Las “trampas” de la familia Kennedy
La dinastía de origen irlandés ha perpetuado su influencia política gracias a su fortuna
En 1960, Nixon acabó
convencido de que Kennedy le había robado las elecciones. Es cierto que el resultado fue muy estrecho en los estados de Illinois y Texas y que, de haber ganado allí, habría vencido. No obstante, y pese a los persistentes rumores de que los demócratas cometieron fraude en esos dos estados, las investigaciones más serias han sido incapaces de demostrarlo.
No es extraño que Nixon
albergara
sospechas, porque los Kennedy tenían fama de usar electoralmente su fortuna. Cuando el futuro presidente Kennedy se presentó por primera vez al Congreso, uno de sus rivales se llamaba Joseph Russo. El patriarca Joe Kennedy (abajo con su hijo) buscó a otra persona con el mismo nombre y le pagó para que se presentara. Así, en la papeleta aparecieron dos Joseph Russo y se dividió el voto del candidato “real”.
Los Kennedy han sido
siempre una maquinaria electoral implacable. Desde la elección en 1946 de los dos Joseph Russo, ningún Kennedy había perdido una elección en Massachusetts. La racha se ha roto, finalmente, este 2020. Joseph P. Kennedy III, que aspiraba a ser senador por el mismo estado que representaron su padre y dos de sus tíos abuelos, ha salido derrotado.
llegado a más del 90%. Es ese año cuando asesinan a Kennedy, y Lyndon Johnson se convierte por sorpresa en presidente. Es él quien va a llevar las campañas salvajes a la era de la televisión. Johnson se enfrentaba en 1964 al senador republicano Barry Goldwater, un candidato muy conservador, pero al que el presidente tachó directamente de loco.
Aprovechándose de que Goldwater era algo menos restrictivo con el uso de armas nucleares, la campaña demócrata lo retrata como un tipo inestable al que no se puede confiar el control del arsenal atómico de EE. UU. Así nace el spot político más devastador de la historia.
El 7 de septiembre, dos meses antes de las elecciones, una niña de tres años aparece en la televisión deshojando una margarita. La cámara hace zoom en sus ojos y se escucha una cuenta atrás, que acaba con una explosión nuclear. El narrador, que ni menciona al candidato Goldwater, dice: “Esto es lo que está en juego, hacer un mundo en el que todos los hijos de Dios puedan vivir o precipitarnos a la oscuridad. Debemos amarnos los unos a los otros o morir. Vote por el presidente Johnson el tres de noviembre, lo que está en juego es demasiado para quedarse en casa”. El anuncio de la margarita solo se emite una vez, pero su impacto es enorme. Goldwater, que lleva once años en el Senado y es general de las Fuerzas Aéreas, se ve sometido a un debate sobre si está lo suficientemente cuerdo para el cargo. La campaña de Johnson tiene un equipo dedicado a escribir cartas a los principales columnistas, haciéndose pasar por ciudadanos aterrados ante la posibilidad de que el republicano gane. Una revista llega a hacer una encuesta entre más de doce mil psiquiatras en la que les pide que evalúen si Goldwater “es psicológicamente apto para ser presidente”. El colegio de psiquiatras estadounidense puso el grito en el cielo, pero Johnson arrasó en las elecciones.
En la campaña de 1964, Goldwater fue tachado de loco por Johnson
De todos los
rumores que se han hecho correr para desacreditar a un candidato presidencial, ninguno ha sido tan habitual como decir que era homosexual o poner en duda su salud mental. Un siglo antes de que Lyndon Johnson atacara la cordura de Barry Goldwater, los adversarios del presidente James Buchanan decían que su forma de doblar el cuello era resultado de un intento de suicidio, cuando en realidad era una parálisis congénita. En 1896, el New York Times llegó a publicar un artículo en el que se atribuían al candidato demócrata William Jennings Bryan megalomanía y delirios de grandeza.
La política estadounidense
todavía no ha superado los estigmas asociados a la salud mental. En 1972, el candidato demócrata George Mcgovern (abajo en el centro) escogió como vicepresidente al senador Thomas Eagleton (a la izqda.), pero este renunció, después de solo dieciocho días, tras filtrarse que había sido hospitalizado en tres ocasiones por depresión y que había recibido tratamiento con electrochoques.
Aunque al principio Mcgovern
le apoyó “al 1.000%”, no tardó en pedirle que se apartara. En un interesante giro del destino, Nixon destrozó al candidato demócrata con el peor resultado de la historia, mientras que los votantes de Misuri dieron su confianza al senador Eagleton en dos elecciones más.
No fue la única jugarreta del presidente demócrata, que puso espías en la campaña de Goldwater y promocionó libros para niños en los que los pequeños podían colorear al candidato republicano vestido con una túnica del Ku Klux Klan. Sin embargo, solo cuatro años después, el propio Johnson iba a asistir a una de las jugadas más sucias y peligrosas de la historia política de EE. UU. Su autor fue el reaparecido Richard Nixon. En 1968, Lyndon Johnson ha decidido no presentarse a la reelección. El país está desangrándose en Vietnam: quince mil militares estadounidenses mueren allí ese año, y en casa la división social es enorme. Por todo EE. UU. se suceden manifestaciones antibélicas y desórdenes públicos, que se juntan con los disturbios que suceden al asesinato de Martin Luther King y a la depresión general tras el atentado mortal contra Robert Kennedy, el hermano del presidente muerto que también quería llegar a la Casa Blanca. Este caos es el caldo de cultivo perfecto para la campaña de “Ley y orden” que propone Nixon. Pero el republicano sabe que su rival demócrata, Hubert Humphrey, puede darle un susto si el gobierno de Johnson logra un acuerdo de paz en Vietnam. Nixon ve que la victoria se le puede escapar cuando, cuatro días antes de las elecciones, se anuncia un principio de acuerdo. El republicano reacciona rápidamente y, a espaldas del gobierno estadounidense, convence al presidente de Vietnam del Sur de que se levante de la mesa de negociación. A solo dos días de que los estadounidenses voten, la paz se viene abajo. Johnson, que tiene en su poder las grabaciones de las llamadas del equipo de Nixon con los survietnamitas, le comunica que negociar con el enemigo en tiempos de guerra es un delito de traición. Él se hace el sueco y Johnson decide no hacerlo público, pero la jugada le sale bien al candidato republicano y gana las elecciones por un margen muy estrecho. Lamentablemente, debido a la maniobra de Nixon, la guerra en Vietnam sigue, y veinte mil estadounidenses más (y un número incontable de vietnamitas) morirán antes de que llegue la paz. Tras el éxito de su jugada, Nixon vuelve a tirar de trucos sucios para lograr su
reelección en 1972. Crea un equipo de “fontaneros” que empieza a actuar en las primarias demócratas para perjudicar al candidato que consideran más fuerte, el senador Edmund Muskie. En New Hampshire, se dedican a llamar a votantes a altas horas de la noche simulando ser partidarios maleducados del candidato demócrata. Para darle un toque racista a toda la operación, los que llaman fingen ser afroamericanos, y dicen a sus víctimas que la campaña de
Muskie los ha traído desde el barrio de Harlem, en Nueva York.
Los “fontaneros” también envían al principal periódico del estado una carta con una jugosa historia sobre Edmund Muskie: que se ha reído con un insulto racista ofensivo para muchos votantes de New Hampshire. La historia era falsa, pero enfadó muchísimo al candidato, provocó un durísimo enfrentamiento con el periódico, y acabó por hacerle perder las primarias demócratas. Un éxito que envalentonó al equipo clandestino de Nixon y los llevó a cometer un error de terribles consecuencias.
Ese mismo grupo de agentes es el que diseña la operación en el hotel Watergate cinco meses antes de las elecciones de 1972. Una noche de junio, algunos de los “fontaneros” de Nixon son detenidos mientras intentan poner micrófonos en la sede del Partido Demócrata. Aunque el presidente se desvincula de la acción y gana las elecciones con rotundidad, dos años después tiene que dimitir, ante la evidencia de que va a ser declarado culpable y destituido en un juicio por impeachment. Con la marcha de Nixon termina la era más salvaje de las tretas electorales, pero empieza otra etapa en la que las campañas se vuelven algo más sutiles.
Los hombres de Nixon planearon espiar al Partido Demócrata con micrófonos
Zancadillas, robos y rumores
Desde los setenta no se ha vuelto a pillar a ningún comando colocando micrófonos en la oficina del rival, pero las campañas han seguido usando trucos sucios que bordean la legalidad o directamente la infringen. En 1980, unos días antes del esperado debate televisado entre Jimmy Carter y el aspirante Ronald Reagan, una “mano amiga” roba de la Casa Blanca los documentos con los que el entonces presidente estaba preparando el cara a cara y se los entrega a la campaña rival. Unos días después, Reagan venció claramente en el debate, y Carter siempre ha creído que fue por ese espionaje. Dos semanas después, perdió las elecciones y la presidencia.
Tanto el Departamento de Justicia como el Congreso investigaron el robo, pero no hallaron al culpable. Se sabe que el día 23 de septiembre, en la Casa Blanca, alguien hizo varias copias de los documentos y que, un par de días después, el equipo de Reagan recibió un extraño paquete. Ese mismo día, un conocido activista demócrata con acceso a la Casa Blanca, Paul Corbin, los visitó para verse con el jefe de campaña y recibir un cheque de mil quinientos dólares. Ese jefe de campaña era William Casey, el hombre que, tras la victoria republicana, se convertiría en director de la CIA. El presidente George H. W. Bush también fue director de la CIA. A tres meses de las elecciones de 1988, las encuestas decían que el entonces vicepresidente de Reagan estaba a nada menos que diecisiete puntos de su rival demócrata, el gobernador de Massachusetts Michael Dukakis. Cuando todo parecía perdido para los republicanos, la campaña de Bush encontró un arma secreta: un afroamericano de treinta y siete años años llamado William Horton.
Horton era un asesino. Le habían condenado a cadena perpetua siendo muy joven por la muerte de un empleado de gasolinera a cuchilladas durante un atraco. Años después disfrutó de una decena de permisos de fin de semana, pero se escapó durante el último de ellos. Se coló en casa de una pareja, a él lo torturó y a ella la violó en repetidas ocasiones. El crimen tenía una vertiente política clara. ¿Cómo era posible que un asesino convicto disfrutara de permisos de fin de semana? Se había beneficiado de un programa creado por un gobernador republicano, pero ahora el cargo lo ocupaba Dukakis.
Los programas de permisos penitenciarios eran, por lo general, muy exitosos. Reagan había tenido uno excepcionalmente generoso como gobernador de California, y se había negado a suspenderlo después
El anuncio televisado culpaba a Dukakis de los crímenes de Horton
de que dos escapados cometieran asesinatos. El propio Bush sabía que el gobierno del que era vicepresidente tenía uno similar para sus prisiones. Sin embargo, su jefe de campaña, Lee Atwater, intuía que había encontrado algo que podía cambiar el destino de la elección: “Cuando acabemos con esto, se van a estar preguntando si Willie Horton es el candidato a la vicepresidencia de Dukakis”. En un anuncio televisado que ha pasado a la historia, un grupo supuestamente independiente narraba los crímenes de Horton culpando directamente a Dukakis. El spot se emitió poco, pero todos los medios lo comentaron. En él se usaban fotos amenazantes de Horton y fue inmediatamente denunciado como racista: la propia campaña de Bush pidió formalmente su retirada, aunque publicó otro
en el que se veía a criminales saliendo de prisión por una puerta giratoria. Bush nunca mostró arrepentimiento, pero su jefe de campaña sí se disculpó con Dukakis antes de morir años después. El segundo Bush en llegar a la presidencia, George W. Bush, tampoco tuvo mucho reparo en seguir la tradición familiar y excitar los prejuicios racistas de algunos electores. En 2000, cuando se la jugaba en las primarias republicanas frente a John Mccain, su campaña impulsó un rumor perjudicial contra su rival. Con el pretexto de realizar una encuesta, llamaban a los domicilios y preguntaban: “¿Sería más o menos probable que votara usted a John Mccain... si supiera que tiene una hija ilegítima negra?”. Mccain, por supuesto, tenía una hija negra de nueve años con la que había hecho campaña, pero no era ilegítima. Su esposa y él la habían adoptado en Bangladesh. No está claro el efecto que tuvo el rumor en un estado con una larguísima historia de racismo, pero su victoria allí se daba por segura y, finalmente, George Bush ganó el estado y las primarias. En su campaña se dijo que él no tenía nada que ver con la encuesta ni con la oleada de rumores que cuestionaban la salud mental de Mccain o que acusaban a su esposa de drogadicción.
Bush repitió la jugada en las elecciones generales, aliándose con un opaco y bien financiado grupo que se dedicó a sembrar dudas sobre la carrera militar del demócrata John Kerry. Un informe de la Marina confirmó que sus condecoraciones eran legítimas, pero el daño ya estaba hecho. Después de más de dos siglos eligiendo presidentes, Estados Unidos todavía no ha encontrado el modo de poner sus comicios a salvo de insultos, calumnias y trucos sucios. Tal vez, simplemente, no se puede. ●