Las voces de la diáspora
En El mundo de ayer, su autobiografía, Stefan Zweig refería una escena de la que fue testigo en una agencia de viajes de Londres: “Estaba abarrotada de refugiados, casi todos judíos, y todos querían ir a algún lugar. Les daba igual a qué país, a los hielos del polo Norte o a la hirviente caldera de las arenas del Sáhara, lo importante era irse lejos, muy lejos, pues el permiso de residencia había caducado y tenían que proseguir su camino, emprender viaje con mujer e hijos a otros lugares, bajo otras estrellas, a un mundo de habla extraña, entre personas a las que no conocían y que no querían forasteros”.
Así era la realidad de aquella diáspora que se inició tras el ascenso de Hitler al poder. Los opositores políticos y los judíos empezaron a huir de Alemania para escapar de la persecución llevada a cabo por el régimen nazi. La mayor parte se fueron a países cercanos como Francia, Bélgica o Suiza. Los más adinerados y con mejores contactos viajaron hasta Estados Unidos, donde no era sencillo conseguir un visado. Otros emigraron a Palestina, o incluso a Shanghái. Pero, a medida que avanzaban los años treinta, los obstáculos eran mayores. Los nazis, que acosaban a los judíos, ponían muchas trabas legales para que se llevaran su dinero. A su vez, el creciente flujo de emigrantes encontraba cada vez más reticencias entre los posibles países receptores. A las dificultades económicas de la época se sumaban prejuicios antisemitas. En 1938, la violencia expresada en la Noche de los Cristales Rotos marcó un antes y un después. Algunos países facilitaron el paso de sus fronteras, en especial Gran Bretaña, que fue el estado que más refugiados admitió, entre ellos, miles de niños. Leve espejismo. El estallido de la guerra no solo volvió a cerrar las puertas de muchos destinos, a causa de la ocupación nazi, sino que obligó a continuar huyendo a quienes habían logrado exiliarse. Por entonces, los planes exterminadores del Tercer Reich eran algo más que una amenaza.