Historia y Vida

Manual del aristócrat­a

El diplomátic­o italiano Baltasar Castiglion­e recetó cultura a los poderosos. Su libro El cortesano, todavía vigente, sentó las bases de la etiqueta hace quinientos años.

- / G. TOCA REY, periodista

Baltasar Castiglion­e provocó a las élites del siglo xvi con su libro El cortesano.

ABaltasar Castiglion­e, el gran diplomátic­o italiano del siglo xvi, no le impresiona­ban ni el poder ni las riquezas. Tampoco se arredró cuando tuvo que disputar con el papa, que era su empleador, o al publicar la guía definitiva que condicionó, durante siglos, el comportami­ento de la clase alta en toda Europa. Les dijo: el dinero y las armas no bastan, señores. Hay que tener cultura. Ser diplomátic­o en la península italiana durante el Renacimien­to podía considerar­se una experienci­a delicada y peligrosa. Es el momento en el que Maquiavelo aspira a reflejar la realidad con El príncipe. Los grandes aristócrat­as se aliaban continuame­nte entre sí para arrebatars­e sus terruños, y no pestañeaba­n si tenían que unir fuerzas con el pontífice o con la penúltima –siempre era la penúltima– potencia extranjera que les invadía. Nada personal, solo negocios. Es verdad que la feroz competenci­a de sus excelencia­s también alimentó el florecimie­nto de las artes. ¡A ver si tus pintores y poetas van a ser mejores que los míos!

Antes de cumplir los treinta, Castiglion­e ya sabía lo importante que era pertenecer al bando vencedor. Había acompañado en 1500 a su pariente, el marqués de Mantua, a la entrada gloriosa en Milán del monarca francés Luis XII, y tres años después hizo lo mismo durante la batalla de Garellano, pero, esta vez, los franceses

aplaudiero­n menos, porque los habían derrotado los españoles. En 1504, Castiglion­e consiguió un traslado al ducado de Urbino, una corte que iba a darle más tiempo para ocuparse de las letras que de las armas. Nunca le terminó de convencer el modelo del caballero francés de la época, que sería, según él, una especie de analfabeto funcional demasiado orgulloso de su espada. No le gustaba mucho Francia como potencia invasora. Para Castiglion­e, Urbino era otra cosa. Urbino se parecía más al paraíso. Allí pudo alternar con el artista inmortal Rafael, que lo retrató más adelante, disfrutó de grandes veladas humanístic­as, firmó algunos poemas y hasta se atrevió a coescribir una obra lírica pastoril, Tirsi,ya participar en ella como actor. El “pastorcito” Castiglion­e. Y en ese bucólico edén contó también con el favor de una mujer excepciona­l, Elisabetta Gonzaga, hoy casi olvidada, no solo por el usual protagonis­mo masculino en la historia, sino porque la eclipsaron las gigantesca­s figuras de su cuñada, Isabel d’este, retratada por Leonardo y Tiziano, y Lucrecia Borgia, dos mecenas legendaria­s con fino e implacable olfato político.

Una mujer extraordin­aria

Elisabetta, duquesa de Urbino, hermana del marqués de Mantua y protectora de Castiglion­e, no se limitó a cultivar el fecundo protagonis­mo de las artes en sus tierras. También renunció a su deseo de ser madre, negándose a romper el matrimonio con un marido que se reveló estéril y frágil. Aunque adoptó a su sobrino, convirtién­dolo en heredero, sabía que la mala salud de su esposo, que murió con solo 36 años, y la falta de hijos eran todo un reclamo para los aristócrat­as y purpurados que codiciaban sus territorio­s. La lista era larga, y los pretendien­tes no se hicieron esperar. Primero fue César Borgia quien ocupó el ducado, y el siguiente en llamar a sus puertas, derribándo­las, fue Lorenzo de Medici. Elisabetta falleció años después, exiliada y relativame­nte pobre, pero Baltasar Castiglion­e nunca la olvidó. Le había dedicado canciones y sonetos, algunos teñidos de un amor respetuosa­mente platónico. Ella, a su vez, no solo le había convertido en embajador de Urbino ante

el papa, sino que encarnaba, para él, a la artífice de uno de los períodos más felices de su vida. Elisabetta quedaría inmortaliz­ada, años más tarde, en la obra que también inmortaliz­aría a Baltasar: El cortesano, el libro que, durante décadas, enseñaría (e impondría) modales a los nobles, a los ricos y a los aspirantes a serlo en toda Europa. También a los franceses. De todos modos, para cuando falleció Elisabetta, en 1526, Castiglion­e ya había tenido tiempo de contraer matrimonio, de ejercer de embajador de Mantua ante el Vaticano, de ser padre de tres niños (nada de amores platónicos esta vez) y hasta de enviudar. Solo habían pasado diez años desde su marcha de Urbino. Eso es vivir deprisa. Como no esperaba casarse de nuevo, se ordenó sacerdote y se incorporó al cuerpo diplomátic­o pontificio, y no tardó en ser enviado como nuncio apostólico a España. No exageramos mucho si decimos que el papa esperaba que el padre Castiglion­e obrara un milagro. Pocos meses después de que el diplomátic­o llegase a Toledo, capital entonces del Imperio español, en 1526, el pontífice Clemente

VII fue a la guerra contra España con la ayuda de Francia, Venecia, Milán y Florencia. Aquello situó al nuncio en un fuego cruzado de recriminac­iones. Era cierto que los ejércitos de Carlos V amenazaban con controlar la península italiana, convirtien­do así en una broma el poder terrenal del Vaticano. Algo había que hacer. Al mismo tiempo, provocar directamen­te a un emperador tan poderoso como Carlos V, aunque estuviera debilitado económicam­ente por sus enfrentami­entos con los franceses, podía transforma­r los peores temores papales en una profecía autocumpli­da.

Con diplomacia

Así fue. La guerra, que terminó apenas tres años después, supuso, entre otras cosas, que las fuerzas españolas, acompañada­s por alemanes e italianos, se amotinaran a las puertas de Roma y decidiesen cobrarse los salarios que les debía un endeudadís­imo Carlos V, saqueando la ciudad en el año 1527.

El 6 de junio, Clemente VII se rindió y acordó pagar un rescate de cuatrocien­tos mil ducados a cambio de su vida. Y por si fuera poco, se vio obligado a ceder parte de sus territorio­s. Castiglion­e contribuyó, probableme­nte, a facilitar el deshielo de las relaciones entre Clemente VII y Carlos V, que pidió perdón por el saqueo de sus soldados amotinados y llegó a vestir luto por las víctimas del expolio. En segundo lugar, el diplomátic­o no se conformó con refutar las acusacione­s papales por no haber avisado a tiempo al pontífice de las intencione­s del emperador, sino que también se atrevió a afearle a su empleador sus vacilacion­es y errores políticos. ¿Iba a tener él también la culpa de que su santidad no siguiera sus consejos?... Y, según parece, su santidad tuvo que desdecirse. Por último, Castiglion­e trató de rebatir en una dura carta a Alfonso de Valdés, que había asegurado en un texto que el saqueo romano era un castigo divino por los pecados del clero, y pidió al inquisidor general, Alonso Manrique de Lara, que destruyese todos los ejemplares. En un giro fascinante, la Inquisició­n se negó, amparando, así, la libre expresión de Valdés, y Castiglion­e acabó su carrera convertido en obispo de Ávila. Un año

El cortesano no evitaba, en absoluto, los asuntos controvert­idos

antes de morir durante una epidemia de peste en Toledo, en 1528, fue cuando publicó El cortesano, el libro que recrea su idílica experienci­a en Urbino y devuelve a la vida a Elisabetta Gonzaga y otros viejos amigos del ducado.

Con osadía

Ese volumen, con una cuidada estructura en forma de diálogo y siguiendo (con matices) la estela de Cicerón, influyó en la etiqueta de las élites europeas durante los siglos siguientes. Y eso que no evitaba los asuntos controvert­idos, en absoluto. Por ejemplo, Castiglion­e, sin ser ni mucho menos un feminista pionero, se atreve a sugerir en pleno siglo xvi que las mujeres pueden tener la misma capacidad que los hombres. Es más, uno de sus personajes cita una relación de grandes mujeres de la Antigüedad (Octavia, esposa de Marco Antonio y hermana de Augusto; Porcia, esposa de Bruto; Cornelia, hija de Escipión...) y de su tiempo, algunas de ellas injustamen­te eclipsadas por sus padres y maridos o enterradas en el polvo de la historia, para intentar demostrarl­o. No todas ellas son ricas y poderosas. Nuestra actual preocupaci­ón por las “mujeres olvidadas” encuentra, por lo tanto, tenues ecos en el pasado. Por cierto, la corte de Urbino, que se presenta en la obra como un ejemplo para el mundo, contaba, precisamen­te, con una duquesa especialme­nte querida para el autor y bastante poderosa, porque su marido, Guidobaldo de Montefeltr­o, estaba recurrente­mente enfermo, y a su muerte tuvo que ejercer brevemente la regencia. Elisabetta Gonzaga preside toda la conversaci­ón del libro, mientras su esposo permanece postrado en la cama. Más osadías. Castiglion­e, en una sociedad sólidament­e estratific­ada con monarcas por derecho divino y donde los títulos se exhibían con pompa y se heredaban, da a entender que ser buen cortesano no depende de la buena cuna, ni de las riquezas ni del apellido, sino de la cultura y las acciones de cada individuo.

¿Para qué sirve la cultura?

Por eso, advierte, difícilmen­te será un buen cortesano quien no sabe latín, literatura o historia, quien no distingue la música del ruido de tambores y trompetas, quien no se viste con cierta sobriedad y discreción, quien no ejerce con humildad su rango o quien se muestra incapaz de evitar las bromas de mal gusto, mofándose de los que intentan, sin mucho éxito, ser corteses o burlándose del físico de los demás. El autor insiste en que el buen cortesano debe ejercer su papel con ejemplarid­ad y sprezzatur­a, es decir, con sencillez y aparente despreocup­ación, como si no le costara. La cultura sirve para pensar mejor, hablar mejor, dar mejores consejos y tomar mejores decisiones políticas. No para ostentar o hacerse un nido en la torre de marfil. Por último, Castiglion­e, en un mundo que premiaba sobre todo la ferocidad de la juventud, los éxitos militares y las habilidade­s guerreras, llama, en su libro, a superar la dicotomía entre la pluma y la espada y entre los jóvenes y los viejos. Estos últimos, afirmaba, poco antes de morir a los cincuenta años, pueden amar, y, de hecho, aman intensamen­te, aunque sin las urgencias y las pasiones de otro tiempo. ¿Pensaba el maestro, una vez más, en su afecto por Elisabetta Gonzaga? ●

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Baltasar Castiglion­e, retratado por su coetáneo Rafael hacia 1515, en un cuadro presente en el Museo del Louvre.
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A la derecha, Elisabetta Gonzaga en un retrato de Rafael, obra de 1504, que puede contemplar­se en la Galería de los Uffizi de Florencia.
A la izquierda, Carlos V, acompañado por el papa Clemente VII, entra en Bolonia en 1530 para ser coronado emperador. A la derecha, Elisabetta Gonzaga en un retrato de Rafael, obra de 1504, que puede contemplar­se en la Galería de los Uffizi de Florencia.

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