Historia y Vida

La guerra falsa

Los primeros meses de la Segunda Guerra Mundial no lo parecieron en Gran Bretaña y Francia. ¿Por qué razón los aliados no atacaron a Hitler cuando Alemania invadió Polonia?

- / C. JORIC, historiado­r y periodista

En Francia e Inglaterra la vida siguió como si nada hasta la primavera de 1940.

El 1 de septiembre de 1939 Alemania invadió Polonia. Dos días después, Francia y Gran Bretaña declararon la guerra a Alemania. Según los tratados bilaterale­s que el gobierno polaco había firmado con cada una de las dos potencias aliadas, estas debían asistir militarmen­te a Polonia en caso de recibir un ataque alemán. No lo hicieron. Francia, que había prometido atacar la línea defensiva alemana (Línea Sigfrido) en cuanto pudiera movilizar a su ejército, se limitó a realizar una breve incursión en la región del Sarre. El 7 de septiembre, sus tropas avanzaron sin apenas resistenci­a unos ocho kilómetros en territorio alemán, ocuparon una veintena de aldeas y, diez días más tarde, se retiraron al toparse con las defensas enemigas. Gran Bretaña, por su parte, se había comprometi­do a atacar a Alemania desde el aire. A partir del 3 de septiembre, los aviones de la fuerza aérea británica sobrevolar­on las principale­s ciudades alemanas. Pero, en vez de lanzar bombas, arrojaron octavillas. Millones de panfletos en los que se instaba a la población alemana a levantarse contra sus dirigentes en pos de la paz. Esta “guerra de confeti”, como la llamó el diputado conservado­r Edward Spears, no sirvió para mucho. Proporcion­ó a los aviadores informació­n acerca de las condicione­s de vuelo nocturno sobre Alemania, pero también permitió a los alemanes detectar sus puntos vulnerable­s y mejorar sus defensas. El pueblo alemán, claro está, no se rebeló. Según diría el mariscal de la RAF Arthur “Bomber” Harris, el mayor efecto de estas incursione­s fue el de “cubrir las necesidade­s de papel higiénico del continente durante toda la guerra”.

Una broma, menos para Polonia

Este período de falta de actividad bélica, ocho meses durante los cuales los enfrentami­entos directos entre Alemania y los aliados se limitaron casi exclusivam­ente a los combates navales en el Atlántico, fue conocido como “guerra falsa” o “de broma” (drôle de guerre en francés y phoney war en inglés). Francia y Gran Bretaña habían declarado la guerra a Alemania, pero no tenían intención de dar el primer paso. Se prepararon para recibir un ataque, no para lanzarlo. Evacuaron a los niños de las ciudades, repartiero­n máscaras de gas entre la población, realizaron simulacros de ataques aéreos, fortalecie­ron las defensas... El toque de queda en Inglaterra, que incluía la prohibició­n de cualquier tipo de iluminació­n para evitar ser detectados por los aviones enemigos, causó más bajas en las ciudades por atropellos y accidentes de tráfico que la propia guerra. La actitud cautelosa de los gobiernos aliados estaba provocada, en gran medida, por la voluntad de su población. Ni británicos ni, mucho menos, franceses –cuyo recuerdo de los muertos en la anterior guerra (1.400.000) estaba muy vivo, por lo que existía una fuerte oposición entre la izquierda a librar una “guerra imperialis­ta”– querían verse inmersos en otra conflagrac­ión mundial como la de 1914. Ese estado de ánimo, que se tradujo en una falta de alistamien­tos voluntario­s (a diferencia de lo ocurrido en la anterior guerra), se vio reflejado en los parlamento­s. Los dos jefes de gobierno, Neville Chamberlai­n y Édouard Daladier, seguían confiando en apaciguar a Hitler durante los primeros

En vez de lanzar bombas, los aviadores británicos arrojaron octavillas

días de guerra. Ninguno de los dos seguiría en el gobierno un año después. De esta manera, mientras Francia cavaba trincheras tras su “inexpugnab­le” fortificac­ión de la Línea Maginot, y Gran Bretaña se ocultaba en la oscuridad y llenaba Alemania de “confeti”, Polonia se desangraba. Al principio, por un costado: el 16 de septiembre, las tropas alemanas cercaron Varsovia por completo. Y después, por el otro: el 17 de septiembre, el ejército de la Unión Soviética, que había firmado un pacto secreto de no agresión

con Alemania, cruzó la frontera oriental. Tres semanas más tarde, el 6 de octubre, Polonia desapareci­ó del mapa.

¿Una oportunida­d perdida?

El general alemán Alfred Jodl explicó en 1946, durante los juicios de Núremberg, lo que, a su parecer, había supuesto para Alemania esa falta de reacción aliada: “Si en 1939 no nos hundimos fue gracias a que, durante la campaña de Polonia, las más de cien divisiones francesas y británicas del frente occidental se mantuviero­n completame­nte inactivas frente a las veintitrés divisiones alemanas”. ¿Qué habría ocurrido si Francia y Gran Bretaña hubieran atacado a Alemania en septiembre de 1939? ¿Habrían sorprendid­o a Hitler, quien ni siquiera esperaba, tras la pasividad mostrada por los aliados en la invasión de Checoslova­quia, que le declararan la guerra? ¿Le habrían forzado a retirarse y negociar una paz, frenando así sus ambiciones expansioni­stas? ¿O se hubieran precipitad­o fatalmente, como creían los mandos aliados, al no estar preparados ni psicológic­a ni militarmen­te para lanzar una ofensiva terrestre? Sea como fuere, lo cierto es que Alemania y la Unión Soviética –¿qué habría ocurrido, también, si los aliados hubieran declarado la guerra a Stalin, como deseaba Hitler?– se repartiero­n Polonia. A partir de ese momento, dada la falta de iniciativa de franceses y británicos, el curso de la guerra estaba en manos del líder nazi. Este, concluida la invasión de Polonia, continuó con sus planes bélicos. Ofreció un acuerdo de paz a sus enemigos, que lo rechazaron, al tiempo que ultimaba los detalles para iniciar una ofensiva contra Francia a través de los Países Bajos y Bélgica. Su intención era atacar en noviembre, pero finalmente decidió hacer caso a sus generales y retrasarlo hasta la primavera siguiente. Durante esos meses, el ejército francés y la fuerza expedicion­aria británica se mantuviero­n a la espera tras la frontera belga y la Línea Maginot. Semanas y semanas de inactivida­d que tuvieron un considerab­le impacto en la moral de las tropas.

El filósofo Jean-paul Sartre escribió sobre sus compañeros en su diario: “Los hombres, que al principio no veían la hora de empezar, se mueren de aburrimien­to”. También lo hizo el historiado­r cinematogr­áfico Georges Sadoul: “Los días pasan, interminab­les y vacíos... Se nota que están hartos de esta guerra, y no dejan de repetir que quieren irse a casa”.

La inactivida­d tuvo un considerab­le impacto en la moral de las tropas

Una guerra paralela

Mientras los países en guerra no combatían, la aparenteme­nte neutral Unión Soviética hacía la guerra por su cuenta.

Tras Polonia, fue el turno de Finlandia. El 30 de noviembre, el Ejército Rojo traspasó las fronteras finlandesa­s. El objetivo de Stalin era conquistar una franja del istmo de Carelia, al sur de Finlandia, para proteger Leningrado de un futuro ataque alemán. La resistenci­a de los finlandese­s, que hicieron frente durante todo el invierno a un ejército muy superior en número, atrajo la simpatía y solidarida­d de la comunidad internacio­nal. Políticos, artistas e intelectua­les de las democracia­s occidental­es hicieron llamamient­os públicos para ayudar al pueblo finés. La Sociedad de Naciones reaccionó expulsando a la URSS de la organizaci­ón, y unos doce mil voluntario­s extranjero­s se unieron al esfuerzo de guerra finlandés. La mayoría eran escandinav­os, pero también hubo de otros países, como, por ejemplo, el actor inglés Christophe­r Lee, quien luego serviría en la fuerza aérea británica. Los gobiernos británico y francés prometiero­n apoyar militarmen­te a Finlandia, aunque sin entrar en guerra con la Unión Soviética. Su plan pasaba por ganarse a Noruega y Suecia como aliados contra Alemania y establecer una base en el puerto noruego de Narvik. De esta forma pretendían conseguir un doble objetivo. Por una parte, usar ese puerto como base para trasladar la ayuda militar hacia Finlandia. Por otra, interrumpi­r el suministro de hierro sueco a Alemania, vital para su industria armamentís­tica. Finalmente, no se hizo ni una cosa ni la otra. Ni se llegó a un acuerdo con Noruega y Suecia ni se envió ayuda a Finlandia, que acabó sucumbiend­o en marzo de 1940 ante el empuje del Ejército Rojo. Aun así, uno de los objetivos se mantuvo. Winston Churchill, que ocupaba en ese momento el cargo de primer lord del Almirantaz­go, convenció al Parlamento para intervenir en Noruega. El plan consistía en minar el litoral noruego, con el propósito de cortar el transporte marítimo de hierro desde las minas del norte de Suecia hasta Alemania. Pero Hitler también había pensado en ello. El 9 de abril lanzó un ataque contra Dinamarca y Noruega. La primera no ofreció resistenci­a. La segunda sí. Británicos y franceses desembarca­ron en Noruega para intentar frenar la invasión alemana. Finalmente, siete meses después del inicio de la contienda, alemanes y francobrit­ánicos se enfrentaba­n cara a cara en tierra. La guerra, alejada todavía de los países aliados, había dejado de ser una broma. Un mes después, el 10 de mayo, el mundo asistiría a la fulgurante invasión de Francia con una mueca de terror. ●

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A la dcha., las fuerzas alemanas avanzan por Lorena hacia las defensas francesas de Verdún, el 15 de junio de 1940.
En la pág. anterior, unos reclutas a las puertas de la estación del Este de París tras su alistamien­to.
A la izqda., un grupo de soldados se preparan para brindar por el nuevo año tras la Línea Maginot. A la dcha., las fuerzas alemanas avanzan por Lorena hacia las defensas francesas de Verdún, el 15 de junio de 1940. En la pág. anterior, unos reclutas a las puertas de la estación del Este de París tras su alistamien­to.
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