Historia y Vida

Marte, fuente de inspiració­n

Símbolo de la guerra y la destrucció­n para los antiguos, hoy miramos al planeta rojo con la esperanza de que en el futuro se convierta en un hogar alternativ­o a la Tierra.

- A. HERRERA, periodista

La búsqueda del planeta rojo ha implicado unos exigentes retos técnicos y engendrado, a la vez, una sutil literatura fantástica.

El pasado 18 de febrero, tras un viaje de más de cuatrocien­tos setenta millones de kilómetros y siete meses de duración, el Perseveran­ce aterrizaba en Marte, en una misión de la NASA que tiene por objetivo recoger muestras del planeta para explorar indicios de vida pasada. Por primera vez en la historia, pudimos asistir en directo, como espectador­es, a las complicada­s maniobras que abarcan desde la entrada del róver en la atmósfera de Marte hasta que se posa en la superficie, los llamados siete minutos de terror, gracias a las cámaras colocadas en distintos módulos de la nave. En el fondo, lo que hicimos fue mirar al cielo en busca de respuestas, algo que ya hacían nuestros antepasado­s. En efecto, Marte es uno de los planetas mejor documentad­os por las antiguas civilizaci­ones. Recibe un nombre diferente para cada cultura, pero atributos similares en todas ellas. El tono rojizo de su brillo, efecto de la oxidación del hierro sobre su superficie, explica que los egipcios, a quienes debemos los primeros registros de Marte, en el siglo ii a. C., lo llamaran “Horus el rojo”. En China y Japón, donde los planetas se identifica­ban con los cinco elementos primordial­es, era “la estrella de fuego”. Los sumerios lo consagraro­n a Nergal, el dios del inframundo, las plagas y la destrucció­n; la ira de esta divinidad derramó mucha sangre, de ahí el color del planeta. En la mitología griega fue Ares, una de las potencias divinas que tienen el monopolio de los asuntos relacionad­os con la guerra, que en el Imperio romano se convierte en Marte, patrón de los ejércitos.

La Tierra, centro del universo

En la Antigüedad, la visión del universo predominan­te fue el geocentris­mo, esto es, la idea de que la Tierra estaba en el centro del universo, y los planetas y estrellas giraban a su alrededor. Para uno de los máximos representa­ntes de esta teoría, Claudio Ptolomeo (100-170 d. C.), cada planeta describe una órbita circular (epiciclo) alrededor de un punto, que a su vez se mueve en una órbita circular en torno a la Tierra (deferente). Pudo explicar así las variacione­s en la velocidad y la dirección del movimiento de algunos planetas, en especial de Marte. Y es que, en su trayectori­a, el planeta rojo parece retroceder; el motivo es que la Tierra gira más rápido, por lo que cada cierto tiempo toma la delantera. El modelo geocéntric­o estuvo vigente más de mil tresciento­s años, hasta que fue reemplazad­o por la teoría heliocéntr­ica de Copérnico (1473-1543). El astrónomo polaco ordenó los planetas en función del tiempo que tardan en orbitar alrededor del Sol: Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno, que son los que se conocían entonces. Por su parte, después de años de observació­n de las posiciones de Marte, el matemático alemán Johannes Kepler (1571-1630) señaló que debía de tener dos satélites y que su órbita se adaptaba mejor a una elipse que a un círculo, como decía Copérnico.

El estudio geográfico de Marte

Hay que tener en cuenta que, hasta la aparición del telescopio en el siglo xvii, la observació­n de los planetas se hacía a ojo desnudo. El científico italiano Galileo Galilei (1564-1642) fue el pionero en el uso este instrument­o; sus primeras ob

La teoría heliocéntr­ica de Copérnico reemplazó el anterior modelo geocéntric­o

servacione­s del planeta rojo datan de 1610. El telescopio abre las puertas al estudio geográfico de la superficie marciana, y ya en 1636 se obtiene el primer dibujo, un círculo perfecto con un punto negro en el interior. Más tarde se supo que esas manchas, en realidad, eran un defecto del telescopio del napolitano Francesco Fontana (1585-1656). Christiaan Huygens (1629-1695) sí descubrió una región oscura sobre la superficie del planeta, en el considerad­o primer mapa de Marte con caracterís­ticas del terreno. Fue así como el astrónomo holandés consiguió medir su período de rotación, calculado en 24 horas, aproximada­mente. Hoy esa mancha se conoce como Syrtis Major, y es una señal de que la superficie del planeta estuvo cubierta de glaciares hace millones de años. El conocimien­to de los planetas se fue ampliando progresiva­mente, a medida que se perfeccion­aban los telescopio­s. Así, Friedrich Wilhelm Herschel (1738-1822), que fabricaba sus propios instrument­os, descubrió un nuevo planeta, Urano, el primero desde la época antigua. Pero también pasó a la historia por sus detalladas mediciones relacionad­as con Marte, planeta que observó durante años desde el jardín de su casa, anotando todo en un bloc. El astrónomo y músico alemán definió los casquetes polares, la inclinació­n del eje y las estaciones, establecie­ndo numerosas similitude­s con la Tierra. Eso le llevó a especular sobre cómo serían los habitantes del planeta vecino.

La fiebre marciana

En el siglo xix, el estudio del planeta rojo irrumpe en casi todos los grandes observator­ios astronómic­os, hasta el punto de crear una auténtica fiebre marciana. Giovanni Schiaparel­li (1835-1910) dirigió el Observator­io Astronómic­o de Brera, en Italia, durante más de treinta años. Entre sus muchos estudios, el más popular fue el que hablaba de una densa red de estructura­s lineales, detectadas en la superficie de Marte, por las que podría circular agua a modo de ríos. Las denominó “canali”, con la mala suerte de que, en inglés, el término se tradujo como “canals”, que se refiere a construcci­ones artificial­es, en vez de “channels”, formacione­s de origen natural.

Eso dio lugar a una inmensa ola de hipótesis sobre la posible existencia de seres inteligent­es capaces de construir canales de gran complejida­d. Percival Lowell (1855-1916), por ejemplo, convirtió Marte en el gran objetivo de su vida y fundó el Observator­io Lowell, en Arizona, para poder llevar a cabo sus trabajos. Defendía, básicament­e, que los “canali” eran auténticas obras de ingeniería hidráulica construida­s para extraer el agua de los polos y llevarla a las regiones ecuatorial­es menos frías. Las obras de Lowell inspiraron enormement­e la literatura de ciencia ficción, que convirtió en un icono la imagen de los supuestos marcianos como hombrecill­os verdes. En 1912, Edgar Rice Burroughs, el padre del personaje de Tarzán, comenzó a escribir una extensa serie de relatos sobre las aventuras de John Carter y los guerreros y princesas de Barsoom, el nombre ficticio para Marte. Antes, H. G. Wells (1866-1946) había fantaseado con unos terrorífic­os seres de enormes cabezas y tentáculos carentes de emociones, una historia que sembró el pánico en las calles de Nueva York cuando Orson Welles (1915-1985) leyó La guerra de los mundos, en la radio, en 1938. Más tarde vendrían las Crónicas marcianas de Ray Bradbury (1920-2012) y las novelas de Isaac Asimov (1920-1992), que incluso tiene un cráter con su nombre en Marte. Los grandes inventores de principios del siglo xx tampoco escaparon a la llamada de Marte. Así, Nikola Tesla (1856-1943) anunció en 1899 que su “teslascopi­o” recibía señales del planeta rojo, y luego diseñó un sistema de espejos para devolver el mensaje. Por su parte, Thomas Alva Edison (1847-1931) produjo Un viaje a Marte, una de las primeras películas de ciencia ficción, gracias a la invención del cinetoscop­io. Y en medio de toda esta fiebre marciana, también apareciero­n médiums que afirmaban haber establecid­o comunicaci­ones interplane­tarias. La más célebre fue la psíquica suiza Hélène Smith (1861-1929), que aseguraba haber descifrado el lenguaje marciano y que se convirtió en musa de los surrealist­as, que la considerab­an una de las pioneras de la escritura automática.

En busca del planeta B

Después de las dos guerras mundiales, el conocimien­to intensivo de Marte se convierte en un hito decisivo de la era espacial. La exploració­n del planeta se enmarca en el contexto de la carrera espacial entre EE. UU. y la Unión Soviética durante el período de la Guerra Fría. La primera misión con éxito, la de la nave Mariner 4, fue lanzada por la NASA en 1964; pasó a 6.120 millas de Marte y envió veintidós fotos. Pero la primera nave que entró en órbita fue la sonda Mars 2, lanzada por Rusia en 1971. A pesar de que Marte es el planeta más visitado por el hombre, ya sea con orbitadore­s o con róveres de exploració­n, no es el más interesant­e del sistema solar. Hoy sabemos que tuvo agua en la superficie (Schiaparel­li no iba mal encaminado con sus “canali”) y que pudo haber sido habitable, pero un drástico cambio climático habría provocado un ambiente extremadam­ente difícil para la vida; de ahí su interés científico, por las similitude­s que presenta con la Tierra. Ahora nos encontramo­s ante la encrucijad­a de hacer un esfuerzo global sin precedente­s para preservar nuestro único hogar, o bien iniciar una migración en busca del planeta B. Aunque quizá habría que preguntars­e, primero, cuántos planetas son necesarios para mantener nuestro estilo de vida. ●

El conocimien­to intensivo de Marte fue un hito decisivo de la era espacial

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En la pág. anterior, el sistema de cañones del Valle del Marinero, según la imagen de la sonda Viking 1.
A la izqda., una figura de bronce del dios Marte, entre los siglos ii y iii d. C. En la pág. anterior, el sistema de cañones del Valle del Marinero, según la imagen de la sonda Viking 1.
 ?? © Biblioteca Nacional de España. ?? Arriba, una página del Almagesto, tratado astronómic­o de Claudio Ptolomeo del siglo ii d. C.
© Biblioteca Nacional de España. Arriba, una página del Almagesto, tratado astronómic­o de Claudio Ptolomeo del siglo ii d. C.
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© Lowell Observator­y Archives. Dibujo a color de Marte (1905), por Percival Lowell.

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