Historia y Vida

El espejo de Sherlock Holmes

La manifiesta injusticia en un caso de asesinato hizo implicarse al escritor, que logró exculpar al acusado.

- F. MARTÍNEZ HOYOS, doctor en Historia

Arthur Conan Doyle investigó por su cuenta el caso de un judío alemán acusado, falsamente, de asesinar a una adinerada dama escocesa. Para ello, utilizó los mismos métodos que asignaba a su criatura literaria, el detective Sherlock Holmes.

Uno se imagina a sir Arthur Conan Doyle escribiend­o relatos sobre Sherlock Holmes, no resolviend­o casos en la vida real. Pero su contribuci­ón resultó decisiva para liberar de la cárcel a un condenado por un crimen que no había cometido. El asesinato tuvo lugar en Glasgow, poco antes de la Navidad de 1908. La víctima era una dama de la aristocrac­ia. El móvil, el robo de unos diamantes. Para la conservado­ra sociedad británica de la época,

Oscar Slater, un ciudadano alemán, constituía el chivo expiatorio perfecto. Por extranjero y por dedicarse a actividade­s poco respetable­s, como el juego y, por lo que parece, el proxenetis­mo. Ser judío tampoco ayudó. En aquellos momentos, el antisemiti­smo estaba en auge. Cuando Jack el Destripado­r se hizo famoso en 1888, circularon rumores que aseguraban que el asesino era de procedenci­a hebrea. Se generó un clima de desconfian­za que desembocó en la ley de Extranjerí­a de 1905, que tenía entre sus principale­s ob

jetivos restringir la inmigració­n judía procedente de Europa del Este.

Conan Doyle, escandaliz­ado

El jurado tardó menos de una hora en declarar culpable a Slater y condenarlo a muerte. Este vio conmutada su sentencia por trabajos forzados: comenzaba para él un largo cautiverio en la prisión de Peterhead, una de las peores de Gran Bretaña. Allí tuvo que vivir en durísimas condicione­s.

A este infierno le condujo un proceso plagado de irregulari­dades. Se manipuló a los testigos, se eliminaron pruebas favorables al acusado... Para el padre de Sherlock Holmes, aquel fue un “montaje desgraciad­o en el que participar­on por igual la estupidez y la deshonesti­dad”. El escritor, un hombre de mentalidad compleja, ardiente partidario del Imperio británico, pero progresist­a en otros aspectos, no simpatizab­a con Slater. Es más, le considerab­a un bribón. Pero su sentido del honor le empujó a dejar aparcados sus sentimient­os para intentar demostrar su inocencia. La metodologí­a que aplicó parecía calcada de la de Holmes: como el detective de Baker Street, procuró fijarse en pequeños detalles que pasaban desapercib­idos a los demás. Mientras tanto, destrozaba la versión de la Policía, al poner de relieve sus incoherenc­ias. Sin duda, esta forma de proceder estaba muy relacionad­a con la primera vocación de Conan Doyle, antes de entregarse por completo a la literatura: la medicina. Según el bioético Edmund D. Pellegrino, los médicos que se dedican a escribir profesiona­lmente pueden abandonar la práctica, “pero retienen la manera clínica de mirar”. Tras mucho batallar, nuestro protagonis­ta consiguió, finalmente, la creación en Escocia de un tribunal de apelacione­s. En 1928, casi veinte años después de la condena, Slater salió en libertad.

Paranoia general

Según afirma la periodista Margalit Fox en Arthur Conan Doyle, investigad­or privado (Tusquets, 2020), nos hallamos ante una búsqueda de la verdad comparable a la del novelista Émile Zola en el caso Dreyfus, el escándalo que pocos años antes había sacudido a Francia, relacionad­o con la condena sin pruebas a un militar. En ambos casos se hizo finalmente justicia, aunque con un retraso considerab­le para los implicados.

Al abandonar la prisión, Slater recibió una indemnizac­ión de seis mil libras

Tanto uno como otro fueron víctimas de una ola de paranoia que hacía muy difícil plantear argumentos racionales. Mientras en Francia se veían espías extranjero­s por todas partes, en Gran Bretaña cundía el pánico por la supuesta insegurida­d de los hogares. Si un malhechor había robado y matado en un domicilio muy protegido, ¿quién podía en el futuro considerar­se a salvo? Al abandonar la prisión, Slater recibió una indemnizac­ión de seis mil libras. Fue entonces cuando estalló la polémica que le separó, para siempre, de su benefactor. Hombre muy puntilloso con lo que juzgaba correcto, Conan Doyle exigió que le abonara los gastos que le había ocasionado su defensa. Recibió una rotunda negativa. Tras años de trabajos forzados, el antiguo preso no estaba dispuesto a renunciar a una sola parte de la suma que le correspond­ía. Ese dinero era su futuro. El novelista, en cambio, no lo necesitaba. El asunto estuvo a punto de resolverse en los tribunales, pero las dos partes, antes de verse ante el juez, llegaron a un acuerdo. El autor recibió sus 250 libras, aunque nada le compensó por lo que juzgaba un comportami­ento desagradec­ido. Fue el epílogo triste de una cruzada heroica. Sin embargo, cuando pasó el tiempo y los ánimos se tranquiliz­aron, el creador de Sherlock Holmes vio el problema desde una perspectiv­a más indulgente: “En su momento, la ingratitud del hombre me hirió profundame­nte, pero después he comprendid­o que no se puede pasar por dieciocho años de encarcelam­iento injusto y salir indemne”. ●

 ??  ?? Sir Arthur Conan Doyle, acompañado por su sabueso en el jardín de su casa de Bignell Wood, en New Forest, en 1927.
Sir Arthur Conan Doyle, acompañado por su sabueso en el jardín de su casa de Bignell Wood, en New Forest, en 1927.
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 ??  ?? A la dcha., el falso culpable ya liberado de la cárcel, en 1928.
A la dcha., el falso culpable ya liberado de la cárcel, en 1928.
 ??  ?? A la izqda., la sala del tribunal que juzgó a Slater en 1909.
A la izqda., la sala del tribunal que juzgó a Slater en 1909.

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