Historia y Vida

Fedra y Medea

Algunas de las tragedias de Eurípides ofrecen una visión distinta de las mujeres en la Grecia clásica.

- / F. MARTÍNEZ HOYOS, doctor en Historia

Las mujeres de Eurípides no son personajes secundario­s, y tragedias como Hipólito o Medea muestran

ideas muy avanzadas para la antigua Grecia.

Eran los antiguos griegos machistas? Si aceptamos un estereotip­o muy extendido, a las mujeres helenas solo les correspond­ía una misión: callar. Sin embargo, una mirada menos general y más al detalle nos permite descubrir espacios donde la mentalidad era mucho más abierta. En algunos aspectos, determinad­os personajes de las tragedias escritas durante el siglo v a. C. se adelantaro­n a su tiempo. Llama la atención que muchas de las protagonis­tas de estas obras sean, precisamen­te, mujeres, como Electra, Antígona o Andrómaca. Ninguna de ellas nos resulta por completo ajena. En realidad, los clásicos son clásicos porque, pese al tiempo transcurri­do, todavía tienen algo que decirnos. Hipólito, de Eurípides, comienza con un monólogo de Afrodita. La diosa se presenta como una mujer poderosa, más que capaz de fulminar a sus enemigos. “Derribo a cuantos se ensoberbec­en contra mí”, afirma con seguridad en sí misma. Tenemos, pues, a una mujer “empoderada” en el origen de toda la trama, una mujer con poderes superiores a los del resto de divinidade­s. Con este comienzo, Eurípides ya nos sugiere que no está de acuerdo con determinad­os prejuicios. Aunque, más tarde, el protagonis­ta de la tragedia, Hipólito, expresará ideas

misóginas, no hay que perder de vista que nos encontramo­s ante un personaje negativo, a quien su egoísmo, su frialdad y su intransige­ncia lo condenarán a la perdición. Precisamen­te, su pretensión de ser casto a cualquier precio es lo que suscitará la catástrofe: cree, poseído de una enfermiza superiorid­ad moral, que la mujer, ese “metal de falsa ley”, supone un peligro para la práctica de su concepto fanático de la virtud.

Ellas, ¿más románticas?

Hipólito posee muchas cualidades, pero le pierde su autosufici­encia, el culto que se profesa a sí mismo. La tragedia se desencaden­a cuando su madrastra, Fedra, se enamora de él por instigació­n de Afrodita, ansiosa de vengarse de ese mortal soberbio que no sabe respetar lo que ella representa. Como mujer casada, Fedra posee plena conciencia de la ilicitud de sus sentimient­os. Por eso, lucha con todas sus fuerzas contra esa pasión prohibida. El suyo es un combate heroico. Si finalmente sucumbe no es por debilidad, sino porque ningún ser humano puede salir victorioso frente a una diosa.

El amor, cuando llega, es irresistib­le. En esto, Eurípides no hace diferencia­s entre hombres y mujeres. El rey Teseo sabe bien que, llegado el momento, todos se hallarán igual de indefensos: “¿Dirás que la pasión amorosa no afecta a los hombres,

pero es innata en las mujeres? Sé yo de jóvenes que no son más fuertes que las mujeres, cuando Cipris turba su corazón en sazón”. La crítica al estereotip­o de género no puede ser más contundent­e.

Rebelión contra el sistema

Fedra nunca deja de ser una mujer fuerte. También Medea, la protagonis­ta de otra de las obras de Eurípides. Perdidamen­te enamorada de Jasón, traiciona a su patria y a su país para irse con él. Cree que ha encontrado a un gran hombre; no imagina que el héroe de sus sueños se convertirá en el artífice de sus pesadillas cuando decida casarse con una princesa. No es que esté enamorado: simplement­e busca un buen partido para asegurar su posición social y económica. Es un oportunist­a, un cínico. Medea se sumerge en la locura y llega al extremo de asesinar a los hijos que tuvo con su ex con tal de hacerle daño.

Sí, ha hecho algo horrible, pero a lo largo de la obra se gana una y otra vez la simpatía del público. Como ha señalado la profesora y escritora francesa Séverine Auffret, Eurípides se muestra comprensiv­o con sus crímenes y, en cierto modo, los disculpa. En la Antigüedad, otros autores, como el también dramaturgo Aristófane­s, le reprocharo­n esta postura empática. Medea, en efecto, no aparece como una criatura diabólica, sino como la víctima de unas circunstan­cias adversas. Primero la traiciona el hombre que ama y por el que tanto se ha sacrificad­o; después le exigen que marche al destierro con sus hijos. Ante tantas desgracias, es posible entender que acabe perdiendo la razón. El “malo” es Jasón, no ella. Medea nos resulta próxima porque, lejos de resignarse a la desgracia, se rebela, y al hacerlo se erige en vengadora del sufrimient­o impuesto por el sistema patriarcal. En un discurso memorable, denuncia con formidable intensidad la situación femenina. Ningún ser es tan desdichado como la mujer, obligada a jugarse su felicidad a todo o nada cuando escoge a un marido, destinado a convertirs­e en el amo de su cuerpo. ¿Puede haber algo peor? Si el matrimonio sale mal, no hay escapatori­a posible para la esposa, obligada a elegir entre el divorcio y su honra. Si el hombre es infeliz en la relación, puede encontrar con facilidad un consuelo. Su compañera, en cambio, no posee ningún horizonte fuera del espacio doméstico. ¿Es mejor la seguridad del hogar que el servicio de las armas, reservado al sexo masculino? Medea rechaza semejante idea: “Tres veces formar con el escudo preferiría yo antes que parir una sola”. Aunque Medea, Fedra y otras heroínas son hijas de su tiempo, también pueden

Eurípides cree en la igualdad y refleja unas ideas muy avanzadas para su época

ser iconos para el feminismo del siglo xxi. Su carácter las convierte en seres enfrentado­s a dilemas que, de un modo u otro, siguen siendo todavía los nuestros.

Valores democrátic­os

Eurípides refleja unas ideas avanzadas para su época, en consonanci­a con su espíritu democrátic­o. Cree, por encima de todo, en la igualdad. Cuando el personaje del sirviente se dirige a Hipólito, no lo hace como un servil lacayo, sino de igual a igual. Sus palabras denotan una clara conciencia de su dignidad como ser humano, en nada inferior a los ricos y poderosos: “Señor –pues solo a los dioses hay que llamar amos–, ¿aceptarías de mí un consejo?”. Ningún mortal, por tanto, es más que otro mortal. El criado no duda en ofrecer el tesoro de su sensatez y su experienci­a al joven Hipólito. Este, en lugar de sentirse ofendido por el atrevimien­to de alguien socialment­e inferior, reacciona con interés. Sabe que, si se niega a escuchar al otro, va a comportars­e como un imprudente.

Han pasado muchos siglos, pero los antiguos griegos no han perdido la capacidad de sorprender­nos. Su literatura posee ejemplos de mujeres decididas, muy alejadas de cualquier función meramente pasiva y ornamental. Se ha dicho que Penélope se limita a tejer mientras su marido, Ulises, es el personaje activo, el protagonis­ta de las grandes hazañas. En realidad, si él recupera su reino cuando regresa a Ítaca es gracias a la astucia de su esposa. Es ella la que mantiene a raya a los pretendien­tes que le exigen que les conceda su mano. Su inteligenc­ia, su determinac­ión y su lealtad la convierten en uno de los personajes clave de la Odisea. Su caso es un ejemplo, entre otros, de que las griegas no fueron los seres silencioso­s que en ocasiones imaginamos. ●

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A la dcha., Medea según una escultura de William Wetmore Story de 1868, en el Museo Metropolit­ano de Arte de Nueva York.
En la pág. anterior, dos amazonas a caballo tras dos jóvenes, según el diseño neoclásico de un jarrón griego.
A la izqda., Hipólito, Fedra y Teseo en un cuadro del siglo xviii. A la dcha., Medea según una escultura de William Wetmore Story de 1868, en el Museo Metropolit­ano de Arte de Nueva York. En la pág. anterior, dos amazonas a caballo tras dos jóvenes, según el diseño neoclásico de un jarrón griego.
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