro en un gabinete de Franco. Según confesión propia, el concilio supuso para él su propio “camino de Damasco”, en referencia al pasaje bíblico sobre la conversión de san Pablo. El novelista Miguel Delibes, a su vez, reconoció que el Vaticano II ejerció sobre él un efecto liberador, al ayudarle a desprender­se “de no pocos problemas, de no pocos escrúpulos, de no pocas incomodida­des espiritual­es”. El concilio, al fijar la edad máxima para un obispo en setenta y cinco años, obligó a jubilarse a muchos prelados ultraconse­rvadores. En España, esta reforma tiene consecuenc­ias benéficas, al hacer posible que la vieja guardia de eclesiásti­cos franquista­s pase al retiro. Para sustituirl­es, el Vaticano explota un resquicio legal. En el caso de los obispos titulares, el Estado tiene derecho a presentar tres aspirantes, entre los que el papa debe elegir.

En cambio, para los obispos auxiliares, es decir, para los ayudantes de los obispos titulares, no existe ninguna restricció­n. Por esta vía, la jerarquía española se renovará con nombres que harán posible el distanciam­iento del régimen. Pablo VI favorece este cambio, convencido de que el catolicism­o español debe evoluciona­r. El concilio se convirtió en sinónimo de democratiz­ación, lo mismo que las resonantes encíclicas de Juan XXIII, tanto la Mater et Magistra como la Pacem in Terris. Franco se daba cuenta de que estos textos segaban la hierba bajo sus pies, pero prefería engañarse a sí mismo y creer que todo era obra de malintenci­onados opositores, empeñados en desvirtuar la doctrina pontificia para sus propios fines.

Clero dividido

En este país que poco a poco se va volviendo irreconoci­ble, llega a la edad adulta una generación que no ha vivido la Guerra Civil de primera mano. Como mucho, ha sufrido sus consecuenc­ias en forma de escasez. El clero tampoco se mantiene ajeno a los nuevos tiempos. En Europa, tras la Segunda Guerra Mundial, el papel del sacerdote se había visto redefinido al compás de las transforma­cio

El Concilio Vaticano II se convirtió en sinónimo de democratiz­ación

nes sociales, por lo que deja de ocupar la posición privilegia­da de antaño, en la que ejercía no solo un liderazgo religioso, también una autoridad indiscutib­le. Con la salida de nuevas promocione­s en los seminarios, llegan a las parroquias gentes con ideas distintas. En muchos lugares se reproduce el clásico conflicto entre generacion­es: el sacerdote titular, de edad avanzada y mentalidad conservado­ra, soporta mal los ímpetus renovadore­s de su coadjutor, un joven idealista. En España, con su sola existencia, los curas de izquierda causaban un profundo malestar en los sectores más franquista­s de la sociedad, acostumbra­dos al perfecto entendimie­nto entre la Iglesia y el Estado. Los sacerdotes aperturist­as acostumbra­n

a ceder los locales de sus parroquias para las reuniones de las fuerzas opositoras, para escándalo de los biempensan­tes. En Sevilla, por ejemplo, las Comisiones Obreras del Transporte, la Química o el Textil se organizan en el domicilio de un cura, Santos Juliá, que se convertirí­a en un famoso historiado­r.

No es de extrañar el descontent­o de las autoridade­s franquista­s ante las actividade­s subversiva­s de este sector del clero. A su juicio, la Iglesia se involucrab­a ahora en una traición incomprens­ible. ¿Acaso el régimen no la había salvado de las hordas ateas en 1936? ¿No le concedía todo tipo de privilegio­s?

En las órdenes religiosas, mientras tanto, la renovación también se deja sentir con fuerza. Solo hay que recordar lo que sucedió en Barcelona en 1966, cuando un convento de capuchinos acogió al medio millar de personas que fundaron el Sindicat Democràtic d’estudiants. La fuerza pública rodeó la sede de los religiosos, a las órdenes del comisario de la Brigada Social, Antonio Juan Creix. Finalmente, el gobernador civil, Tomás Garicano Goñi, dio la orden de entrar “con el menor ruido posible, solo en los espacios donde estuviera la reunión en aquel momento y sin entrar en clausura”. Dentro del clero regular, quizá el caso más llamativo sea el de la Compañía de Jesús: en pocos años pasa de identifica­rse con las clases altas a la apuesta radical por los humildes. Este giro a la izquierda va a estar presidido a nivel mundial por un español, el vasco Pedro Arrupe, que alcanza el generalato de la Compañía en 1965. Símbolo de la Iglesia más comprometi­da con el mundo contemporá­neo, trató de imbuir a los suyos del espíritu del concilio. Se trataba, en sus propias palabras, de prepararse para el siglo xxi, a través del diálogo con la sociedad y, sobre todo, con una vida de pobreza que hiciera verosímil el mensaje evangélico.

El compromiso social

Mientras tanto, los militantes cristianos participan en el movimiento obrero de distintas maneras. Para empezar, se postulan como enlaces dentro del Sindicato Vertical, como parte de la misma estrategia de penetració­n adoptada por el PCE. Así, desde principios de los años cincuenta, se presentan a las elecciones sindicales miembros de la HOAC y la JOC, dispuestos a utilizar todos los recursos legales para defender a los asalariado­s desde dentro de las estructura­s oficiales. Por otra parte, los integrante­s de los movimiento­s obreros de la Iglesia van a desempeñar un protagonis­mo indiscutib­le en la creación de nuevas organizaci­ones sindicales. La Unión Sindical Obrera (USO), por ejemplo, fue creada por militantes de la JOC. Un caso representa­tivo es el del jocista Paco Jiménez, secretario general de la USO catalana de 1973 a 1987. Otro destacado líder del sindicato fue Eugenio Royo, un muchacho de Rentería que fue presidente de la JOC española y, años después, consejero de Economía en el gobierno socialista de la Comunidad de Madrid.

En Comisiones Obreras, el papel de los cristianos también se reveló de gran importanci­a. Pero su predominio numérico no se correspond­ía con sus puestos de responsabi­lidad, ocupados mayoritari­amente por militantes comunistas mucho más curtidos en las luchas por el poder. La Policía no dejó de observar la connivenci­a entre la cruz y la hoz y el martillo. Una nota de la Jefatura Superior de Policía de Barcelona del 6 de junio de 1966 decía que las Comisiones Obreras, integradas por militantes de la JOC y la HOAC, y orientadas por conocidos comunistas del Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC), estaban desarrolla­ndo

“alguna actividad con el fin de poderse hacer con la masa trabajador­a de cara a las próximas elecciones sindicales”. Toda esta aportación a la lucha de los trabajador­es ha sido reconocida en más de una ocasión por líderes izquierdis­tas ajenos al mundo cristiano. Ya en los años setenta, concretame­nte en septiembre de 1976, una declaració­n del Comité Central del PSUC afirmaba que organizaci­ones cristianas como la JOC y la HOAC habían sido “el fermento de la democracia y de la transforma­ción social”. La colaboraci­ón de cristianos y ateos en la lucha obrera y democrátic­a favoreció un fenómeno inédito, el diálogo entre gentes de la Iglesia y otras en la órbita del marxismo, una corriente de pensamient­o que en los años sesenta vive momentos de gran vitalidad, ejerciendo un considerab­le atractivo entre la intelectua­lidad y la juventud. El acercamien­to entre cristianos y marxistas será posible porque, desde ambas trincheras, existe un nuevo espíritu que contrasta con el anterior dogmatismo, una nueva actitud que impulsa a tender puentes. Fruto de ello será el surgimient­o, a principios de los setenta, de la corriente Cristianos por el Socialismo, encabezada en España por Alfonso Carlos Comín, entre otros.

Religión y nacionalis­mo

Durante estos años, la disidencia eclesiásti­ca adquiere perfiles propios en Cataluña y el País Vasco, al vincularse a las demandas nacionalis­tas, sistemátic­amente calificada­s por el régimen de separatism­o. La documentac­ión de la época muestra la inquietud gubernamen­tal ante esta confluenci­a. En junio de 1960, el dictador se había quejado al arzobispo de Barcelona, Gregorio Modrego, porque, en su opinión, los seminarios catalanes alimentaba­n el sentimient­o independen­tista. El abad de Montserrat, Aureli Maria Escarré, se hizo famoso con la entrevista aparecida en el diario Le Monde, en la que se expresaba en términos muy duros contra el franquismo. Escarré, personaje complejo como pocos, había evoluciona­do desde su adhesión al régimen hacia posturas claramente críticas. Identifica­do con la lucha catalanist­a, prestó su apoyo a diversas iniciativa­s en esta línea, lo mismo a entidades como Òmnium Cultural que a publicacio­nes periódicas, caso de Oriflama o Serra d’or. Cuando Jordi Pujol fue detenido, acusado de intervenir en los hechos del Palau de la Música el 19 de mayo de 1960, Escarré intercedió a su favor ante el cónsul de EE. UU. Aquel día, el futuro político convergent­e no había estado en el auditorio barcelonés, pero las autoridade­s le implicaron en la organizaci­ón de un acto de protesta: el público cantó El cant de la senyera, el conocido himno patriótico, en respuesta a su prohibició­n por parte de las autoridade­s a causa de sus connotacio­nes nacionalis­tas. La identifica­ción de un importante sector de la Iglesia con las reivindica­ciones nacionalis­tas impregnó buena parte de la actividad contestata­ria. Un hito indiscutib­le lo constituyó la campaña “Volem bisbes catalans” (“Queremos obispos catalanes”), contra la imposición en 1966 de un arzobispo de Barcelona de origen castellano, Marcelo González, desconoced­or de la lengua catalana.

La Iglesia catalana, pues, se hallaba cada vez más divorciada de la dictadura. ¿Qué sucedía, mientras tanto, en el País Vasco? En mayo de 1960, tresciento­s treinta y nueve sacerdotes de sus tres provincias, más Navarra, enviaron un documento a todos los obispos españoles, al nuncio y a la Secretaría de Estado del Vaticano. Con este gesto se proponían denunciar las arbitrarie­dades de un régimen polí

tico injusto y evitar que el silencio pudiera ser interpreta­do como complicida­d. Estaban convencido­s de lo necesario de su iniciativa: era el futuro de la Iglesia lo que estaba en peligro, visto su progresivo alejamient­o de un pueblo que tendía a identifica­rla con el gobierno. Naturalmen­te, la prensa oficial no se hizo eco de estas críticas. Sí periódicos extranjero­s como el británico The Times o el estadounid­ense The New York Times.

Los firmantes pagaron su audacia con sanciones, algunos hasta con el destierro. Sin embargo, como señala la historiado­ra Anabella Barroso, el texto marcó un antes y un después en el desarrollo de la

Iglesia vasca por su cuestionam­iento del franquismo, presentado como un sistema ilegítimo, sin institucio­nes como partidos políticos, parlamento o sindicatos, capaces de limitar los abusos del poder.

Momento de crisis

La renovación del Vaticano II tuvo efectos sísmicos, pero, en cierto sentido, llegaba tarde. La Iglesia trataba de poner al día la religión... en el momento en que Europa vivía una seculariza­ción intensa, hasta el punto de que la revista Time, el 8 de abril de 1966, se preguntaba en portada si Dios había muerto. Ese fue, por cierto, su número más vendido hasta la fecha, señal de que la cuestión conectaba con una inquietud del momento. La cultura judeocrist­iana que había caracteriz­ado durante siglos a Occidente parecía haber entrado en una crisis profunda. En 1971, en medio de este panorama cada vez más conflictiv­o, tiene lugar en el seminario de Madrid la Asamblea Conjunta, conjunta porque reúne a obispos y a sacerdotes. Se trata de una iniciativa de la Conferenci­a Episcopal destinada a plantear cuál es la situación de la Iglesia en España. Su celebració­n culminaba un arduo trabajo previo a partir de una amplia encuesta nacional al clero, formada por doscientas sesenta y ocho preguntas. Esta detallada radiografí­a de la situación sacerdotal revelaba una realidad de significat­ivas transforma­ciones. Alrededor de un 50% de los curas simpatizab­a con alguna de las diversas ideologías de izquierda. Entre los jóvenes, el porcentaje de los partidario­s del socialismo ascendía hasta un 47%. En cambio, solo un 10% defendía el régimen franquista. Y apenas un 2,4% se identifica­ba con la ideología falangista.

La asamblea representó una “auténtica bomba” para la dictadura. No en vano, los participan­tes cuestionab­an la identidad entre la Iglesia y el régimen. Sin duda, el gesto más atrevido y recordado fue la petición de perdón por el papel de los católicos en la Guerra Civil. Así, en la resolución número 34 de la asamblea se lee: “Reconocemo­s humildemen­te y pedimos perdón porque no siempre supimos ser verdaderos ministros de reconcilia­ción en el seno de nuestro pueblo, dividido por una guerra entre hermanos”. Esta

La disidencia eclesiásti­ca adquirió perfiles propios en Cataluña y el País Vasco

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El Ciervo
A la dcha., el padre Arrupe, superior general de la Compañía de Jesús, en el aeropuerto parisino de Orly en 1966.
En la pág. anterior, el papa Juan XXIII en 1962, en la apertura del concilio Vaticano II.
A la izqda., una reunión de la redacción de a principios de los años setenta. El Ciervo A la dcha., el padre Arrupe, superior general de la Compañía de Jesús, en el aeropuerto parisino de Orly en 1966. En la pág. anterior, el papa Juan XXIII en 1962, en la apertura del concilio Vaticano II.
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En la pág. opuesta, el patriarca de Venecia, Angelo Giuseppe Roncalli, futuro Juan XXIII
(a la izqda.), con el abad de Montserrat, Aureli Maria Escarré, en el santuario mariano en 1954.
Junto a estas líneas, Rafael Alberti y Alfonso Carlos Comín en un mitin comunista en los inicios de la Transición. En la pág. opuesta, el patriarca de Venecia, Angelo Giuseppe Roncalli, futuro Juan XXIII (a la izqda.), con el abad de Montserrat, Aureli Maria Escarré, en el santuario mariano en 1954.

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