EXILIO EN SANTA ELENA
Durante más de cinco años, Napoleón, abandonado por todos, vivió desterrado en la isla de Santa Elena, donde murió.
Después de haber combatido durante años, conquistado vastos territorios y dominado la mayor parte del continente europeo entre Barcelona y Varsovia, Hamburgo y Roma, Napoleón es enviado al exilio, a la isla de Santa Elena. A su segunda abdicación, el 22 de junio de 1815, en el Elíseo, no le siguió su partida a Estados Unidos, como él esperaba, sino al Reino Unido. El 14 de julio, cuando se encontraba en la isla de Aix, frente a las costas de La Rochelle, escribió esta petición al príncipe regente, sucesor de Jorge III: “Blanco de las facciones que dividen a mi país y de la enemistad de las más grandes potencias de Europa, he concluido mi carrera política. Como Temístocles, vengo a sentarme en el hogar del pueblo británico; me pongo bajo la protección de sus leyes, que reclamo de Vuestra Alteza Real, como del más poderoso, constante y generoso de mis enemigos”. No se le dio respuesta alguna y no fue enviado a Plymouth, donde se le prohibió la entrada, sino a otra isla, perdida en mitad del Atlántico Sur.
Esta, descubierta por los navíos portugueses de João da Nova en 1502, precisamente el día de Santa Elena, no pertenecía directamente a la Corona británica, sino que dependía de la Compañía de las Indias Orientales. Fue elegida por los ingleses como prisión final para un hombre considerado inaprensible, debido a la posición geográfica de la isla, que la hacía prácticamente inaccesible. Allí, sobre todo a efectos de sus carceleros, el emperador está sometido directamente al derecho local y no puede beneficiarse de las mismas ventajas que un sujeto inglés, en especial del habeas corpus, que prohíbe que una persona permanezca detenida sin un juicio previo. Aunque en sentido estricto no esté en prisión, Napoleón soporta un verdadero confinamiento de 1.973 días. A 2.500 km de las costas africanas y a 3.500 de Brasil, custodiado por seiscientos cañones, resulta realmente difícil escapar. Esta vez, y de ello está convencido desde su llegada, tras diez semanas de navegación, no podrá escabullirse, como sí había hecho en febrero de Portoferraio. Las tropas encargadas de su vigilancia, pertenecientes a los regimientos de infantería 20.º, 53.º y 66.º, están perfectamente preparadas para llevar a cabo su misión. Al frente de ellas se suceden dos gobernadores: el almirante Cockburn, durante los primeros meses, y, a partir de abril de 1816, el mayor general Hudson Lowe, el cual muestra un extraordinario celo, además de respetar escrupulosamente las órdenes recibidas de Londres. Es evidente que no desea repetir los errores del coronel Campbell, que dejó que Napoleón huyera de la isla de Elba. Por otra
La isla de Santa Elena dependía de la Compañía de las Indias Orientales
parte, ¿qué habría ocurrido si este predecesor de conducta negligente hubiera permanecido en su puesto? Una cosa es segura: la batalla de Waterloo habría sido evitada. Y cuántos sacrificios y muertes se habrían ahorrado...
Abandonados a su suerte
El 15 de octubre de 1815, unos cuarenta exiliados, entre personalidades y sirvientes, desembarcan en la isla. Durante la travesía ya han sido advertidos: la estancia que se disponen a iniciar no será nada fácil. Tras algunos meses aquí, nadie en Europa se preocupará ya de su suerte. Solo les quedará tratar de hacer que las condiciones de su día a día, si no menos dolorosas, sean aceptables.
Los cuatro principales personajes que rodean a Napoleón provienen de medios diferentes y han conocido trayectorias opuestas. El gran mariscal del palacio, Henrigatien Bertrand, con su esposa Fanny y sus hijos, fue quien organizó todo en el primer exilio y es el garante de que se respete la etiqueta. Antiguo gobernador de las Provincias Ilirias y general del cuerpo de ingenieros, meticuloso y solícito, vela por el buen funcionamiento de las reglas establecidas. En su tarea lo secundan dos oficiales muy diferentes: Charlestristan de Montholonsémonville, antiguo ayudante de campo y ahora chambelán, que coordina los aprovisionamientos y se convierte, con el tiempo, en uno de los confidentes más influyentes, y Gaspard Gourgaud, un joven ordenanza, a veces celoso de sus prerrogativas, que trata de acercarse
todo lo posible a su ídolo, el emperador. Por último, el sorprendente conde de Las Cases, que ha sido maître des requêtes (maestro de las peticiones) ante el Consejo de Estado y ha vivido en Inglaterra antes de ofrecer sus servicios en el momento de dejar el Elíseo. Se le encomienda la delicada misión de anotar en cuadernos, perfectamente copiados por su propio hijo (cuyo nombre de pila, al igual que el suyo, es Emmanuel), todos los detalles de estos primeros meses. La pequeña corte que rodea –y a la vez protege– al proscrito está formada también por varios fieles servidores. Entre ellos, destacan el primer ayuda de cámara, Louisjosephnarcisse Marchand, de perfecta discreción y que ejecuta sus más mínimos deseos, y el mameluco Alí, cuyo verdadero nombre es Louisétienne Saintdenis, originario de Versalles y que había sustituido, de un día para otro, a un antiguo soldado que abandonó al emperador en 1814. Además de guardaespaldas, es responsable de la biblioteca y de los archivos. Es, en definitiva, su hombre de confianza. Ambos conviven con varios hombres y mujeres llegados de diferentes entornos y con roles específicos, como mayordomo, tesorero, cocinero, palafrenerocochero, ujier e incluso lacayo o botones.
¡Que vienen los franceses!
La llegada de esta colonia francófona sorprende a la población local, formada por algunos británicos, isleños y esclavos (entre ellos, cientos de chinos), más acostumbrada a los marineros en ruta hacia las Indias que se detienen para hacer aguada que a estos revolucionarios franceses, que les han sido presentados como violentos y sanguinarios. Más aún cuando, advertidos en el último momento de este desembarco repentino, estos habitantes de Santa Elena no han seguido los hechos que han precipitado la caída del “hombre del bicornio”. De hecho, ha hecho falta un anuncio oficial y muchos carteles colgados por las calles de la ciudad de Jamestown para que se confirmara la increíble noticia: Napoleón ha sido exiliado en su isla.
En los primeros días, tras haberse alojado en un modesto pabellón denominado Porteous House, el emperador encuentra refugio en la casa de un administrador de la Compañía de las Indias, llamado William Balcombe. Mientras su casa de Longwood está en obras (estará lista en diciembre), se instala en Briars. La finca es paradisíaca, y la presencia de los hijos del propietario alegra y hace más llevadera esta estancia, de tal modo que se aclimata fácilmente, y los dos mundos, antaño alejados, parecen apaciguarse mutuamente. La joven Lucia Elizabeth, a la que llaman Betsy, a sus trece años, no ve en él ni el carácter ni, sobre todo, la terrible fisonomía de quien, durante su infancia, le había sido presentado como un “ogro corso”. Por el contrario, cuando lo conoce, queda cautivada, llegando a decir: “... sus
La llegada de la colonia francófona sorprendió a la población de la isla
rasgos, pese a su frialdad, su impasibilidad y una cierta dureza, me parecieron de una gran belleza. Desde que tomó la palabra, su sonrisa encantadora y sus modales amables hicieron que desapareciera hasta el más mínimo vestigio del temor que hasta entonces había experimentado. Se sentó en uno de nuestros asientos rústicos, dirigió su mirada a nuestro pequeño apartamento y felicitó a mamá por lo bien que estaban los escaramujos. Mientras hablaba, pude examinar sus rasgos: no recuerdo haber visto nunca una fisionomía tan extraordinaria e impresionante. Los retratos que se han hecho de Napoleón transmiten una idea bastante exacta de cómo era, pero lo que ningún pincel puede reproducir es su sonrisa y la expresión de su mirada: lo que, justamente, constituía su encanto fascinante”.
Adiós a los privilegios
Los días felices pasados en estos jardines exuberantes son, sin embargo, un espejismo. A finales del año 1815, la colonia francesa ha de trasladarse a uno de los puntos más altos de la isla, una zona fuertemente afectada por los vientos alisios, húmeda e infestada de ratas y parásitos. El agua corriente llega con dificultad, y las habitaciones reservadas al emperador quedan muy lejos de los salones de las Tullerías, incluso de las modestas viviendas en que se había instalado antes de las batallas o de su cómoda tienda, levantada en los vivacs militares.
A las difíciles condiciones de vida en Longwood se une la mezquindad del gobernador inglés, que rechaza concederle cualquier libertad y reduce los paseos. Pronto, Hudson Lowe se ve respaldado por la presencia de tres comisarios europeos, nombrados por el Congreso de Viena para asegurar la paz mundial: el marqués de Montchenu, por Luis XVIII, el conde de Balmain, por Alejandro I de Rusia, y el barón Stürmer, por su homólogo austriaco, enviarán regularmente notas a las monarquías de la coalición para tranquilizar a Europa y confirmar la presencia aquí del que hizo temblar a los antiguos tronos. La explicación de todas estas precauciones es simple: ¿no se dice que se contempla un intento de llevarse a Napoleón? ¿Que ciertos oficiales nostálgicos del pasado, instalados en América, no lejos del hermano mayor, José Bonaparte, preparan una expedición para venir a liberarlo? ¿Y que, en Sudamérica, un general de origen holandés llegaría incluso a echar una mano a esta conspiración, mediante naves submarinas especialmente dise
ñadas para deslizarse por el Atlántico sin ser avistadas? Asimismo, se afirma que en Texas ya está todo listo y que un grupo de fieles, reunidos en un “campo de asilo”, solo esperan a su líder para partir a la conquista del Nuevo Mundo... Pero estas ideas se abandonan antes de ser puestas en práctica. Para acabar con cualquier veleidad de fuga, se le niegan al proscrito los cuidados más básicos. El irlandés Barry Edward O’meara, durante largo tiempo cirujano del navío Bellerophon y, posteriormente, del Northumberland, se ocupa durante varios meses de la salud del emperador, con el título de primer médico, pero debe abandonar precipitadamente la isla debido a su excesiva familiaridad con el exiliado y a que se sospecha que oculta el verdadero estado del célebre paciente que tiene a su cargo. Le sucede entonces, a partir de 1819, un doctor en cirugía de origen corso, enviado por la familia Bonaparte, un tal Francesco Antommarchi, poco experimentado y que, a pesar de las actividades de jardinería que impone a su paciente, no logra que su salud mejore.
El fin de un mito
El mal es demasiado profundo. La lejanía y la soledad hacen mella en el estado anímico del soberano caído..., ¡especialmente desde que la gentil Albinehélène de Montholon ha regresado a Europa! La esposa del general, llegada con los otros exiliados en 1815, había buscado la cercanía de Napoleón. De esta relación nace una niña, a la que llaman Joséphine, un nombre que no deja dudas sobre la identidad del padre. Pero en 1819, después de haberse alejado de su amante imperial y de haber mantenido un romance con el teniente coronel Basil Jackson (un oficial británico a cargo de la inicua vigilancia), debe regresar a Europa, a Londres y luego a Bruselas, donde reside desde entonces, provocando un sentimiento de abandono en el exiliado.
La salud de Napoleón se deteriora irremediablemente. Desde finales de 1820, ya casi no sale. Padece dolor de estómago, apenas come, permanece postrado en la cama y solo recibe unas pocas visitas. En abril, sabe que su final está próximo. Dicta sus últimas voluntades al general Montholon, en un testamento acompañado
El que tanto había marcado su época y toda Europa murió en una tierra perdida
de varios codicilos, para que sus bienes sean distribuidos entre sus familiares, exigiendo que sus “cenizas reposen a orillas del Sena, en medio del pueblo francés [...] al que tanto he amado”.
El 5 de mayo de 1821, después de una lenta agonía de varios días, Napoleón fallece a los cincuenta y un años. El escirro del píloro que pensaba que tenía era, en realidad, una úlcera cancerosa. Bertrand, presente en los últimos instantes, recoge sus últimas palabras, y escribe: “El Emperador ha exhalado varios suspiros. Varias veces el médico le ha tomado el pulso en el cuello. [...] A las cinco horas y cuarenta y nueve minutos, el Emperador ha exhalado su último suspiro. En los últimos tres minutos, ha exhalado tres suspiros... En el momento de la crisis, ligero movimiento de las pupilas, movimiento regular de la boca y del mentón a la frente, con la regularidad de un péndulo. Por la noche, el Emperador había pronunciado el nombre de su hijo antes de: ‘al frente del ejército’. La víspera, preguntó dos veces: ‘¿Cómo se llama mi hijo?’. Marchand le respondió: ‘Napoleón’”.
El que tanto marcó su época y toda Europa murió, pues, en una modesta tierra perdida. Solo la leyenda le permitirá llegar a ser el mito que había esperado durante su vida. El conde de Las Cases, con su publicación del Memorial de Santa Elena, y, posteriormente, todos los escritores románticos (Stendhal, Chateaubriand, Hugo, Balzac, Byron, Pushkin...) le ofrecerán, finalmente, esta tumba de libros y de novelas que le permitirá alcanzar la eternidad. Heinrich Heine incluso pronosticó: “¡El Emperador ha muerto! En una pequeña isla del mar de las Indias está su tumba solitaria y él, para quien la Tierra era demasiado pequeña, descansa bajo un montículo insignificante... [...] Santa Elena será el santo sepulcro al que los pueblos de Oriente y Occidente vendrán en peregrinación en barcos empavesados, y sus corazones se fortalecerán con el gran recuerdo del Cristo temporal que sufrió bajo Hudson Lowe”. Doscientos años después de su final, Napoleón está más presente que nunca en las conciencias europeas. Tenía razón cuando decía: “¡Qué novela es mi vida!”. Su epopeya continúa fascinando. ●