La batalla por el relato
Dos lienzos son un buen reflejo de la trayectoria de Napoleón Bonaparte. El retrato ecuestre realizado por JacquesLouis David muestra al general victorioso cruzando los Alpes a lomos de su caballo. Pero la gloria tuvo su reverso, plasmado por el paisajista Franz Josef Sandmann en Napoleón en la isla de Santa Elena. Del fulgurante ascenso al abandono del destierro. La cara y la cruz de un personaje que sigue siendo objeto de controversia doscientos años después de su muerte. Estadista de referencia para unos, sanguinario sin escrúpulos para otros, la valoración de la figura del Gran Corso requiere un prisma poliédrico para observar la multitud de facetas, tanto civiles como militares, en las que se empleó, y que le alejan de un juicio simple. Encarnó la quintaesencia del poder, fue el amo de Europa, burló el primer exilio y murió en una tierra perdida, a la que le condujeron los británicos tras la derrota en Waterloo, el golpe definitivo al imperio napoleónico. Aquel hombre ambicioso, voraz en sus instintos, gran estratega y genial propagandista, había agotado su tiempo en la historia. Tan solo le restaba librar la batalla por el relato. Con referentes como Alejandro Magno y Julio César, el emperador se dedicó a construir su posteridad. Y lo hizo en Santa Elena, una isla “vergonzosa, una cárcel”, según sus palabras, en la que estuvo confinado hasta el final de sus días. Allí compartió sus reflexiones con Las Cases, su memorialista, y sentó las bases del bonapartismo. Tras su muerte, nació el mito, alimentado por una ingente literatura en torno a su figura. Admirado o detestado, Napoleón no deja indiferente. Dos siglos después, la sombra del águila sigue planeando. ●