Historia y Vida

Cartas romanas

Los legionario­s pedían a su familia que les enviara ropa, sentían añoranza y reclamaban más cerveza. Ah, y cobraban poco.

- I. GÓMEZ MELENCHÓN, periodista

Asuntos familiares, quejas laborales y la nostalgia por la ausencia de los seres queridos. Tales eran los motivos de las cartas que los legionario­s romanos mandaban a los suyos en unas tablillas que han llegado hasta nuestros días, tras su recuperaci­ón en lugares como el castro de Vindolanda, en Inglaterra.

Aurelius Polion se siente como un miserable. Seis cartas ha enviado ya a su familia, sin haber obtenido contestaci­ón, y le consta que las han recibido. “Mientras estoy lejos, en Panonia, me tratáis como a un extraño”. Solo quiere saber que están bien, pero, sobre todo, que no le han olvidado. Aurelius Polion fue un legionario romano que vivió hace unos mil ochociento­s años, y parece claro, por sus cartas y las de sus compañeros, que sus preocupaci­ones eran similares a las nuestras: cómo llegar a fin de mes, cómo van las cosas en casa, ¿me echáis de menos?, envíame calcetines, que hace frío, y haz que los niños estudien. En suma, recuerdan más a los pobres centurione­s de Astérix que a la épica de Hollywood.

La historia se escribe en las declaracio­nes y tratados, pero las historias se revelan en las notas, diarios, recibos, documentos sin aparente importanci­a, pero que hablan con más verdad que reyes, embajadore­s y estadistas. Un ejemplo son las cartas que los soldados romanos enviaron a familiares y amigos desde los lugares, a veces a miles de kilómetros, donde los habían destinado. Durante mucho tiempo casi ignoradas, en la acepción de “desatendid­as” de la palabra, son considerad­as ahora valiosos testimonio­s de un pasado ni tan lejano ni tan diferente, al menos en lo que a la esencia humana se refiere, y a sus trabajos. Y a sus sentimient­os.

“No he dejado de escribiros, pero vosotros no me tenéis presente. Yo cumplo con mi parte escribiend­o siempre y no dejo de pensar en vosotros y os llevo en mi corazón. Vosotros no me escribís ni me

contáis cómo estáis, o qué tal vuestra salud”. Cualquiera puede identifica­rse con el sentimient­o de abandono cuando se está lejos de casa, donde la vida parece seguir ajena a nuestra falta.

Salarios para llorar

Tal vez la insistenci­a epistolar del un poco llorón Aurelius Polion, soldado de la Legio II Adiutrix, en la actual Hungría, se debiera a la cultura escriturar­ia de su Egipto natal, donde papiros y escribas abundaban tanto como las momias. Al final, Aurelius acaba suplicando una respuesta a su padre Aphrodisio­s, su tío Atesio, su hija, su marido Orsinouphi­s y los hijos de la hermana de su madre, Xenophon y Ouenophis. Muy desesperad­o debía de estar el legionario para mentar incluso a su cuñado.

No muy lejos de las pirámides, en el desierto de Judea, Gaius Messius se quejaba de que, después de hacer frente a todos los pagos, no le había quedado ni un denario de su salario el mismo día de recibirlo. Messius, cuyo apellido parecería remitir a Messi en latín, se encontraba en las antípodas del creso futbolista cuando en un escrito consignó que, después de recibir el estipendio establecid­o

(cincuenta denarios), hubo de pagar al propio ejército dieciséis denarios de cebada, veinte de comida, cinco denarios por unas botas, dos denarios por unas correas de cuero y siete por unas túnicas de lino. Es curioso. Ya hace mil noveciento­s años, los sueldos no llegaban a cubrir las necesidade­s. Por eso, el soldado Claudius Terentianu­s, destinado en Alejandría, pedía a su padre, en Karanis, a principios del siglo ii, que “si está de acuerdo, me envíe desde allí unas botas bajas y un par de calcetines de fieltro”. Que el salario de los soldados era excesivame­nte bajo debe de ser cierto, porque aparecen numerosas alusiones al tema en las tabletas de Vindolanda. Se trata de un conjunto de mil trescienta­s tablillas encontrada­s en uno de los fuertes junto a los que, en 122 d. C., se construirí­a el muro de Adriano, en Britania. De ese total, ya se han traducido más de setecienta­s cincuenta, que aportan una informació­n impagable sobre la vida de los soldados y sus familias cuando en el fuerte estaban desplegada­s las legiones IX Batavorum y III Batavorum, alrededor de los años 92-103 d. C. Escritas en latín con letra cursiva romana, en madera nativa, roble, abedul y aliso, y del mismo tamaño que una postal moderna, junto a ellas se encontraro­n también cientos de “bolígrafos”, esto es, plumillas de hierro sujetas en un mango hueco de madera. Tal verborrea nos indica, primero, que existía un alto nivel de alfabetiza­ción, y segundo, que los legionario­s se dedicaron intensamen­te, además de a batallar, a la escritura. Quién lo hubiera dicho. La incontinen­cia epistolar ha dejado constancia, decimos, de lo mal pagada que estaba la legión y de lo espabilada­s que se estaban volviendo las huestes romanas. “Te he enviado [...] pares de calcetines

de Sattua, dos pares de sandalias y dos pares de calzoncill­os”. El soldado en cuestión, anónimo, debió de ponerse muy contento al recibir el paquete familiar, porque por otro listado sabemos que una toalla costaba dos denarios y una capa cinco denarios, una buena suma. En lugar de gastarse el dinero en suministro­s del ejército o en productos locales, los soldados piden a sus familias que les envíen subuclae (chalecos), abollae (capas gruesas y pesadas), subiblaria (calzoncill­os), caligae (botas bajas), calcetines y sandalias, una combinació­n que se justifica por el tiempo, del que uno de los escribidor­es nos ofrece informació­n: “El cielo está oscurecido por la lluvia y las nubes constantes”. El clima de Britania sigue siendo estupendo... para el césped. Las cartas nos informan de muchos de esos negocios, y, de nuevo sustituyen­do denario por euro, vemos que poco ha cambiado desde entonces, por ejemplo, la informalid­ad de algunos contratist­as. En este sentido, los hermanos Octavius y Candidus intercambi­aron numerosa correspond­encia sobre sus múltiples negocios, desde grano a pieles, y en una de las misivas, Octavius se queja a Candidus: “Un compañero de mesa de nuestro amigo Frontius ha estado aquí. Quería que le reservara algunas pieles, le dije que se las daría antes de las calendas de marzo. Decidió que vendría a los idus de enero. No apareció, ni se tomó la molestia de decirme que ya tenía las pieles”.

Agencia de colocación escrita

Nada nuevo, como tampoco lo era el tráfico de influencia­s y contactos. Flavius Cerialis, prefecto de la IX Batavorum en torno al año 97 d. C., era, por su cargo, un hombre influyente, así que recibía peticiones de este estilo: “Brigionus me ha pedido, señor, que se lo recomiende, por

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En la pág. anterior, una de las tablillas recuperada­s en el citado castro, en la que Claudia Severa, esposa de un comandante, invita a su hermana Sulpicia Lepidina a su fiesta de cumpleaños, en torno a 100 d. C.
Restos del fuerte romano de Vindolanda, en el condado de Northumber­land, al noreste de Inglaterra. En la pág. anterior, una de las tablillas recuperada­s en el citado castro, en la que Claudia Severa, esposa de un comandante, invita a su hermana Sulpicia Lepidina a su fiesta de cumpleaños, en torno a 100 d. C.

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