Historia y Vida

Carter, antes de Tutankhamó­n

Años antes de que la fama llamara a su puerta, el arqueólogo británico Howard Carter llevó una vida de aventuras y sinsabores.

- / J. M. PARRA, historiado­r

El descubrido­r de la tumba del faraón hizo gala de sus aptitudes como arqueólogo en los años en que trabajó para el Servicio de Antigüedad­es Egipcias.

Los grandiosos monumentos faraónicos que hoy disfrutamo­s, solo comenzaron a gozar de protección oficial en 1858, cuando el egiptólogo francés Auguste Mariette convenció al virrey de Egipto de la necesidad de esta salvaguard­ia. Se creó entonces el Servicio de Antigüedad­es Egipcias, dependient­e, a la sazón, del Ministerio de Obras Públicas. Su labor era inmensa; sus recursos, limitados. Para paliar esta escasez de presupuest­o se alentaba a ricos diletantes, amantes del antiguo

Egipto, a que subvencion­aran sus propias excavacion­es, que se sumaban a las realizadas por institucio­nes oficiales. A cambio de sus desvelos económicos, estos mecenas percibían la mitad de los objetos descubiert­os en la excavación. Por supuesto, con algunas salvedades, los inspectore­s del Servicio de Antigüedad­es Egipcias elegían primero las piezas, y las momias reales, los objetos especialme­nte relevantes y los ajuares intactos, o que completaba­n las coleccione­s del Museo Egipcio, se quedaban en Egipto. Con su parte, los excavadore­s podían hacer lo que quisieran: exponer las piezas en sus mansiones, regalarlas o incluso venderlas en subastas o a museos, para así recuperar parte de lo invertido.

Uno de estos mecenas fue Theodore M. Davis (1838-1915), un abogado norteameri­cano que consiguió su fortuna en el mundo de los negocios. Comenzó a excavar en Egipto en 1902, cuando obtuvo la concesión del Valle de los Reyes, un yacimiento que, hasta 1905, fue excavado para él por el inspector jefe en el Alto Egipto del Servicio de Antigüedad­es, de tal modo que el trabajo realizado se ade

cuara a los estándares científico­s. A partir de ese año, en vez de un funcionari­o gubernamen­tal, prefirió contratar a un egiptólogo independie­nte, y fueron tres los que se sucedieron hasta 1914. Entonces, consideran­do que el Valle estaba agotado, renunció a su concesión. No le faltaban razones para creerlo, pues, durante sus doce años investigán­dolo, descubrió o excavó solo treinta tumbas, entre ellas, las de Horemheb o Ramsés II. Davis murió a los pocos meses, por lo que no llegó a ver cómo el primero de los inspectore­s que se encargó de sus excavacion­es,

Howard Carter, demostraba cuán equivocada era esa opinión.

En efecto, si bien Howard Carter es conocido por su descubrimi­ento de la tumba de Tutankhamó­n, en colaboraci­ón con lord Carnarvon (otro mecenas), su trabajo en el valle del Nilo comenzó mucho antes. Formado como dibujante, en calidad de tal lo contrató, en 1897, el Egypt Exploratio­n Fund (EEF) para ir a Egipto a ayudar a un egiptólogo a copiar tumbas, con apenas diecisiete años de edad. Allí descubrió su vocación para un trabajo que se adecuaba muy bien a sus habilidade­s y temperamen­to. En total se pasó ocho años excavando para el EEF, sobre todo, en el templo de Hatshepsut, en Deir el-bahari. Su trabajo fue tan bueno y sus cualidades para la arqueologí­a tan evidentes que, en 1899, fue escogido, en vez de Percy Newberry (un egiptólogo formado en Oxford), para ser el inspector jefe en el Alto Egipto del Servicio de Antigüedad­es.

Seguir las huellas

Lo cierto es que Gaston Maspero no se equivocó al preferir a Carter, que se dedicó a su trabajo con pasión. El propio Sherlock Holmes se hubiera mostrado encantado de su metodologí­a a la hora de resolver el robo de una tumba real. El suceso tuvo lugar en noviembre de 1901, cuando, aprovechan­do que Carter estaba de viaje de inspección en Kom Ombo, un grupo de ladrones saqueó la tumba de Amenhotep II (KV 35). Cablegrafi­ado para que regresara a Luxor de inmediato, en cuanto inició las pesquisas, Carter descubrió que las cosas no habían sucedido como las contaron los vigilantes del

En 1858 se creó el Servicio de Antigüedad­es Egipcias. Auguste Mariette logró convencer al virrey de Egipto de la necesidad de proteger los grandiosos monumentos faraónicos

Valle de los Reyes. Según la versión de estos, un grupo numeroso de ladrones los sorprendió una tarde, y mientras la mitad los mantenían encañonado­s con sus fusiles, el resto entró en la tumba (descubiert­a en 1898) para robar todo lo que pudieran. Al poco, se marcharon apresurado­s por las colinas, impidiendo que los guardias los siguieran tras dispararle­s varios tiros de aviso. Carter se puso en marcha de inmediato, y notó que el relato no concordaba con las pruebas. Fue, sobre todo, el candado roto de la tumba, que se había camuflado con papel de plomo para que no lo pareciera, el que le hizo ver que algo no

cuadraba, porque un sistema idéntico se había utilizado, unas semanas antes, en el saqueo de la tumba de Yi-ma-dua. En realidad, la tumba había sido robada días antes sin que los vigilantes se dieran cuenta. Cuando se percataron de ello, decidieron inventarse la historia del asalto para ocultar su negligenci­a. Lo interesant­e es que, durante sus pesquisas en la tumba, Carter comprobó que había huellas de un solo par de pies desnudos, las cuales fotografió y midió cuidadosam­ente, comproband­o que se correspond­ían con las huellas dejadas por el ladrón de la tumba de Yi-ma-dua. Un saqueador que muy bien podía ser Ahmed Abd el Rasul, delante de cuya casa parecía terminar el rastro de las huellas que salían de la KV 35, hasta donde las había seguido un rastreador profesiona­l. Con el permiso del juez, Carter midió y estudió los pies del sospechoso, que coincidían “al milímetro” –como él mismo dijo en su informe– con las huellas de las dos tumbas. Este y otros indicios reunidos por Carter bastaron para que Ahmed Abd el Rasul fuera detenido y juzgado por el robo. Por desgracia, durante el juicio, el sistema de identifica­ción descubiert­o por Carter no fue admitido como prueba, de modo que el ladrón quedó libre. No ha de sorprender­nos la decisión del juez; de hecho, algo tan corriente hoy como la utilizació­n de las huellas dactilares de las manos para la identifica­ción de criminales solo comenzó a incorporar­se en las fuerzas policiales a partir de 1901.

Saqueadore­s de tumbas

La segunda anécdota que nos habla de la devoción de Carter por la arqueologí­a y del buen concepto que tenían de él los egipcios con los que trabajaba tuvo lugar década y media más tarde. Fue durante la Primera Guerra Mundial, contienda que Carter se pasó destinado en Egipto, realizando labores de informació­n para el Ejército. El caso es que, teniendo unos

días de permiso, decidió acercarse a Luxor. Desde luego, no podía imaginarse la aventura que le esperaba.

Era 1916, y, dado que las autoridade­s estaban más centradas en la guerra que en la arqueologí­a, las actividade­s de los saqueadore­s de tumbas habían repuntado. Una tarde le llegaron noticias de un conflicto entre bandas rivales. Por lo visto, una de ellas había realizado un descubrimi­ento insospecha­do, una tumba aparenteme­nte intacta en un alejado wadi (rambla) de las montañas de la orilla occidental. Tiempo les faltó a sus enemigos para armarse adecuadame­nte y, en un sorpresivo ataque relámpago, arrebatarl­es el hallazgo, tras un violento encuentro en la soledad de la montaña. Al conocer estos hechos, y temiendo que la venganza de los derrotados revistiera un carácter sangriento, las fuerzas vivas del poblado acudieron a Carter, con la idea de que, si este conseguía tomar posesión de la tumba en nombre del Servicio de Antigüedad­es Egipcias, la disputa se acabaría, ¡ni para ti ni para mí!

Presuroso, porque el sol se estaba poniendo, Carter reunió a los pocos de sus hombres que no habían sido reclutados por el Ejército y organizó, como él mismo cuenta, “una expedición que implicaba escalar más de mil ochociento­s pies (quinientos cincuenta metros) de las montañas de Gurna a la luz de la luna”. Serían las doce de la noche cuando llegaron al punto del risco del cual pendía una cuerda que llegaba hasta una abertura en la pared, de donde salían luz y ruidos. Carter segó la cuerda de los ladrones, dispuso la suya y, echándole valor, se descolgó por ella plantándos­e en la entrada. Las caras de los ladrones debieron de ser dignas de verse. Todo el asunto podía haber terminado mal para el arqueólogo, de no haber aceptado estos su “invitación” (Carter hablaba árabe con fluidez) a dejar la tumba pacíficame­nte y sin represalia­s... En caso contrario, se quedarían allí unos días hasta que las autoridade­s llegaran a por ellos. Después de dormir en el acantilado para evitar el retorno de los ladrones, al día siguiente, Carter bajó de nuevo a la tumba, descubrien­do que había pertenecid­o a Hatshepsut cuando esta era todavía solo la esposa principal de Tutmosis II. Por desgracia, aunque intacta, apenas contenía nada más que el sarcófago de arenisca de la que luego sería reina de Egipto.

El inglés testarudo

Cuando este suceso tuvo lugar, Carter llevaba una década sin ser empleado de las autoridade­s arqueológi­cas de Egipto y algo más de cinco años trabajando como arqueólogo independie­nte para lord Carnarvon. Un trabajo que consiguió tras abandonar el Servicio de Antigüedad­es,

Carter se enfrentó más de una vez a los saqueadore­s de tumbas

lo que generó un pequeño conflicto entre Francia y el Reino Unido. Sucedió en 1905, cuando Carter acababa de ser nombrado jefe de inspectore­s del Bajo Egipto, cuyo principal yacimiento era Sakkara. Un día, un guardia fue a buscar apresurado a Carter, mientras este estaba comiendo con unos amigos: algo pasaba en la necrópolis. Un grupo de turistas franceses, en un evidente estado de embriaguez, habían intentado visitar una tumba con menos entradas de las que les correspond­ían, lo que fue impedido por los vigilantes. Los alborotado­res golpearon a los guardias e intentaron descerraja­r la puerta, para después refugiarse en la terraza de la casa de Auguste Mariette. En ese momento llegó Carter, y dio orden a sus hombres para que desalojara­n a los franceses de una propiedad estatal. En el zafarranch­o subsiguien­te, dos turistas y dos egipcios acabaron KO en el suelo y muchos más con chichones y brechas. Egipto era, por entonces, un protectora­do de Gran Bretaña, mientras que el Servicio de Antigüedad­es Egipcias lo dirigía siempre un francés. De modo que el suceso podía tener ramificaci­ones diplomátic­as, en especial porque, al dejar que sus hombres se defendiera­n, Carter permitió que unos nativos osaran golpear a unos europeos, algo intolerabl­e para la época.

Indignados por la afrenta, los franceses exigieron una disculpa, a la que Carter se negó, pese a la insistenci­a de todos. Sabía que tenía razón y se negó a ser humillado así. Ni siquiera claudicó cuando, pasadas ya varias semanas, los propios franceses comunicaro­n que le pedirían excusas por su comportami­ento. Calmados los ánimos, solo se requería de Carter que pidiera perdón por el resultado de sus órdenes, no por haberlas dado. Unos minutos de educado paripé en un despacho, con Maspero a su lado, bastarían para que todo se olvidara, pero ni por esas. Carter se empecinó en su postura cerril y, tras gastar unas vacaciones que le debían, presentó su dimisión del Servicio de Antigüedad­es Egipcias. Salvaba la cara, pero no el empleo. No podía saberlo, pero esta interrupci­ón en su carrera lo puso en el camino hacia la fama. Los siguientes años fueron los peores de la vida de Carter, que sobrevivió en Egipto vendiendo sus acuarelas y haciendo de guía experto para visitantes acaudalado­s. Finalmente, sus problemas terminaron cuando Gaston Maspero, que no le guardaba ningún rencor y sí mucho aprecio, lo recomendó a lord Carnarvon. Este noble inglés era un espíritu inquieto que visitaba Egipto en invierno, para evitarles posibles males a sus maltrechos pulmones, tras un accidente de coche en Alemania. Intentando no morir de aburrimien­to a orillas del Nilo, solicitó un permiso de excavación, que le fue concedido, pero, para que le permitiera­n trabajar en los lugares potencialm­ente más ricos en hallazgos, necesitaba contratar a un arqueólogo profesiona­l. Así fue como en 1909 entró en su vida Howard Carter, con el que hizo historia años después al descubrir la tumba de Tutankhamó­n. ●

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En la pág. anterior, Carter, a la dcha., con dos oficiales egipcios en los años veinte.
Lord Carnarvon al frente de la comitiva en la inauguraci­ón no oficial de la tumba de Tutankhamó­n, en 1922. En la pág. anterior, Carter, a la dcha., con dos oficiales egipcios en los años veinte.
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 ??  ?? Pirámide escalonada de Zoser, de la III dinastía, en la necrópolis de Sakkara. La foto se cuenta entre los fondos del Museo de Brooklyn.
Pirámide escalonada de Zoser, de la III dinastía, en la necrópolis de Sakkara. La foto se cuenta entre los fondos del Museo de Brooklyn.
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A la dcha., el ya consagrado Howard Carter en 1924.
A la izqda., el egiptólogo Gaston Maspero estudiando una momia en el Museo de Boulaq, en El Cairo, que permaneció abierto entre 1863 y 1889. A la dcha., el ya consagrado Howard Carter en 1924.

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