“Con el Vaticano II, la Iglesia descubrió la tradición bíblica que se había olvidado”
Los cristianos progresistas suelen presentar el Concilio Vaticano II como una revolución. Otros, como Manlio Graziano, experto en geopolítica de las religiones, cuestionan la amplitud del cambio. ¿Quién está más cerca de la verdad?
Creo que la verdad se encuentra en el justo medio. En la historia de la Iglesia, los concilios son, más que una meta a la que llegar, el punto de inicio. El Vaticano II aprobó documentos trascendentales sobre la Iglesia y el papel de esta en el mundo. Pero hay que recordar que se aprobaron a través de largos e intensos debates, como un acuerdo de mínimos entre una tendencia progresista mayoritaria y una minoría más reacia a los cambios. Y no quisiera dejar de lado un aspecto esencial: al abrir las ventanas al mundo para recibir aire fresco, tal y como había pedido Juan XXIII, la Iglesia descubrió la tradición bíblica que se había olvidado durante siglos. ¿Cómo influyó la Santa Sede en la evolución del franquismo, a partir de los años sesenta?
La Iglesia se va a convertir, en aquellos años, en lo que podríamos llamar un poder blando dentro de la comunidad internacional. El concilio fue el acta de defunción del nacionalcatolicismo como idea y como proyecto político, por lo que no cabe exagerar su efecto en aquellos años en la España franquista. La defensa de los derechos humanos y políticos, la libertad religiosa o el pluralismo no encajaban con los postulados del régimen. Y la Iglesia comenzó a despegarse del franquismo. Primero, a través de los católicos de a pie (destacaría la crisis de la Acción Católica de 1966) y, posteriormente, gracias a la labor de unos cuantos obispos, entre los que destaca Tarancón, que hicieron autocrítica del pasado eclesial. En la derecha hubo quien no podía aceptar este cambio de la Iglesia, y en la izquierda quien pensó que el proceso no estaba siendo lo suficientemente radical. ¿Por qué una ola tan grande de secularizaciones en el clero católico, tan poco después del Vaticano II? Todavía no hemos hecho un estudio profundo sobre esta cuestión trascendental. En poco más de una década, el número de seminaristas en el País Vasco descendió ¡en un 89%! En España, los datos son tan exagerados por el contexto propio de cristiandad en el que se vivía. Las secularizaciones fueron el efecto más llamativo de lo que Denis Pelletier ha llamado la “crisis católica” para el caso francés, pero que debemos extrapolar a toda Europa. ¿A qué se debe? Destacaría dos fenómenos entrelazados: la politización del clero y el desencanto personal. Ellos mismos lo explicaban en las encuestas que les hicieron en aquellos años. En algunas diócesis, casi la mitad de los sacerdotes no aceptaban la forma institucionalizada de ser sacerdote y existía un elevado índice de insatisfacción. No es extraño, especialmente entre los más jóvenes, que la secularización fuera la única salida.
El régimen franquista presumía de católico, pero, al final, alentó el nacimiento de un anticlericalismo de derecha. ¿Cómo es posible? Habría que ver qué entendemos por anticlericalismo. Esa caracterización de la época me parece excesiva. Los enfrentamientos entre algunos miembros de la jerarquía con responsables del régimen fueron una constante desde la Guerra Civil. Una parte del búnker franquista entendía que algunos obispos, y la propia Santa Sede, querían acabar con el régimen y, por supuesto, no lo podían consentir.
Joseba Louzao Villar es doctor en Historia Contemporánea, profesor en la Escuela Universitaria Cardenal Cisneros y coautor de La restauración social católica en el primer franquismo, 1939-1953 (UAH, 2015).
Para unos se había ido demasiado lejos; para otros, no se avanzaba lo suficiente
propuesta, sin embargo, no llegó a hacerse oficial porque no alcanzó, por un margen muy estrecho, apenas tres votos, la mayoría de dos tercios requerida. En muy poco tiempo, las reformas han suscitado unas formidables expectativas de cambio dentro de la Iglesia. Por eso mismo, la desilusión será mayor cuando los obispos, aliados del régimen, se pronuncien por una aplicación restrictiva del Vaticano II. Tal vez, en la raíz de las desmesuradas esperanzas de los creyentes de izquierda, lo que se encuentre sea un malentendido acerca de la naturaleza del concilio. De hecho, su impacto, desde una óptica progresista, se interpreta en términos rupturistas, como si se tratase de una revolución respecto a los últimos siglos de la Iglesia. Los católicos españoles, igual que los del resto del mundo, tienden a sobrevalorar los elementos de ruptura, sin prestar atención a los de continuidad. Ello implica desconocer que muchas de las decisiones tomadas en Roma obedecieron a un consenso entre el sector más aperturista y el más tradicional, de forma que se creó una situación ambigua que no satisfizo por completo a nadie. Para unos se había ido demasiado lejos; para otros, no se avanzaba lo suficiente. Tras la muerte de Franco en 1975, dos prelados escenificaron la división de la Iglesia. Tarancón, en su homilía con motivo de la coronación de Juan Carlos I, lanzó un mensaje de esperanza y conciliación. Afirmó que la Iglesia no patrocinaba ninguna ideología política ni reclamaba privilegios. El nuevo monarca tenía que serlo de todos los españoles. En cambio, el arzobispo de Toledo, Marcelo González, presentó al dictador durante su funeral como un servidor de la civilización cristiana. Tres años después, la posición de ambos cardenales volvería a ser opuesta con motivo del debate sobre la Constitución. Si el primero declaró que no se podían plantear objeciones religiosas a la Carta Magna, el segundo lamentó que su texto no mencionara a Dios o que abriera las puertas al divorcio. Esta última postura, sin embargo, era minoritaria. España, durante la Transición, no iba a sufrir un problema religioso como en tiempos de la Segunda República. La apertura de los católicos y el fin del anticlericalismo violento facilitaron mucho la modernización del país. ●