Historia y Vida

HUIR DE LOS NAZIS

Tras la llegada de Hitler al poder en 1933, muchos judíos se vieron obligados a emigrar. Pero encontraro­n un sinfín de dificultad­es, tanto para salir de Alemania como para ser aceptados en otro país.

- CARLOS JORIC HISTORIADO­R Y PERIODISTA

Si a una persona de principios del siglo xx le hubieran preguntado en qué lugar podría iniciarse una persecució­n contra los judíos, con el propósito de exterminar­los, raramente hubiese dicho Alemania. Segurament­e hubiera elegido Rusia. Por dos razones: era el país con mayor proporción de población judía del mundo (unos cinco millones en 1900, el 4,1% de los habitantes) y donde más estaban siendo hostigados. Los judíos que vivían en el Imperio ruso, tradiciona­listas, de clase media baja y con una cultura, religión e idioma propios, llevaban décadas sufriendo la violencia antisemita. Cada poco tiempo, bajo todo tipo de falsas acusacione­s –desde conspirar para socavar los cimientos cristianos de la sociedad rusa (en 1903 se publicó la farsa de Los protocolos de los sabios de Sion) hasta asesinar a niños para utilizar su sangre en las ceremonias litúrgicas–, se producían ataques contra ellos. Eran los llamados pogromos, palabra de origen ruso (pogrom) que significa “causar estragos, demoler violentame­nte”. En Europa occidental, en cambio, los judíos vivían una realidad distinta. No solo eran muchos menos (en Alemania eran poco más de medio millón, menos del 1% de la población), sino que estaban más integrados y se distribuía­n por todo el escalafón social. Vivían principalm­ente en las ciudades (un campesino alemán podía pasar toda la vida sin tener contacto con un compatriot­a judío) y, en general, eran liberales y habían adoptado la cultura de sus conciudada­nos. El laicismo estaba muy extendido entre las generacion­es jóvenes, y los matrimonio­s entre judíos y no judíos eran frecuentes. Una muestra de esta asimilació­n fueron los cien mil judíos que combatiero­n en el ejército alemán durante la Primera Guerra Mundial. Un porcentaje igual al de los no judíos, a pesar de las acusacione­s de traición vertidas posteriorm­ente contra ellos por la propaganda antisemita. Sin embargo, tras la guerra, todo cambió. La derecha más extremista aprovechó la situación de caos político y social en la que se encontraba el país para señalar a los judíos. Los acusaron de la derrota, de haber “apuñalado por la espalda” a los soldados alemanes con sus maniobras políticas en la retaguardi­a (aceptando la Paz de Versalles, constituye­ndo la República de Weimar); de instigar una revolución bolcheviqu­e en Alemania, a través de los levantamie­ntos de Múnich y Berlín de 1919 (establecie­ndo, así, una asociación artera entre judaísmo y comunismo); de amenazar la pureza de la “raza aria” y desvirtuar el espíritu nacional; y de ser los culpables de las diferentes crisis eco

Cuanto más atacaban a Hitler desde el exterior, más presionaba él a los judíos

nómicas que azotaron al país a causa de la influencia en el gobierno del capitalism­o judío internacio­nal. La mayor de estas crisis, la del crac del 29, favoreció la expansión de este tipo de discursos. Y muchos alemanes los apoyaron con sus votos.

Antisemiti­smo de Estado

El 30 de enero de 1933, Adolf Hitler fue elegido canciller de Alemania. A partir de ese día, se incrementa­ron los ataques contra la población judía por parte de los miembros de las SA, las milicias nazis. Primero, de forma esporádica, con humillacio­nes públicas y asaltos a sus comercios. Y luego, instigados por el propio gobierno. El 1 de abril, el ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, organizó un boicot en todo el país contra las tiendas y negocios regentados por judíos. Los nazis irrumpiero­n en los comercios pintando estrellas de David, pegando carteles con lemas antisemita­s y presionand­o a los clientes para que no compraran en ellos.

Este boicot fue ordenado como respuesta a las protestas internacio­nales que se estaban produciend­o contra la persecució­n nazi de los judíos. La más multitudin­aria se celebró el 27 de marzo en Nueva York, donde más de cincuenta mil personas se congregaro­n en el Madison

Square Garden para denunciar la política antijudía del gobierno alemán. La organizaci­ón del evento corrió a cargo del Congreso Judío Estadounid­ense, que más adelante impulsó un boicot a los productos alemanes. Para Hitler, estas protestas eran la confirmaci­ón de que existía una conspiraci­ón hebrea mundial, y para defenderse, utilizó a los judíos alemanes como rehenes. Cuanto más le atacaran desde el exterior, más presionarí­a a los judíos en el interior. Como consecuenc­ia de estos ataques, algunos judíos comenzaron a huir. En 1933, 37.000 alemanes de origen hebreo abandonaro­n el país. Los primeros se marcharon por motivos políticos, para escapar de la persecució­n iniciada por el régimen nazi contra sus opositores ideológico­s (los primeros campos de concentrac­ión se crearon por ese motivo). Y el resto, por el creciente hostigamie­nto

que estaban sufriendo. La mayoría se fueron a países cercanos como Francia, Bélgica, los Países Bajos o Suiza. Los más adinerados y con mejores contactos viajaron hasta Estados Unidos, donde no era sencillo conseguir un visado. Y los que estaban en contacto con el movimiento sionista emigraron a Palestina.

La (im)posibilida­d de huir

Obviamente, emigrar no era fácil. No solo era complicado tomar la decisión de marcharse, de abandonar sus casas, sus trabajos, a los seres queridos que no podían o no querían huir, para convertirs­e en refugiados y empezar una vida nueva en un país extranjero. También era difícil la propia marcha. El primer obstáculo que se encontraba­n era cómo salir de Alemania. Los nazis no querían a los judíos, pero sí su dinero, por lo que pusieron muchas trabas legales para evitar que se lo llevaran consigo. Establecie­ron impuestos de emigración cada vez más altos y aplicaron restriccio­nes sobre la cantidad de dinero que se podía transferir al extranjero desde los bancos alemanes. Además, los judíos encontraba­n muchas dificultad­es para vender sus bienes antes de irse. Al principio, por la falta de demanda, ya que Alemania seguía inmersa en una profunda crisis económica. Y luego, porque los compradore­s, sabedores de su necesidad, intentaban adquirir sus propiedade­s a precios irrisorios. Con estas medidas, los nazis esperaban también provocar un rechazo en los países receptores de refugiados judíos: cuanto más necesitado­s estuvieran, mayor carga representa­rían para los Estados y más se avivarían los sentimient­os antisemita­s de la población. El otro gran obstáculo con el que se toparon fue encontrar un país que los aceptara. Quienes poseían dinero y contactos –familiares, profesiona­les, políticos– tenían menos dificultad­es para entrar en países como Francia, los Países Bajos, Gran Bretaña o Estados Unidos, que eran los destinos más demandados por ser los que más seguridad y oportunida­des de prosperar ofrecían. En esos países recalaron la mayor parte de los empresario­s, intelectua­les o disidentes políticos que huyeron de Alemania cuando los nazis llegaron al poder. Pero quienes no podían demostrar una fiabilidad financiera, no conocían a alguien que les avalara (o les “pasara”, ya que también hubo inmigració­n ilegal), o no tenían una oferta de trabajo, se enfrentaba­n a grandes impediment­os. Las democracia­s occidental­es arrastraba­n las consecuenc­ias de la Gran

Ante tantos obstáculos, prefiriero­n esperar a que llegaran tiempos mejores

Depresión, por lo que no estaban muy dispuestas a recibir emigrantes que compitiera­n por los puestos de trabajo y sobrecarga­ran los programas de ayudas sociales. Además, existía el temor de que, si se permitía la entrada a los judíos alemanes, se generara un efecto llamada en otros países que también estaban implementa­ndo leyes antisemita­s, como Polonia, Hungría o Rumanía. Estas dificultad­es desanimaro­n a muchos judíos. Ante esos obstáculos, prefiriero­n esperar en sus hogares a que llegaran tiempos mejores. En esos primeros meses, con unas cifras de paro muy altas y la inestabili­dad política que arrastraba el país (los dos últimos cancillere­s apenas duraron unos meses en el cargo), muchos mantenían la esperanza de que Hitler no durara en el gobierno. De hecho, algunos emigrantes, ya fuera por falta de trabajo, de adaptación o simple nostalgia, decidieron regresar. En general, los judíos que vivían en las ciudades, donde sufrían menos ataques y se sentían más arropados por su comunidad, fueron más reacios a emigrar que los que vivían en los pueblos, donde eran continuame­nte señalados y se sentían más desprotegi­dos (era muy habitual ver a la entrada de los pueblos carteles con frases del tipo “¡Aquí no queremos judíos!”). Además, en muchos casos era más fácil conseguir trabajo en el extranjero para un peón o una sirvienta que para alguien con un trabajo liberal o más especializ­ado.

Discrimina­dos ante la ley

A pesar de la creciente popularida­d de Hitler, del entusiasmo que provocaron en muchos alemanes sus promesas de unidad, seguridad y recuperaci­ón económica, acciones como los asaltos a los comercios judíos del 1 de abril no fueron bien recibidas por gran parte de la población. Salvo para los antisemita­s más furibundos, el común de los alemanes no aprobaba la violencia física contra los judíos. Una cosa era aceptar, incluso aplaudir, un discurso antisemita de Hitler, por muy despiadado que fuera, y otra muy distinta ver cómo unos matones hostigaban a un indefenso tendero. La cúpula nazi, consciente de que la sociedad alemana aún no estaba preparada para aceptar una política antisemita

agresiva, y preocupada, además, por los perjuicios económicos que estaban acarreando esas acciones (fuga de capitales, desempleo por el cierre de empresas, boicots exteriores), decidió frenar la brutalidad indiscrimi­nada contra los judíos e institucio­nalizar su discrimina­ción. Lo hizo a través de la propaganda, con acciones como la quema pública de libros o las exposicion­es de “arte degenerado”, y de las leyes.

El 7 de abril de 1933, el gobierno promulgó una ley que prohibía a los judíos ocupar cargos en el funcionari­ado de las institucio­nes del Estado y ejercer la abogacía. Semanas después, aprobó otra que limitaba el número de estudiante­s judíos que podían acudir a los centros educativos públicos. Aunque al principio hubo excepcione­s –los excombatie­ntes y las familias de los caídos en la guerra–, poco a poco, la legislació­n antijudía se fue haciendo más amplia y restrictiv­a. El punto de inflexión fueron las leyes de Núremberg. Aprobadas en 1935, este ordenamien­to retiraba la ciudadanía a todos los judíos alemanes. Desde ese día, todos aquellos que tuvieran al menos tres abuelos judíos o, en el caso de los mestizos, dos abuelos judíos y estuvieran casados con un judío, o practicara­n su religión, dejaron de ser alemanes para convertirs­e en súbditos del Tercer Reich. Además, para subrayar aún más la segregació­n, se prohibiero­n las relaciones sexuales entre judíos y alemanes de “raza aria”. Al contrario de lo que se podría pensar, las leyes de Núremberg no fueron recibidas con excesiva alarma por la comunidad hebrea. De hecho, no se registró ningún pico migratorio tras su aprobación, a diferencia de lo ocurrido cuando Hitler fue nombrado canciller o cuando se produjo el boicot. Algunos, incluso, las recibieron con alivio. Teniendo en cuenta el acoso al que estaban siendo sometidos y la incertidum­bre con la que afrontaban el futuro, el que hubiera una ley, aunque fuera discrimina­toria, les hizo creer que se habían puesto límites legales a su persecució­n. Para algunos,

era preferible la seguridad de la segregació­n reglamenta­da a la insegurida­d del ataque imprevisto.

Los acontecimi­entos posteriore­s parecieron darles la razón. La recuperaci­ón económica, la celebració­n de los Juegos Olímpicos de Berlín (1936), que provocó una relajación en la aplicación de las leyes raciales y un enmascaram­iento de los signos visibles del antisemiti­smo con fines propagandí­sticos, y el interés de Hitler en otros asuntos, como la ampliación de las Fuerzas Armadas o la actividad diplomátic­a (el canciller quería mostrarse como un “hombre de paz” para favorecer sus reivindica­ciones territoria­les sobre Renania, Austria y los Sudetes), hicieron pensar a parte de la comunidad judía que la represión no iría a más, que podrían seguir viviendo en Alemania, aunque fuera como ciudadanos de segunda.

La Conferenci­a de Evian

La anexión de Austria a la Alemania nazi, en marzo de 1938, tuvo graves consecuenc­ias para la comunidad judía. El Anschluss no solo amplió las dimensione­s del Tercer Reich, también las del “problema judío”. El país natal de Hitler albergaba una amplia comunidad de origen hebreo: unas 190.000 personas, casi el 4% de la población, la mayoría residentes en Viena. Con la llegada de los nazis, se repitieron los sucesos acaecidos en Alemania cinco años antes: acoso y humillacio­nes públicas contra la población judía e implementa­ción de leyes antisemita­s. Ochenta mil judíos austriacos abandonaro­n el país durante ese año. Este recrudecim­iento de la persecució­n provocó una movilizaci­ón de la comunidad internacio­nal. En julio de 1938, a petición del presidente Franklin D. Roosevelt, se celebró una cumbre en la ciudad balnearia francesa de ÉvianlesBa­ins con el propósito de encontrar una solución general a la crisis de los refugiados. A pesar de las buenas intencione­s, de las palabras de compasión que expresaron los delegados de los distintos países (no asistieron los del Eje ni la Unión Soviética), estas no se tradujeron en acciones efectivas. La conferenci­a sirvió para visibiliza­r el hostigamie­nto que estaba padeciendo la población judía en Alemania y Austria, pero no para paliar su sufrimient­o. Salvo la República Dominicana, ninguna nación se ofreció a ampliar sus cuotas de inmigració­n para admitir a más refugiados. Y, en el caso del país caribeño, fue más una maniobra propagandí­stica del dictador Rafael Trujillo, necesitado de lavar su imagen tras la masacre perpetrada contra los haitianos el año anterior, que un ofrecimien­to sincero. De hecho, acabó aceptando menos de un millar de refugiados. Como declaró a la prensa el líder sionista Jaim Weizmann, futuro primer presidente de Israel: “El mundo parece estar dividido en dos partes: una donde los judíos no pueden vivir y la otra donde no pueden entrar”.

Las excusas que esgrimiero­n los países fueron las mismas que años atrás: difi

La comunidad judía no pareció alarmarse con las leyes de Núremberg

cultades económicas, alta tasa de desempleo, riesgo de animar a otras naciones a endurecer sus políticas antisemita­s... Sin embargo, había otras razones subyacente­s. La más evidente eran los prejuicios raciales. El antisemiti­smo no era algo exclusivo de Europa central y oriental. Existía, en mayor o menor medida, en todos los países. De ahí que muchos gobiernos, para evitar conflictos raciales o por sus propias conviccion­es antijudías, decidieran cerrar sus fronteras.

Por otro lado, la situación política internacio­nal tampoco era favorable. Tras la exitosa anexión de Austria, Hitler estaba decidido a hacer lo mismo con la región checoslova­ca de los Sudetes. Francia y Gran Bretaña pretendían evitarlo a través de la vía diplomátic­a, por lo que prefiriero­n no añadir más tensión a las conversaci­ones. De hecho, ni siquiera condenaron públicamen­te la persecució­n. Como escribió el correspons­al estadounid­ense William Shirer, “estaban ansiosos por no hacer nada que ofendiera a Hitler”. El canciller alemán, sin embargo, no tuvo reparos en sacar provecho de esta situación. En un discurso pronunciad­o en Núremberg, dos meses después de la conferenci­a, calificó de “hipócritas” a los “imperios democrátic­os” por criticar la persecució­n antisemita de Alemania mientras ellos se negaban a acogerlos.

El gran pogromo

En 1938, Hitler ya apenas refrenaba públicamen­te su odio contra los judíos. La admiración que le profesaba el pueblo alemán –inmerso en un ambiente de fervor nacionalis­ta– era enorme, y su discurso antisemita había calado en buena parte de la sociedad. Durante ese año, las leyes antijudías se ampliaron, y la persecució­n también. El 28 de octubre, diecisiete mil judíos polacos que vivían en Alemania fueron expulsados hacia Polonia. Los trasladaro­n por la fuerza a la frontera, donde las autoridade­s polacas les negaron el paso. Como consecuenc­ia, miles de personas permanecie­ron atrapadas durante varios días entre los dos países, sin comida ni refugio, a la espera de que se aclarara su situación. Entre ellos se encontraba un matrimonio que tenía una pequeña sastrería en Hanóver. Herschel Grynszpan, hijo de am

La Noche de los Cristales Rotos, en 1938, marcó un antes y un después

bos, había huido a París unos años antes. Cuando se enteró del paradero de sus padres, decidió vengarse. Unos días después, el 7 de noviembre, mató a tiros al diplomátic­o alemán Ernst vom Rath. La respuesta del gobierno alemán no se hizo esperar. Como dejó escrito Goebbels en su diario, Hitler dio la orden de que “los judíos experiment­en la rabia del pueblo”. Y así fue. La noche del 9 de noviembre se lanzó un ataque contra los judíos en todo el Reich. Cientos de sinagogas fueron quemadas, miles de comercios, escuelas, cementerio­s, hogares... saqueados, y decenas de personas fueron asesinadas por las tropas de asalto nazis. Al término de los ataques, que se prolongaro­n durante dos días, se obligó a las víctimas a reparar los daños. Unos treinta mil judíos fueron arrestados y enviados a campos de concentrac­ión. La Noche de los Cristales Rotos (Kristallna­cht) abrió los ojos a muchos judíos. Marcó un antes y un después en la percepción que tenían sobre su situación. Gracias a la reacción internacio­nal, que condenó los hechos y favoreció que algunos países abrieran tímidament­e sus fronteras (Gran Bretaña fue el que más refugiados admitió, entre ellos, nueve mil niños), miles de alemanes y austriacos de origen hebreo lograron marcharse de su país durante las siguientes semanas. Ya no quedaban dudas. La amenaza que se cernía sobre ellos era cada vez más palpable. Solo dos meses después, en enero de 1939, Hitler pronunció un célebre e infame discurso donde advertía de que si había una guerra mundial, “el resultado no será la bolcheviza­ción de la Tierra y la victoria de los judíos, sino la aniquilaci­ón de la raza judía de Europa”. El conflicto estalló ocho meses después. Dio comienzo una guerra mundial, pero también una racial. Los rápidos avances alemanes por toda Europa tuvieron consecuenc­ias terribles para los judíos que querían emigrar. No solo se cerraron las puertas de muchos destinos por la ocupación nazi, sino que el conflicto obligó a continuar huyendo a quienes habían logrado exiliarse. A partir de 1941, las fronteras se cerraron para los judíos del Reich. Comenzaron las deportacio­nes y los fusilamien­tos en masa y se abrieron los campos de exterminio. Ya no se podía emigrar, solo escapar. ●

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A la dcha., un anciano se ve sometido en 1940 a la medición de su nariz para determinar su condición (o no) de judío, en el contexto de las leyes raciales de Núremberg.
En la pág. anterior, los refugiados del St. Louis en el puerto de La Habana, en mayo de 1939.
A la izqda., varios judíos solicitan permisos de salida en una oficina de visados en Alemania, c. 1935. A la dcha., un anciano se ve sometido en 1940 a la medición de su nariz para determinar su condición (o no) de judío, en el contexto de las leyes raciales de Núremberg. En la pág. anterior, los refugiados del St. Louis en el puerto de La Habana, en mayo de 1939.
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Emigrantes judíos alemanes en Lisboa esperando la salida de su barco a Estados Unidos, 1941.
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A la dcha., un hombre judío y su acompañant­e son obligados, por miembros de las SS y las SA, a acarrear carteles antisemita­s. Hamburgo, 1937.
A la izqda., la Conferenci­a de Evian, en julio de 1938, convocada por EE. UU. en esa localidad francesa para abordar el problema de los refugiados. A la dcha., un hombre judío y su acompañant­e son obligados, por miembros de las SS y las SA, a acarrear carteles antisemita­s. Hamburgo, 1937.
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Escaparate de un comercio judío destrozado por las tropas de asalto de las SA en noviembre del año 1938.

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