La revolución de las distancias
La eclosión del teletrabajo solo se entiende por el avance de una revolución que, durante los últimos doscientos años, ha vuelto irreconocible el mundo.
Los transportes, primero, y ahora las tecnologías de la información y la comunicación han modificado por completo las relaciones laborales.
Casi nos hemos acostumbrado a titulares de periódico que, hasta hace poco, habríamos considerado extravagantes. Miles de jóvenes franceses prefieren trabajar en remoto desde España ante las restricciones de su país. Tampoco les va nada mal que las cervezas sean más baratas aquí, que los bares estén muchas más horas abiertos y que los eventos al aire libre sean mucho más fáciles de celebrar gracias a un tiempo privilegiado. Hemos pasado del “París, te amo” al “Ahí te dejo, París”.
Al mismo tiempo, millones de españoles apenas han vuelto a sus oficinas desde hace más de un año, y Canarias se anuncia en la radio no ya como destino de vacaciones, sino como el paraíso, entre palmeras, del teletrabajo. Grandes aspiradoras de talento y habitantes como Madrid o Barcelona viven bajo la continua amenaza de perder población. Y no debería sorprendernos.
Al fin y al cabo, Nueva York y París llevan años vaciándose lentamente..., y son muchos los que esperan que Londres sea la siguiente ciudad en la lista. El brexit recortará su magnetismo, porque ha dejado de ser la puerta de entrada a Europa para las empresas globales y la puerta de salida para muchos jóvenes europeos ambiciosos. Y eso por no hablar de su pérdida de atractivo para los nacionales. En cifras netas, fueron cien mil británicos los que abandonaron Londres en 2018. Nada de lo que estamos viendo habría sucedido si no hubiésemos recibido el impacto de dos oleadas revolucionarias durante los últimos doscientos años. Ambas reconfiguraron el papel que las distancias jugaban en nuestras vidas. Y lo hicieron gracias a la transformación dramática de los transportes, las comunicaciones y el mercado de trabajo.
El increíble mundo menguante
Desde el siglo xix hasta casi la Primera Guerra Mundial, el mundo, para millones de personas, encogió misteriosamente. Se multiplicaron los productos, las empresas y los profesionales que recorrían vastas distancias, en un proceso que, décadas antes, habría sido sencillamente impensable. Además, era posible transmitir información y que esta alcanzase a su destinatario casi instantáneamente. Entre 1846 y 1852, la longitud de los cables telegráficos se multiplicó por seiscientos en Estados Unidos. Inglaterra fue el siguiente país donde se impuso la nueva tecnología. La proeza de las conexiones telegráficas transatlánticas entre Inglaterra y Estados Unidos, completadas en 1858, no tardaría en llegar. Y aquello solo sería el principio. Hasta la Primera Guerra Mundial, el comercio europeo se multiplicó por cuarenta, y eso que “solo” se había duplicado en los cien años anteriores. Las distancias encogían a una velocidad insólita. Más de cuarenta millones de europeos emi
graron a Estados Unidos, y lo hicieron no como aventureros o misioneros, sino para trabajar, sobre todo, en la gran industria, la construcción y la agricultura mecanizada. En 1890, los inmigrantes representaban más del 15% de la población americana (y una porción aún mayor en ciudades como Nueva York o Chicago) y más del 30% en Australia o Argentina.
Sincronizados
Una minoría de aquellos emigrantes eran profesionales cualificados que se trasladaban a otros países para gestionar los negocios de la delegación de la multinacional a la que servían. El telégrafo ayudó a sincronizar sus esfuerzos y los mercados financieros de los distintos países, mientras el ascenso del tren y el barco de vapor abarataba la logística. Entre 1830 y 1910, los costes de transportar grano y lingotes de hierro se precipitaron más de un 70%. Si en 1830 se tardaba 84 días en ir y volver de Liverpool a Nueva York en barco, en la década siguiente solo se tardaba 24 días.
Por supuesto, toda aquella revolución de las distancias tuvo un impresionante impacto en el mercado de trabajo. Eran decenas de millones los que trabajaban muy lejos de casa, el comercio internacional había redoblado la competencia entre los profesionales de distintos países, con la consiguiente victoria de unos sobre otros, y los empleos industriales se dispararon. En el Reino Unido, los puestos manufactureros llegaron a copar casi la mitad de las ocupaciones.
La segunda revolución de las distancias arrancó tras la Segunda Guerra Mundial. Fue otro momento en el que los conceptos de cerca y lejos se alteraron por completo. Y las nuevas generaciones miraban con incredulidad los esfuerzos e incomodidades de las anteriores. Por ejemplo, el coste del transporte por mar se desplomó más de la mitad desde los años cuarenta hasta los noventa. Paralelamente, irrumpió el avión como medio masivo, y sus precios como transporte de pasajeros y mercancías también se hundieron. En 1958 llegó el punto de inflexión: fueron más los viajeros transatlánticos que optaron por el avión que por el barco.
En la carretera
La expansión de la automoción fue, sencillamente, fabulosa. Si, en 1960, los estadounidenses poseían sesenta millones de coches, en 1980 ya se habían duplicado, hasta ciento veinte. Del mismo modo, en 1956 se aprobó la construcción, en los años siguientes, de 64.000 kilómetros de autopistas en Estados Unidos.
Ese es el momento en el que nace el mito de la carretera como viaje iniciático de los jóvenes en la primera potencia mundial y estalla el turismo de masas. Y también el instante en el que ciudades dormitorio y poblaciones rurales atrajeron a millones de antiguos vecinos de las grandes metrópolis, que solo tenían que coger el coche o el tren para llegar, en menos de una hora, a la oficina. La escalada del comercio volvió a ser monumental y, con ella, la expansión de la presencia de las multinacionales y de los profesionales cualificados que trabajaban
desde países lejanos. El valor de las exportaciones se multiplicó por más de veinte desde 1950 hasta el año 2000, y China, India y los antiguos países comunistas y soviéticos se abrieron con fruición a los intercambios internacionales. El abaratamiento dramático de las comunicaciones contribuyó, decisivamente, a todo el proceso. Y no es para menos: una conferencia transatlántica de tres minutos entre Londres y Nueva York pasó de costar cincuenta dólares en 1960 a menos de un dólar cinco décadas después. Para entonces, ya en el año 2000, eran una triste minoría las familias que no tenían un teléfono en casa en los países desarrollados. Y algo parecido podía decirse de la radio o la televisión, dos medios masivos que recortaron, aún más, la sensación de distancia de la población y alimentaron su conciencia internacional.
Vuelco en el empleo
El impacto sobre el mercado de trabajo fue espectacular. Primero ascendió el peso de la industria, y después, la desplazaron brutalmente los servicios, los nuevos reyes de las economías modernas. Muchos de estos últimos, gracias al colapso de los costes de transporte y comunicación y a la liberalización comercial, se sometieron a la presión de la voraz competencia global. Las transformaciones de los sectores productivos, el consumo y el empleo aumentaron su velocidad hasta el vértigo, y las relaciones laborales se volvieron cada vez más inestables. A finales de los noventa, los médicos estadounidenses ya enviaban las radiografías a India por la noche para recibir los resultados por la mañana, y los españoles hablaban con operadores latinoamericanos cuando perdían la conexión a Internet. Según avanzaba el siglo xxi, escuchamos el rugido de la digitalización masiva y el comercio electrónico. Consumir a distancia había dejado de ser algo minoritario. Podíamos ver cine de estreno sin tener que ir a los estrenos. En paralelo, enviábamos y recibíamos cartas (emails) en pocos segundos, y también nos comunicábamos gratuitamente por videollamada y mensajería instantánea. Las transferencias financieras nacionales e internacionales hundieron sus precios, los smartphones invadieron nuestros bolsillos y el teletrabajo ocupó, cada vez más, porciones de nuestra jornada laboral. Cuando llegó la crisis pandémica, todas las piezas del puzle estaban sobre la mesa para que el trabajo en remoto prorrumpiese como un terremoto. Teníamos una economía dominada por unos servicios que no eran necesariamente presenciales. Teníamos unas comunicaciones baratísimas para coordinarnos con nuestros compañeros. Teníamos una relación más tenue con los empleadores, unos medios de transporte rapidísimos y una conciencia de las distancias nacionales e internacionales completamente distinta a la de hace doscientos años. Y, por último, el tiempo que tardábamos en llegar a la oficina había aumentado desde los años cincuenta, y el coste de vivir en el centro era inasumible para muchos hogares. ¿Por qué no íbamos a cambiar Madrid por Canarias? ¿Y París por Madrid? ●