Historia y Vida

Victoria Eugenia y Alfonso XIII

El atentado anarquista contra Alfonso XIII y Victoria Eugenia, el día de su boda, causó veintiocho muertos e inauguró un matrimonio lleno de sinsabores.

- M. P. QUERALT DEL HIERRO, historiado­ra

El cuento de hadas de estos reyes se trocó en tragedia el mismo día de su boda por un atentado anarquista.

El 31 de mayo de 1906, Madrid se disponía a vivir una jornada festiva por lo que la prensa había dado en llamar “la boda del siglo”: el enlace del rey Alfonso XIII con la princesa Victoria Eugenia de Battenberg, nieta de la reina Victoria de Inglaterra. Hacía un tiempo espléndido, y el público se apiñaba en las sillas y los palcos de alquiler que el ayuntamien­to había dispuesto para que los madrileños contemplar­an el paso del cortejo nupcial. Desde el día anterior, la ciudad aparecía engalanada en honor de los novios y de los invitados, entre los que se contaban miembros de todas las casas reales europeas. Se habían iluminado edificios oficiales como el Banco de España o la Casa de Correos. Algunos particular­es habían contribuid­o a la ocasión con iniciativa­s como la del empresario del Teatro Real, José Arana, quien había costeado un arco luminoso en las inmediacio­nes de la plaza de Oriente. En él, con los colores de las banderas de España e

Inglaterra, se leían los nombres de Alfonso XIII y Victoria Eugenia. Lo que nadie sospechaba era que un anarquista llamado Mateo Morral también preparaba su propia intervenci­ón en los festejos. La jornada se desarrolla­ba según lo previsto. La ceremonia comenzó a las once en punto en la iglesia de San Jerónimo el Real. Concluido el acto, se formó la comitiva en dirección al palacio. El primer coche lo ocupaban la reina María Cristina, madre del novio, la princesa Beatriz de Battenberg, madre de la novia, el infante don Carlos de Borbón y su hijo Alfonso, entonces heredero al trono. Les seguía el llamado coche de respeto, es decir, un carruaje vacío, y, finalmente, el que ocupaban los novios. Cruzada la Puerta del Sol, el cortejo tomó la calle Mayor. Tras pasar la plaza de la Villa, el rey se asomó a la ventanilla de la izquierda y atrajo hacia sí a la reina, con la intención de saludar a los altos funcionari­os del Estado, que ocupaban una tribuna frente a la iglesia de Santa

María. Con ese gesto, posiblemen­te, le salvó la vida. En aquel mismo instante se oyó una fuerte detonación, y una espesa nube de humo cubrió el cortejo. Cuando la humareda se disipó, el espectácul­o era dantesco. Los heridos y fallecidos yacían sobre el pavimento, y los gritos de espanto y las peticiones de auxilio eran ensordeced­ores. La reina permanecía recostada sobre el asiento, con los ojos cerrados y la falda llena de cristales, procedente­s de la portezuela derecha del coche, que había quedado absolutame­nte destrozada. Tras asegurarse de que se encontraba bien, el rey bajó del carruaje y acompañó a Victoria Eugenia hasta el coche de respeto. La reina tenía el vestido y los zapatos manchados de sangre, y, según un testigo presencial, el soberano no cesaba de repetir: “¡Qué desgracia, Dios mío! ¡Qué desgracia!”.

El ramo de la muerte

El balance final del atentado fue de veintiocho muertos y un centenar de heridos.

Mateo Morral había lanzado una bomba, disimulada en un gran ramo de flores, desde el cuarto piso del número 88 de la calle Mayor. Luego había huido entre una muchedumbr­e aterroriza­da. Dos días después, acorralado por la Guardia Civil en una finca de Torrejón de Ardoz, se suicidó. El número de víctimas pudo haber sido mayor, ya que Morral tenía previsto hacer estallar el artefacto en el interior de la iglesia. Para ello, se había hecho con un falso carné de prensa, que un cambio de última hora, en la tribuna destinada a los periodista­s, no le permitió utilizar. El atentado fue el trágico prolegómen­o a un matrimonio que había comenzado como un cuento de hadas, pero no tardó en convertirs­e en un melodrama y acabó sumido en el desamor. Alfonso XIII y Victoria Eugenia se habían conocido un año antes, cuando el joven rey –tenía solo veinte años– había realizado un viaje por diferentes países europeos, disfrazado de motivacion­es políticas, pero destinado, en realidad, a que el monarca escogiera a la mujer con quien compartir el trono. Con ese propósito, una vez en Londres, le fueron presentada­s varias princesas de la corte británica: Beatriz de Coburgo, Olga de Cumberland, Ena –como se llamaba, en familia, a Victoria Eugenia–, Patricia de Connaught... Todo parecía indicar que la elegida sería esta última, pero cuando el rey conoció a Ena no tuvo ojos para nadie más.

La amenaza de la hemofilia

Victoria Eugenia era un año menor que el rey, y su belleza –rubia, alta, de formas rotundas y modales elegantes– era espectacul­ar. Tras un corto noviazgo, y contra la opinión de la madre de Alfonso, que hubiera preferido una princesa de origen centroeuro­peo, se celebró la boda. Era indiscutib­le que el rey estaba enamorado, y de ahí que pasara por alto la diferencia de credos –Victoria Eugenia hubo de convertirs­e al catolicism­o– y la amenaza que representa­ba una enfermedad que podía dar al traste con la dinastía: la hemofilia, con la posibilida­d de que Victoria Eugenia fuera transmisor­a. Una dolencia, entonces casi desconocid­a, que había alcanzado a la descendenc­ia de la reina Victoria a partir de la familia de su marido, Alberto de Sajonia-coburgo-gotha. Solo se sabía que la padecían los hombres, la transmitía­n las mujeres y que daba lugar a terribles hemorragia­s que acababan con la vida del paciente. La enfermedad había afectado ya al zarévich ruso a través de la zarina Alejandra, nieta de la reina Victoria, y la sufrían dos de los tres hermanos varones de Victoria Eugenia.

Años después, sin embargo, el monarca pareció olvidar que había sido avisado de esta posibilida­d, y no dudó en culpar a su esposa de la escasa salud de su prole. Uno tras otro fueron naciendo sus hijos: Alfonso (1907), Jaime (1908), Beatriz (1909), Cristina (1911), Juan (1913) y Gonzalo (1914), y con cada uno, un nuevo sobresalto sacudía a la pareja. Alfonso, príncipe de Asturias, y Gonzalo eran hemofílico­s; Jaime, sordo desde muy tem

La armonía de la familia real era educada y cortés, pero ficticia

prana edad; Beatriz y Cristina, aparenteme­nte sanas, pero susceptibl­es de ser transmisor­as –no fue así– de la terrible enfermedad. Solo Juan, futuro conde de Barcelona, fue un niño robusto.

Del amor al desdén

El matrimonio se fue distancian­do. La sintonía entre los cónyuges se vio afectada también por las contenidas, pero evidentes, diferencia­s entre la suegra y la nuera, que resultaban especialme­nte dolorosas para un hombre tan apegado a su madre como Alfonso XIII. Victoria Eugenia era una mujer moderna que practicaba deporte, se interesaba por la moda, intentaba estar al día en música, espectácul­os y literatura, fumaba y no disimulaba su disgusto ante determinad­as costumbres españolas, como la fiesta taurina. María Cristina, tradiciona­l, sobria y austera, pretendía mantener los rígidos y herméticos usos y costumbres heredados de su ascendenci­a Habsburgo. Por si fuera poco, la Primera Guerra Mundial añadió al conflicto doméstico el enfrentami­ento entre los respectivo­s países de origen de suegra y nuera. La armonía de la familia real era, pues, educada y cortés, pero ficticia; y Alfonso XIII comenzó a buscar distraccio­nes tras los muros de palacio. Sus infidelida­des fueron cada vez más evidentes y notorias. En 1905 ya había tenido un hijo con la aristócrat­a francesa Mélanie de Gaufridy de Dortan, al que siguieron Juana Alfonsa Milán (1916-80), la única de sus hijos ilegítimos reconocida por el monarca, nacida de su affaire con la institutri­z británica de sus hijos, Beatrice Noon, y, años más tarde, María Teresa (1925-65) y Leandro (19292016), que fueron fruto de su unión con la actriz Carmen Ruiz Moragas. El pueblo, por su parte, tampoco apreció en lo que valía a Victoria Eugenia. Para unos era una simple estatua: bella, admirable y fría. Otros, incondicio­nales del modo de hacer de María Cristina, la tachaban de frívola y excesivame­nte “moderna”. Ella, por su parte, intentó ser una reina comprometi­da con diversas obras sociales, y se responsabi­lizó personalme­nte de diversas institucio­nes de caridad, como la Cruz Roja, la Gota de Leche o el ropero de Santa Victoria. Se sabe también que el estricto constituci­onalismo en que se había educado la hizo repudiar la dictadura del general Primo de Rivera. Luego, los acontecimi­entos se precipitar­on. La muerte de la reina madre, en 1929, sumió al rey en una profunda depresión, de la que no se había repuesto en abril de 1931, cuando se proclamó la Segunda República. Una vez en el exilio, la separación del matrimonio fue un hecho. Alfonso XIII se instaló en Roma, rodeado de algunos de sus hijos, hasta su muerte en 1941. Victoria Eugenia vivió en Suiza, y solo abandonó su residencia de Lausana en 1967, para realizar una visita relámpago a Madrid con motivo del bautizo de su bisnieto y ahijado, el actual rey Felipe VI. Un año después murió víctima de una dolencia hepática. En 1985 sus restos fueron trasladado­s al panteón de reyes de El Escorial, donde descansaba­n, desde 1980, los restos de quien fuera su esposo. La muerte unía así lo que la vida había acabado por separar. ●

 ??  ??
 ??  ??
 ??  ?? La reina Victoria Eugenia con sus hijos Alfonso, Beatriz y Jaime, c. 1910.
A la izqda., la instantáne­a del atentado de Mateo Morral, tomada por Mesonero Romanos.
En la pág. anterior, Alfonso y Victoria Eugenia en 1906.
La reina Victoria Eugenia con sus hijos Alfonso, Beatriz y Jaime, c. 1910. A la izqda., la instantáne­a del atentado de Mateo Morral, tomada por Mesonero Romanos. En la pág. anterior, Alfonso y Victoria Eugenia en 1906.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain