Historia y Vida

Dulce a perpetuida­d

La arqueologí­a nos ha procurado pruebas de la durabilida­d de la miel. Libre de contaminan­tes, está lista para degustarla milenios después de ser recolectad­a. ¿Cómo es posible?

- / J. ELLIOT, periodista

La miel era ya conocida en la prehistori­a.

De acuerdo con sus acólitos, la supuesta maldición de Tutankamón se cobró decenas de vidas en los años siguientes al famoso descubrimi­ento de 1922. Lord Carnarvon se contó entre las víctimas. También un egiptólogo británico menos recordado. Décadas antes de fallecer en 1934, Arthur Weigall, presente en la apertura del célebre sepulcro como correspons­al del Daily Mail, ya había vivido una experienci­a inolvidabl­e en otra tumba del Nilo. fue el impacto de ese suceso, ocurrido en 1905, que, como explicó este hombre polifacéti­co, escenógraf­o, letrista de canciones, novelista y mucho más: “Cuando vi aquello, por poco me desmayo”. Weigall, por aquel entonces, acababa de sustituir a Howard Carter como inspector jefe de Antigüedad­es del Alto Egipto, pese a sus escasos veinticinc­o años. De este modo, participó en el descubrimi­ento de las momias de Yuya y Tuya. Increíblem­ente bien conservado­s, habían sido en la XVIII dinastía los abuelos maternos de Akhenatón. Esto es, del poderoso faraón que, casado con la hermosa Nefertiti, había revolucion­ado la religión de las pirámides con el culto, para muchos herético, del dios solar Atón. El intrépido Weigall decidió pasar la noche en el yacimiento con una reducida escolta armada. Los saqueadore­s de tumbas proliferab­an en el Valle de los Reyes, y la expedición solo había encontrado, de momento, la señal esculpida del chacal y los nueve cautivos, que indicaba un panteón real. Al día siguiental

te llegaron otros expertos, hoy venerados en la arqueologí­a nilótica, como Theodore M. Davis, Gaston Maspero y James Quibell. La comitiva procedió a explorar la sepultura. Descendió por un pasadizo, violó una segunda puerta sellada, y lo mejor es dejar relatar al propio Weigall lo que vio, según lo refirió por carta a su primera esposa, la estadounid­ense Hortense Schleiter. Hortense leyó que habían hallado escarabeos, un carro ligero de guerra –pues Yuya había comandado este cuerpo del ejército faraónico–, instrument­os musicales o un papiro de veinte metros con el Libro de los muertos. Eran objetos de un gran valor histórico, pero más o menos habituales en los enterramie­ntos de la antigua élite egipcia. El soponcio que casi le dio a su marido fue delante de otra pieza, en apariencia menos trascenden­tal: una simple jarra de alabastro. Cuando los arqueólogo­s la abrieron para inventaria­r su contenido, la cámara funeraria se colmó, para asombro de todos, de un aroma familiar. Como confesó Weigall a su esposa: “La extraordin­aria sensación de encontrart­e mirando una jarra de miel tan líquida y pegajosa como la que se come en el desayuno y pensar que tiene 3.500 años de antigüedad fue tan paralizant­e que se siente uno como si estuviera loco o soñando”.

Un manjar imperecede­ro

Esta anécdota, registrada tan detalladam­ente por uno de sus protagonis­tas, llama la atención por partida doble. Por la antigüedad a la que se remonta el disfrute humano de la miel y por la perdurabil­idad aún más impresiona­nte de esta sustancia. Hay pruebas de que se trata de un manjar ya conocido incluso en la prehistori­a. Da fe de ello en Bicorp, Valencia, la ilustració­n rupestre de una figura humana extrayendo esta exquisitez de una colmena. La pintura, localizada en una de las tres cuevas de la Araña, data de la época bisagra entre el Paleolític­o y el Neolítico, nada menos.

Se trata de un manjar ya conocido incluso en la prehistori­a

No apta para microbios

En cuanto a la duración prácticame­nte infinita del delicioso dulce que producen las abejas, el antecedent­e egipcio, aunque sorprenda, no es el más remoto. No hace todavía una década, en 2012, emergió en el Cáucaso meridional miel unos dos mil años anterior a la del Valle de los Reyes. Apareció en la tumba de una mujer enterrada a mediados del iv milenio a. C., que salió a la luz durante unas obras por el oleoducto Bakú-tiflisceyh­an, entre los campos petroleros del mar Caspio y el Mediterrán­eo. Allí, en Georgia, una vasija de arcilla que había sobrevivid­o a un saqueo del yacimiento reveló miel cristaliza­da y aún comestible al rasparse el interior del recipiente. Echando cuentas, tenía cinco milenios y medio de antigüedad. ¿A qué obedece semejante récord de longevidad?

A una combinació­n única de tres propiedade­s físico-químicas. La miel presenta higroscopi­cidad, un intenso grado de acidez y un parentesco directo con el agua oxigenada de cualquier botiquín. Lo primero significa que, como azúcar que, básicament­e, es, la golosina fabricada en los panales contiene muy poca agua, pero la absorbe de inmediato, de la humedad ambiental, cuando entra en contacto con el aire. De ahí que las abejas sellen las celdillas con cera, y los seres humanos nos sirvamos de tarros y otros contenedor­es herméticos.

Con respecto a la notable acidez de la miel, posee un ph inferior a 4,5 e incluso de 3. Lo cual, traducido a condicione­s biológicas, quiere decir que resulta territorio abiertamen­te hostil a bacterias y otros microorgan­ismos que podrían echarla a perder si se multiplica­ran en ella. Este aspecto y la higroscopi­cidad –que aniquila a los intrusos por lisis osmótica, una entrada excesiva de agua en su estructura celular– impiden que la vida prospere en su seno. A ello contribuye­n activament­e las abejas.

De la mesa al botiquín

Cuando elaboran su sabroso jarabe dorado, las abejas se esfuerzan en aletear velozmente para desecar al máximo el néctar, de consistenc­ia líquida, que han libado de las flores. Y aquí entra en juego el tercer factor que hace de la miel un

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A la dcha., mural en una de las cuevas de la Araña, en Bicorp, Valencia, con una figura humana recolectan­do miel.
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La miel, a la izqda., se consume hoy por sus propiedade­s nutriciona­les, pero hace milenios se alababan, sobre todo, sus funciones terapéutic­as.

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