SOLO FRENTE A EUROPA
Tras la caída de París en 1814, Napoleón parecía sentenciado, pero el emperador se enfrentó a su destino, y, tras fugarse de la isla de Elba, volvió al continente a enfrentarse con sus viejos enemigos.
Mientras esto dure”. Con estas palabras, Letizia Ramolino, la madre de Napoleón, dio a entender que no confiaba en que el encumbramiento de su familia fuera definitivo. Los hechos le dieron la razón: el sol de Austerlitz se transformó en los nubarrones de las derrotas en España y Rusia. De regreso a su país, el hombre que había manejado a su antojo los tronos de Europa se encontraba debilitado frente a una coalición de potencias extranjeras. Por primera vez desde 1792, Francia veía invadido su territorio. ¿Protagonizarían sus ciudadanos una defensa igual de entusiasta? Bonaparte apeló a sus sentimientos nacionalistas, en un intento desesperado de que le proporcionaran nuevos recursos militares. Esta vez se trataba de defender la patria, no de iniciar nuevas aventuras expansionistas.
La reacción de la gente, con excepciones puntuales, demostró una falta patente de motivación. Tras largos años de guerra, los ánimos ya no estaban para encabezar ninguna resistencia épica. En palabras de Jean Tulard, prestigioso especialista en el período, el pueblo “dio prueba de apatía, si no de hostilidad, hacia el Emperador”. Al “Pequeño Cabo”, nombre por el que lo conocían sus soldados, no le quedaba, por tanto, más salida que la victoria si deseaba conservar su corona. Aunque estaba acorralado, las dificultades estimularon su creatividad. Mientras otro, en su lugar, lo hubiera dado todo por perdido, él hizo acopio de sus reservas de genialidad estratégica. La fortuna le acompañó en un rosario de brillantes victorias entre el 10 y el 18 de febrero de 1814: Champaubert, Montmirail, Château-thierry, Vauchamps, Montereau... En total, siete triunfos en apenas ocho días. Para su futuro vencedor, el duque de Wellington, estas batallas constituyeron “sus mejores actuaciones bélicas”. En el bando enemigo, pese a lo aplastante de su ventaja numérica, tantos reveses hicieron cundir el desánimo. Sucedió entonces lo imprevisto... La caída de París en manos de los aliados asestó a Bonaparte un golpe imposible de reparar. Aún contaba con un ejército, pero sus mariscales le presionaron para que se rindiera. Se dijo entonces que este plante de sus generales, contrarios a proseguir la guerra, había sido un “brumario al revés”. El comentario aludía al golpe de Estado del 18 de brumario, en 1799, por el que Napoleón se había hecho con el poder con el título de primer cónsul.
Un reino en miniatura
El Gran Corso abdicó en su joven hijo, Napoleón II. Rusia, sin embargo, exigió una renuncia incondicional. En adelante podría conservar el título de emperador, pero no gobernaría más territorio que el de la pequeña isla de Elba, a pocas millas de la costa de Italia. Allí instala su propia corte, reproducción a pequeña escala de París, donde no faltan las grandes fiestas, como ese baile con motivo del cumpleaños del anfitrión, el 15 de agosto de 1814, en el que doscientos invitados se deleitan con fuegos artificiales. Bonaparte sabe que el suyo es un reino de opereta, pero, aun así, insiste en continuar con el viejo protocolo y concede audiencias a invitados a los que les mueve, más que otra cosa, la curiosidad. El antiguo amo del Viejo Continente se ha convertido en una rareza que merece ser observada. Incapaz de permanecer en reposo, no puede evitar lanzarse a una actividad frenética, con la introducción de reformas con las que trata de modernizar la isla. En pocas semanas realiza cambios en la administración y la justicia, mejora los hospitales, traza caminos, planta árbo
A Napoleón se le seguía recordando como el gran defensor de la nación
les... Hasta encuentra tiempo para decir a los campesinos cómo tienen que efectuar su trabajo. Los agricultores le escuchan, pero no toman demasiado en serio unos consejos que se inspiran, sobre todo, en el atrevimiento de la ignorancia. El confinamiento de Elba era un tema demasiado atractivo como para no merecer un tratamiento literario. En El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas, la isla tiene una importancia capital en la trama. Allí detiene su barco Edmundo Dantés por órdenes de su capitán, fallecido durante la travesía. Tendrá ocasión de entrevistarse con el mismísimo Napoleón, que le entrega una carta destinada a un misterioso personaje. Dantés se limita a hacer de correo, sin mezclarse en política, pero el mensaje que recibe basta para que unos conocidos envidiosos le denuncien. Acaba en la cárcel, acusado de ser un agente bonapartista.
El vuelo del águila
Los Borbones habían regresado a París en la persona de Luis XVIII, hermano del monarca decapitado por la revolución. El nuevo rey fue lo bastante lúcido como para darse cuenta de que no se podía regresar, sin más, a los viejos tiempos del absolutismo. Reconoció las libertades fundamentales y la igualdad ante la ley, pero se reservó para sí el poder ejecutivo. La soberanía le pertenecería a él, no al pueblo. Las concesiones que realizó, sin embargo, resultaron insuficientes. Ante buena parte de la opinión pública encarna el fantasma del Antiguo Régimen, un tiempo al que la mayoría de los franceses no quiere regresar. La presencia de antiguos exiliados realistas, con sus ansias de revancha, contribuirá poderosamente a hacer creíble el miedo a una involución intolerable. Los que han adquirido tierras en la época de la revolución, confiscadas a los partidarios de los Borbones, temen que les obliguen a devolverlas a sus antiguos propietarios. A Luis XVIII tampoco le ayudan las pérdidas territoriales ante las potencias europeas. Muchos no olvidan que ha logrado el trono solo gracias a la protección de ejércitos extranjeros. A Napoleón, en cambio, se le recuerda como el gran defensor de la nación frente a esas mismas tropas. El emperador, mientras tanto, asegura a quien quiera oírle que la gran política no
le interesa y solo quiere vivir feliz en Elba. ¿Hay que tomar sus palabras en serio? Un discípulo tan aventajado de Maquiavelo, al que ha leído con atención, sabe que el disimulo es una herramienta indispensable en la lucha por el poder. Por más que aparente aceptar su destino, la realidad es que sigue con mucha atención todo lo que sucede en Francia. Como ha hecho notar Charles-éloi Vial en su libro sobre los Cien Días, el hecho de que no dicte sus memorias, como sí hará en Santa Elena, significa que aún no ha sucumbido a la resignación y la nostalgia. Espera que llegue su momento. Hasta que, por fin, dispuesto a jugarse el todo por el todo para restablecer su imperio, protagoniza una fuga espectacular. Un pequeño contingente de tropas, apenas unos centenares de hombres, se halla a sus órdenes cuando desembarca cerca de Antibes. La noticia, como es natural, provocó enseguida un inmenso revuelo.
“Europa tuvo la inocencia de sorprenderse de este acontecimiento”, escribiría Stendhal en La cartuja de Parma. La novela, precisamente, está protagonizada por un joven aristócrata, Fabricio del Dongo, que, al enterarse de su regreso, corre a unirse a su idolatrado Napoleón.
Hacia la capital
En aquellos momentos corrían todo tipo de rumores sobre las intenciones de Bonaparte. Unos pensaban que intentaría marcharse a América, otros que se uniría, en Italia, al mariscal Murat, su cuñado. Los más optimistas creían, o querían creer, que nada importante había ocurrido: el emperador no había hecho más que protagonizar una excursión no autorizada, y pronto regresaría a Elba. En realidad, como ha señalado el biógrafo Andrew Roberts, todo aquel que le conociera tenía claro que solo podía dirigirse a un lugar, la capital del Sena.
En teoría, nada era más fácil que su captura. Ney, uno de sus antiguos mariscales, ahora al servicio del monarca borbónico, anunció a los cuatro vientos que le metería en una jaula de hierro después de capturarle. La capital francesa, confiada en la fidelidad de los altos mandos del Ejército, permanece en calma. Pronto se demostrará que cualquier tentativa de resistencia es imposible, ante la deserción en masa de las tropas borbónicas. Nadie quiere disparar contra Napoleón. Cuando las tropas realistas intentan detenerle en el pueblo de Laffrey, tiene lugar una escena en la que resulta difícil distinguir lo histórico de lo legendario. El Corso sale al encuentro de los soldados y les dice que, si alguno de ellos quiere matarlo, ahora tiene la oportunidad. La tropa, en lugar de arrestarle, reacciona con vivas al emperador. El peligro ha pasado. Poco después, el fugitivo disfruta de un gran recibimiento en Grenoble.
Como él mismo dirá más tarde, antes de ese momento no pasaba de ser un aventurero. Después, en cambio, volvía a ser un monarca en ejercicio. Incluso Ney, olvidándose de la bravata de la jaula, se coloca de nuevo bajo su autoridad. Como diría Honoré de Balzac, Napoleón solo tiene que enseñar su sombrero para hacerse obedecer. Así, en una marcha triunfal de apenas veinte días, consigue alcanzar la capital del país. Como de costumbre, su utilización de la propaganda es magistral. Deja que se extienda el rumor de que el emperador de Austria, su suegro, le ha ayudado a evadirse. Su segunda esposa, María Luisa, supuestamente se dirige a reunirse con él con el hijo de ambos. Por supuesto, estas fake news nada tienen que ver con los hechos. Ante el mariscal Davout, una vez en París, Napoleón se sincera y confiesa la cruda realidad: “Me encuentro solo frente a Europa. Esa es mi situación”.
Un hombre contra el mundo
Por mucho que esta vez prefiriera evitar el conflicto, la guerra resultaba inevitable. El Congreso de Viena, donde se discutía la reorganización de Europa tras largos años de guerras, se apresuró a colocarle fuera de la ley. Un acuerdo firmado por Austria, Prusia, Rusia, Suecia, Portugal y España proclamaba que él mismo, con sus proyectos equívocos, se había colocado “como enemigo y perturbador de la
paz mundial”, pero las palabras, por sí mismas, no iban a bastar para vencerle. El duque de Wellington, con el prestigio de sus victorias en España frente a los franceses, recibió la misión de restablecer el statu quo al frente de un ejército multinacional. Al despedirse de él, el zar Alejandro I le dijo, con un gesto afectuoso, que la salvación del mundo estaba en sus manos. No todos, sin embargo, estaban de acuerdo con recurrir a la fuerza. En Inglaterra, la oposición parlamentaria condenó el inicio de una nueva guerra. Puesto que los franceses estaban, en su mayoría, de parte de Napoleón, mejor respetar esta voluntad que ayudar a devolver el trono a un hombre, Luis XVIII, que desde su retorno había implantado el desgobierno. Guiado por el pragmatismo, Napoleón intenta ganar apoyos, ofreciéndose a reinar como un monarca constitucional. La apertura que promueve, con todo, no le sirve para atraerse a los liberales. Se pone en duda la sinceridad de los cambios, en los que muchos ven un juego de prestidigitación política, una trampa para regresar al autoritarismo en cuanto cambie la correlación de fuerzas. Según Hortensia de Beauharnais, hija de Josefina Bonaparte, su primera esposa, nadie vio en las reformas “más que una concesión forzada por las circunstancias”. Como defensor de la burguesía, nuestro protagonista tampoco quisiera ponerse a la cabeza de un movimiento radical que haga bandera del odio a la aristocracia y al clero, aprovechando, así, el descontento popular por la política borbónica favorable a la nobleza y la Iglesia católica. Pase lo que pase, por nada del mundo está dispuesto a ser el “emperador de la chusma”. Confía, en cambio, en que los dioses de la guerra le acompañen de nuevo. Pese a las dificultades para el reclutamiento, producto de la resistencia a cooperar en los poderes locales, va a conseguir organizar un nuevo ejército en un tiempo récord. Cuenta todavía con la fidelidad ciega de miles de veteranos que han convertido la devoción a su persona en un auténtico culto, infinidad de soldados que no conocen otra forma de vida más que la guerra. A la cabeza de estos fanáticos, ahora se siente en disposición de marchar a Bélgica a combatir a ingleses y prusianos.
Entre sus múltiples preocupaciones, no es la menor hallar una forma de compensar su inferioridad numérica. Cree haber encontrado la solución. Si se mueve con la suficiente audacia, podrá deshacerse de sus oponentes por separado, antes de que consigan unir sus respectivas fuerzas. No es un plan del todo irrealizable, pero, para llevarlo a la práctica, necesita la precisión de un reloj suizo.
Camino a la perdición
Todos los que le han conocido en sus días de gloria aprecian la diferencia. A Napoleón se le ve más fatigado y corpulento, no tiene buena salud, y su presencia, aunque todavía imponente, ha dejado de irradiar el carisma magnético de sus mejores momentos. Además, tampoco está rodeado por el mejor equipo posible, puesto que muchos de sus mariscales no son los más idóneos para sus puestos. Con todo, en la última demostración de su talento militar, derrota a los prusianos del general Blücher en Ligny. El mismo día, en Quatre Bras, Ney hace tablas con Wellington. Entre ambas batallas, un cuerpo del ejército francés pierde el tiempo sin lograr acudir a ninguno de los dos combates, donde, seguramente, su presencia hubiera resultado decisiva. Bonaparte había vencido, pero no con el triunfo aplastante que necesitaba para debilitar la coalición de países que se había formado en su contra. Suponía, además, que un éxito rotundo impulsaría a los belgas a tomar las armas en su favor. Para su desgracia, nada de eso iba a suceder. Poco después, en Waterloo, Wellington puso fin a todos los sueños de grandeza que aún albergaba en su mente. Metternich, el astuto ministro de Exteriores austriaco, ya le había advertido de que, si se enfrentaba a toda Europa, no iba a ser Europa la que perdiera.
Pese al espectacular fracaso, la leyenda napoleónica no había hecho más que empezar. En Los miserables, su célebre novela, Victor Hugo dejaría constancia de esta paradoja por la que el héroe se agigantaba en la adversidad: “La derrota había dado una talla mayor al vencido. Bonaparte caído parecía más alto que Napoleón de pie”.
Los turistas, ávidos de reliquias que alimentaran su mitomanía, no tardaron en precipitarse sobre el escenario de la última batalla de Bonaparte. El olmo desde el que Wellington había contemplado parte de la lucha se convirtió en un objetivo privilegiado de los coleccionistas, que no tardaron en hallar balas de mosquetón y trozos de metralla. Tal como cuenta el historiador Andrew Roberts, se acabó por talar el propio árbol para fabricar objetos como cajas de rapé o una silla. Una aristócrata británica, Georgina Capel, describió a su madre la emocionante visita a Waterloo, apenas siete semanas después de que tronaran los cañones: “A distancia vimos el telégrafo levantado por Bonaparte y donde dicen se subió para ver la lucha”. Consciente de que todo está perdido, Napoleón abdica por segunda vez. Tras varias semanas en las que reina la confusión, en las que no sabe muy bien lo que tiene que hacer, decide entregarse a Gran Bretaña, su gran enemiga. La adversidad, sin embargo, no le ha arrebatado el optimismo. Aún piensa que sabrá ingeniárselas para lograr la benevolencia de los vencedores. ●
Su presencia, todavía imponente, ya no irradiaba aquel carisma magnético