El Reino Unido, abrir las puertas del Imperio
Gran Bretaña fue el país europeo que más refugiados judíos aceptó: unos ochenta mil, a los que hay que añadir varios miles más que emigraron a otras partes del Imperio, como Sudáfrica, Canadá o Australia. Sin embargo, durante los primeros años del nazismo, fue de los países más reticentes a abrir sus fronteras. La crisis económica, la política de apaciguamiento del gobierno hacia Hitler y el antisemitismo de parte de la sociedad británica provocaron un fuerte rechazo a los planes de admitir inmigrantes judíos. Cuando la crisis de los refugiados se agudizó, el Ministerio de Exteriores llegó a emitir un comunicado en el que justificaba su restrictiva política migratoria por ser Gran Bretaña un “país antiguo”, “muy industrializado” y “densamente poblado”.
Como consecuencia, durante los años treinta, era casi imposible para un extranjero entrar en Gran Bretaña si no cumplía algunos de estos dos requisitos: poseer suficiente dinero (o un garante que le avalara), para asegurarse de que no iba a suponer una carga para el Estado, o tener una oferta de trabajo acreditada. Esta es la razón por la que la mayor parte de los refugiados judíos admitidos en esos primeros años lo hicieron con visados de tránsito. Solo podían permanecer en el país hasta embarcar hacia otro destino, generalmente América, Sudáfrica o Australia. Únicamente después de la Kristallnacht, Gran Bretaña suavizó un poco su política de inmigración.
La isla de los niños
En noviembre de 1938, gracias a las presiones de las organizaciones de ayuda a los refugiados y de la opinión pública británica, el gobierno acordó ofrecer refugio a un número indeterminado de niños menores de diecisiete años, procedentes de Alemania y los territorios ocupados por los nazis (Austria y, desde marzo de 1939, Checoslovaquia). Cada niño debía tener un tutor personal o institucional que se ocupara de su manutención y educación, así como un visado que garantizara la vuelta con sus familias una vez que la crisis hubiera pasado. Por medio de este programa de ayuda, conocido popularmente como Kindertransport, unos nueve mil niños, casi todos judíos, llegaron a Gran Bretaña desde Europa central. La mayoría partieron en tren desde Berlín, Viena y Praga, donde habían
sido reunidos por las distintas organizaciones judías del Reich, y se embarcaron en Bélgica y los Países Bajos con destino a Harwich, al este de Londres. Como sabemos, la “crisis” de los refugiados no pasó, por lo que gran parte de esos niños no volvieron a ver a sus padres.
Apátridas
Hasta el comienzo de la guerra, unos setenta mil refugiados judíos fueron aceptados en Gran Bretaña. Un número alto, en comparación con otros países, pero bajo si tenemos en cuenta que muchos de ellos solo tenían visados de tránsito y que el número de solicitudes superó el medio millón. Un ejemplo de esta política fue el caso de los refugiados del Kitchener Camp, un antiguo cuartel militar en Kent, donde se albergó a cuatro mil judíos que habían sido rescatados de Alemania cuando iban a ser enviados a campos de concentración tras la Kristallnacht. Aunque algunos optaron por alistarse en el ejército británico cuando empezó la guerra, la mayoría acabaron siendo deportados a Australia y Canadá tras negárseles la ciudadanía.
A partir del comienzo de la contienda, Gran Bretaña no permitió la inmigración procedente de países controlados por el enemigo. Y desde la caída de Francia, en junio de 1940, todos los inmigrantes “enemigos” varones, de entre dieciséis y sesenta años, fueron internados en campamentos hasta que se pudiera garantizar su lealtad. La mayoría fueron liberados meses después, y muchos permanecieron en Gran Bretaña tras la guerra. ●