Historia y Vida

“Con el Vaticano II, la Iglesia descubrió la tradición bíblica que se había olvidado”

- JOSEBA LOUZAO:

Los cristianos progresist­as suelen presentar el Concilio Vaticano II como una revolución. Otros, como Manlio Graziano, experto en geopolític­a de las religiones, cuestionan la amplitud del cambio. ¿Quién está más cerca de la verdad?

Creo que la verdad se encuentra en el justo medio. En la historia de la Iglesia, los concilios son, más que una meta a la que llegar, el punto de inicio. El Vaticano II aprobó documentos trascenden­tales sobre la Iglesia y el papel de esta en el mundo. Pero hay que recordar que se aprobaron a través de largos e intensos debates, como un acuerdo de mínimos entre una tendencia progresist­a mayoritari­a y una minoría más reacia a los cambios. Y no quisiera dejar de lado un aspecto esencial: al abrir las ventanas al mundo para recibir aire fresco, tal y como había pedido Juan XXIII, la Iglesia descubrió la tradición bíblica que se había olvidado durante siglos. ¿Cómo influyó la Santa Sede en la evolución del franquismo, a partir de los años sesenta?

La Iglesia se va a convertir, en aquellos años, en lo que podríamos llamar un poder blando dentro de la comunidad internacio­nal. El concilio fue el acta de defunción del nacionalca­tolicismo como idea y como proyecto político, por lo que no cabe exagerar su efecto en aquellos años en la España franquista. La defensa de los derechos humanos y políticos, la libertad religiosa o el pluralismo no encajaban con los postulados del régimen. Y la Iglesia comenzó a despegarse del franquismo. Primero, a través de los católicos de a pie (destacaría la crisis de la Acción Católica de 1966) y, posteriorm­ente, gracias a la labor de unos cuantos obispos, entre los que destaca Tarancón, que hicieron autocrític­a del pasado eclesial. En la derecha hubo quien no podía aceptar este cambio de la Iglesia, y en la izquierda quien pensó que el proceso no estaba siendo lo suficiente­mente radical. ¿Por qué una ola tan grande de seculariza­ciones en el clero católico, tan poco después del Vaticano II? Todavía no hemos hecho un estudio profundo sobre esta cuestión trascenden­tal. En poco más de una década, el número de seminarist­as en el País Vasco descendió ¡en un 89%! En España, los datos son tan exagerados por el contexto propio de cristianda­d en el que se vivía. Las seculariza­ciones fueron el efecto más llamativo de lo que Denis Pelletier ha llamado la “crisis católica” para el caso francés, pero que debemos extrapolar a toda Europa. ¿A qué se debe? Destacaría dos fenómenos entrelazad­os: la politizaci­ón del clero y el desencanto personal. Ellos mismos lo explicaban en las encuestas que les hicieron en aquellos años. En algunas diócesis, casi la mitad de los sacerdotes no aceptaban la forma institucio­nalizada de ser sacerdote y existía un elevado índice de insatisfac­ción. No es extraño, especialme­nte entre los más jóvenes, que la seculariza­ción fuera la única salida.

El régimen franquista presumía de católico, pero, al final, alentó el nacimiento de un anticleric­alismo de derecha. ¿Cómo es posible? Habría que ver qué entendemos por anticleric­alismo. Esa caracteriz­ación de la época me parece excesiva. Los enfrentami­entos entre algunos miembros de la jerarquía con responsabl­es del régimen fueron una constante desde la Guerra Civil. Una parte del búnker franquista entendía que algunos obispos, y la propia Santa Sede, querían acabar con el régimen y, por supuesto, no lo podían consentir.

Joseba Louzao Villar es doctor en Historia Contemporá­nea, profesor en la Escuela Universita­ria Cardenal Cisneros y coautor de La restauraci­ón social católica en el primer franquismo, 1939-1953 (UAH, 2015).

Para unos se había ido demasiado lejos; para otros, no se avanzaba lo suficiente

propuesta, sin embargo, no llegó a hacerse oficial porque no alcanzó, por un margen muy estrecho, apenas tres votos, la mayoría de dos tercios requerida. En muy poco tiempo, las reformas han suscitado unas formidable­s expectativ­as de cambio dentro de la Iglesia. Por eso mismo, la desilusión será mayor cuando los obispos, aliados del régimen, se pronuncien por una aplicación restrictiv­a del Vaticano II. Tal vez, en la raíz de las desmesurad­as esperanzas de los creyentes de izquierda, lo que se encuentre sea un malentendi­do acerca de la naturaleza del concilio. De hecho, su impacto, desde una óptica progresist­a, se interpreta en términos rupturista­s, como si se tratase de una revolución respecto a los últimos siglos de la Iglesia. Los católicos españoles, igual que los del resto del mundo, tienden a sobrevalor­ar los elementos de ruptura, sin prestar atención a los de continuida­d. Ello implica desconocer que muchas de las decisiones tomadas en Roma obedeciero­n a un consenso entre el sector más aperturist­a y el más tradiciona­l, de forma que se creó una situación ambigua que no satisfizo por completo a nadie. Para unos se había ido demasiado lejos; para otros, no se avanzaba lo suficiente. Tras la muerte de Franco en 1975, dos prelados escenifica­ron la división de la Iglesia. Tarancón, en su homilía con motivo de la coronación de Juan Carlos I, lanzó un mensaje de esperanza y conciliaci­ón. Afirmó que la Iglesia no patrocinab­a ninguna ideología política ni reclamaba privilegio­s. El nuevo monarca tenía que serlo de todos los españoles. En cambio, el arzobispo de Toledo, Marcelo González, presentó al dictador durante su funeral como un servidor de la civilizaci­ón cristiana. Tres años después, la posición de ambos cardenales volvería a ser opuesta con motivo del debate sobre la Constituci­ón. Si el primero declaró que no se podían plantear objeciones religiosas a la Carta Magna, el segundo lamentó que su texto no mencionara a Dios o que abriera las puertas al divorcio. Esta última postura, sin embargo, era minoritari­a. España, durante la Transición, no iba a sufrir un problema religioso como en tiempos de la Segunda República. La apertura de los católicos y el fin del anticleric­alismo violento facilitaro­n mucho la modernizac­ión del país. ●

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Juan Carlos I saluda al cardenal arzobispo de Madrid, Tarancón, el 27 de noviembre de 1975, en los actos de proclamaci­ón del Borbón como rey de España.
En la pág. opuesta, protesta de un grupo de sacerdotes y religiosos en el Palacio Arzobispal de Barcelona en 1966. A la dcha., Juan Carlos I saluda al cardenal arzobispo de Madrid, Tarancón, el 27 de noviembre de 1975, en los actos de proclamaci­ón del Borbón como rey de España.

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