Historia y Vida

La inventora de la estafa piramidal

Hija del escritor Mariano José de Larra, Baldomera organizó el primer fraude piramidal del que se tiene noticia en las calles del viejo Madrid del xix.

- E. MESA LEIVA, periodista

Baldomera Larra, hija del célebre periodista y escritor romántico del siglo xix, engañó a miles de pequeños ahorradore­s mucho antes de que apareciera­n en escena Carlo Ponzi o Bernard Madoff, “virtuosos” de las tramas piramidale­s.

Si le preguntaba­n en qué consistía su negocio, contestaba: “Es más simple que el huevo de Colón”. Si la interrogab­an sobre cuál era la garantía de su exitosa empresa, la famosa Caja de Imposicion­es, ante una posible quiebra, declaraba: “La única garantía es tirarse del viaducto”. El recién construido puente madrileño ya era conocido por ser un imán para los suicidas. Baldomera Larra Wetoret, tercera hija del escritor Mariano José de Larra y Josefa Wetoret, era un personaje célebre en el Madrid de 1875. Para algunos, “la madre de los pobres”, por los favores que hacía a las gentes humildes. Para otros, la Patillas, por los dos tirabuzone­s que tenía muy cerca de las orejas. Para todos, la famosa prestamist­a que convertía en oro lo que tocaba, a razón de un 30% de ganancia mensual. Un negocio de préstamos que revolucion­ó los mentideros de la Villa y Corte y convirtió a doña Baldomera en la pionera de las estafas piramidale­s. Todo comenzó cuando la hija de Larra, después de disfrutar de una vida acomodada, se encontró en una delicada situación económica. Casada con Carlos de Montemayor, el que fuera médico del rey Amadeo de Saboya, gozó, según afirma el escritor Juan Eslava Galán, “de una buena posición entre la nueva clase burguesa que alardeaba de posibles paseando por el Prado en carretela propia y luciendo vestidos que sus modistas copiaban de figurines de moda parisinos”. Todo se torció cuando Amadeo regresó a Italia en 1873. Su médico se vio impe

lido a abandonar el país, tras la llegada al trono de Alfonso XII, y se exilió en Cuba. Baldomera permaneció en Madrid sola con sus tres hijos. Cuando uno de ellos enfermó, la situación adquirió tintes dramáticos. Entonces decidió pedir prestada a una amiga una onza de oro, y al mes siguiente le devolvió dos. Ante la sorpresa de la vecina, la hija de Larra explicó que había conseguido tanta ganancia “invirtiend­o con cabeza”. Los ecos de su hazaña corrieron como la pólvora por la ciudad y atrajeron a muchos pequeños ahorradore­s, que le confiaban su dinero a cambio de un correspond­iente recibo. En el curso de un mes recibían un suculento beneficio. La fama de la prestamist­a no hacía más que crecer. Pronto doña Baldomera se vio sobrepasad­a por el éxito de su negocio individual y fundó la Caja de Imposicion­es, que, tras pasar por varias ubicacione­s, se estableció en la céntrica plaza de la Paja. La empresa ya contaba con cinco empleados: el secretario Saturnino Iruega, los escribient­es Enciso, Rojas y Casanova y un recadero, Nicanor. Sus clientes eran, en su mayoría, pequeños ahorradore­s, llegados incluso desde los pueblos cercanos a Madrid. Según las cifras que constan en la causa judicial, recogidas en un trabajo de la procurador­a Mercedes Albi, hubo un total de 5.322 imponentes, que depositaro­n un capital de 19.894.053 reales de vellón, una fortuna en la época. ¿Cómo consiguió engañar a medio Madrid? Durante meses, todo marchó sobre ruedas, y sus clientes recibieron sin problema los beneficios prometidos. Entre mayo y octubre de 1876, su banco dio salida a cerca de seis millones de reales, apuntaland­o la confianza y seguridad de los inversores.

El carbonero impaciente

Sin que se supiera muy bien por qué, la intranquil­idad comenzó a hacer mella entre los clientes de la Caja de Imposicion­es. Incluso corrió el rumor de que doña Baldomera ya no vivía en Madrid y se había fugado con el dinero. Un día de diciembre, un carbonero, alarmado por estas noticias, acudió al domicilio de la prestamist­a en busca de su dinero. Doña Baldomera le atendió sin excusas, y el humilde ahorrador se marchó con el bolsillo lleno y el espíritu sereno. Pero, para la hija de Larra, la visita había sido un serio aviso de lo que podía ocurrir si todos los impositore­s decidían retirar sus ahorros a la vez de forma repentina. Doña Baldomera se marchó de Madrid con nocturnida­d y sigilo, llevándose con

sigo las ganancias que había amasado durante apenas siete meses de actividad. Para no despertar sospechas, se dejó ver en su palco privado del teatro de la Zarzuela, pero ya no regresó a su casa. Huyó a Francia con más de veinte millones de reales en su poder y dejando atrás a más de cinco mil ahorradore­s estafados. El lunes 4 de diciembre de 1876, las puertas de la famosa Caja de Imposicion­es permanecie­ron cerradas, mientras el pánico se extendía entre los clientes. “La madre de los pobres” había desapareci­do sin dejar rastro. “Las iras de los estafados se dirigieron entonces hacia el hermano de la prófuga, Luis Mariano Larra, conocido escritor de obras de teatro y zarzuelas, entre las que destaca El barberillo de Lavapiés”, cuenta Mercedes Albi. Una turba encoleriza­da se presentó en el teatro donde el autor estrenaba su zarzuela La africanita, escenifica­ndo tal protesta que tuvieron que acudir las fuerzas del orden, pensando que se trataba de un motín político.

¿Absuelta por ser casada?

Baldomera Larra vivió dos años en el barrio parisino de Auteuil, escondida bajo la identidad de madame Varela. Tras descubrirs­e su paradero, España pidió al país galo su extradició­n, con el fin de juzgarla por alzamiento de bienes. Una vez en la capital, se celebró el correspond­iente juicio. La sentencia fue portada de los periódicos El Imparcial y La Época el 26 de mayo de 1879. De los más de cinco mil estafados, solo se presentaro­n en la vista cincuenta y cinco. Baldomera Larra fue condenada a seis años de prisión. El fallo no tuvo en cuenta el argumento de la defensa de que se había apropiado de esas cantidades debido al estado de penuria en el que se encontraba. Sin embargo, la famosa prestamist­a tan solo pasaría un año entre rejas gracias a varios factores.

Tiempo después, el asunto llegó al Tribunal Supremo por la iniciativa del abogado defensor de su secretario, Saturnino Iruega, condenado como cómplice de la trama. El letrado Felipe Aguilera argumentó que doña Baldomera no pudo cometer delito alguno porque, al ser casada, carecía del permiso marital y, por tanto, de la capacidad legal para contratar. De esta forma, los contratos de préstamo eran nulos, y no podía hablarse de alzamiento de bienes, porque jurídicame­nte no existían como tales, al no estar autorizada­s las operacione­s por su legítimo esposo.

La sentencia, dictada el 1 de febrero de 1881, absolvía tanto a Baldomera Larra como a su colaborado­r Iruega. “Es indudable que no participa de todos los requisitos que la ley exige para constituir el delito por cuanto al abrir doña Baldomera Larra, sin autorizaci­ón de su marido, la caja de imposición, ofrecien

do a los imponentes ganancias tan pingües [...], semejantes actos no pudieron constituir obligacion­es legítimas”, rezaba el veredicto judicial.

Al mismo tiempo, y de manera sorprenden­te, se había iniciado una campaña de recogida de firmas para solicitar su indulto, en la que participar­on desde personas sencillas hasta aristócrat­as. Doña Baldomera era un icono en las calles madrileñas, y su gigantesca estafa parecía haber sido perdonada por la mayoría de los perjudicad­os. Entre las clases populares circulaban con ironía coplas como Doña Baldomera o El gran camelo: “El dinero que era nuestro, / Baldomera se llevó, / Baldomera ha aparecido, / Pero nuestros cuartos no”.

Pionera de la estafa piramidal

Tras pasar por la cárcel, la vida de doña Baldomera se pierde en el misterio. “Unos dicen que vivió el resto de su vida con su hermano, el compositor Luis Mariano Larra; otros, que se reunió con su marido en Cuba y que emigró a Buenos Aires, ciudad en la que falleció ya anciana”, relata Eslava Galán. Lo cierto es que “la madre de los pobres” se retiró de la vida pública y no se volvió a saber de ella. Su particular idea de negocio se convirtió en el primer fraude piramidal del que se tiene noticia. Para el cronista Luis Carandell, la hija de Larra fue “una de las primeras gescarteri­stas de la historia financiera madrileña”. En efecto, su método es el germen del llamado esquema Ponzi, puesto en práctica por el italoameri­cano Carlo Ponzi (1882-1949), quien, en los años veinte, estafó a un buen número de inversores prometiend­o hasta un 50% de beneficios en el plazo de 45 días o un 100% en 90. Basados en estas prácticas fraudulent­as encontramo­s, en nuestro país, los escándalos financiero­s de Sofico (1974), Fidecaya (1981), Banesto (1993), Gescartera (2001) o Fórum Filatélico y Afinsa (2006). El inversioni­sta bursátil y asesor financiero Bernard Madoff podría considerar­se también un aplicado aprendiz de doña Baldomera. Su empresa Madoff Investment Securities se desmoronó como un castillo de naipes en diciembre de 2008, cuando el banquero fue detenido por el FBI. La gigantesca estafa alcanzó los 64.800 millones de dólares, el mayor fraude cometido por una sola persona. La prensa se apresuró entonces a explicar en qué consistía el famoso esquema Ponzi, empleado por el banquero neoyorquin­o para engañar a entidades bancarias, grupos inversores y a miles de ahorradore­s. La patente, como sabemos ahora, pertenecía a doña Baldomera y había nacido en las calles del viejo Madrid. ●

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A la dcha., portada de la partitura El gran camelo de doña Baldomera, composició­n para piano del maestro Álvarez, editada en la década de 1870.
A la izqda., el centro del viejo Madrid, escenario de las tretas de la hija de Larra. A la dcha., portada de la partitura El gran camelo de doña Baldomera, composició­n para piano del maestro Álvarez, editada en la década de 1870.
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Ilustració­n Española y Americana publicado en 1876.
A la dcha., Carlo Ponzi, “discípulo” aventajado de Baldomera Larra.
A la izqda., las casas de empeños y cajas de ahorro congregaba­n, en el siglo xix, a la población más necesitada. Grabado de la revista La Ilustració­n Española y Americana publicado en 1876. A la dcha., Carlo Ponzi, “discípulo” aventajado de Baldomera Larra.
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