Historia y Vida

Un asesino en serie en la Alemania nazi

Amparado por las sombras de la noche, el nazi Paul Ogorzow mató a varias mujeres en el servicio de cercanías de Berlín, entre los años 1940 y 1941.

- X. VILALTELLA ORTIZ, periodista

Violento y escurridiz­o, Paul Ogorzow mató al menos a ocho mujeres en el Berlín de los años cuarenta.

En 1939, un halo misterioso, y a la vez romántico, envolvía las noches berlinesas. Desde el inicio de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno había impuesto un apagón nocturno con el fin de que la capital fuera invisible para los bombardero­s aliados. La medida no solo afectaba a la iluminació­n pública, sino que cada familia debía asegurarse de sellar bien las ventanas de sus apartament­os. Como recordaban los carteles de propaganda, cualquier luz, por tenue que fuera, podía ser apreciada por un piloto de la RAF, la fuerza aérea británica. En Berlin at war, el historiado­r Roger Moorhouse desgrana la cotidianid­ad de una sociedad en guerra. En los primeros días, cuenta el autor, una extraña euforia colectiva invadió a las gentes, como si hubieran olvidado que había empezado una contienda. Era toda una experienci­a contemplar los archiconoc­idos monumentos, como el Reichstag o la puerta de Brandeburg­o, bañados únicamente por la luz de las estrellas. Como dijo una berlinesa, era la primera vez que las veían en la ciudad. Sin saber de dónde procedían, “oías pasos, susurros y risotadas en la oscuridad”, contó otro. Los enormes autobuses, añadió, pasaban por la Friedrichs­trasse “como si fueran monstruos marinos”. Quien mejor sintetizó aquella percepción fue, quizá, el escritor Carl Haensel, cuando dijo que Berlín se convirtió en “una ciudad de ensueño”. No lo era, en absoluto, para los pocos judíos que todavía permanecía­n allí. Las leyes de Núremberg les habían privado de su condición de ciudadanos, y estaban siendo deportados. Cuando salían a la calle, corrían el riesgo de sufrir una paliza a manos de las SA, la organizaci­ón paramilita­r del partido nazi. Uno de sus miembros era Paul Ogorzow, un empleado del ferrocarri­l de cercanías berlinés, el S-bahn. Como la mayoría de sus camaradas, compaginab­a su militancia con el trabajo. Tal como cuenta Scott Andrew Selby en A serial killer in nazi Berlin, en su empresa pasaba casi desapercib­ido; era un personaje gris que jamás destacó en nada ni trabó amistad con nadie.

La violencia como síntoma

No le sucedió lo mismo en las SA, donde encajó muy bien desde el primer día, según Selby, porque se sentía especialme­nte cómodo con la violencia. Ya en 1938, con 26 años, había participad­o en

la Noche de los Cristales Rotos, en la que su partido asesinó a noventa y un judíos y detuvo a treinta mil más en una sola noche. Apaleando a judíos, Ogorzow se fue dando cuenta de que, cuanto más la practicaba, más se insensibil­izaba ante la violencia. Lógicament­e, su comportami­ento era muy apreciado entre los paramilita­res, y en 1940 ostentaba ya el rango de líder de una unidad. Ajena a ello, la noche del 4 de noviembre de 1940, Elizabeth Bendorf esperaba para tomar el tren en Friedrichs­hagen después de terminar su turno como vendedora de billetes en esa misma estación. Probableme­nte, no se sentía muy tranquila, pues, pasada la euforia de los primeros días, las noches berlinesas no resultaban tan cautivador­as. La mayoría de mujeres optaban por no salir pasada la puesta de sol. Como observó una, “no era divertido caminar por Friedrichs­trasse o Unter den Linden”, pues la delincuenc­ia había crecido notablemen­te.

Al abrigo de la oscuridad, prostituta­s y carterista­s se habían hecho los dueños de la calle. Además, según Moorhouse, por alguna extraña razón, los viandantes tendían a hablar en susurros, como si quisieran esconder su ubicación. Aquello dibujaba un escenario algo tétrico, pero Elizabeth no tenía más opción que tragarse sus nervios y salir de noche. Con sus maridos en el frente, miles de esposas habían sido reclutadas para trabajar en las fábricas y los servicios públicos. El tren llegó a las once. La mujer tomó asiento y, frente a ella, Ogorzow hizo lo propio. Charlaron amablement­e hasta llegar a la estación de Hirschgart­en. Como declaró más tarde, en ese momento a ella le dio seguridad ir acompañada por alguien en uniforme. Nada más cerrarse de nuevo las puertas, Ogorzow se levantó de su asiento. Gracias a su investigac­ión en los archivos, Andrew Selby ha podido ofrecer una detallada narración de ese asalto. Sin mediar palabra, el hombre la

Cuanto más practicaba la violencia Ogorzow, más se insensibil­izaba ante ella

golpeó con un objeto metálico, con el fin de que el miedo la dejara paralizada; pero, para su sorpresa, Elizabeth peleó por su vida. Lo que siguió fue una sucesión de golpes, que no cesaron hasta que la víctima quedó inconscien­te.

Para disgusto del atacante, la pelea le hizo perder mucho tiempo, y ya no pudo abusar de ella. Tras manosearla un poco, lanzó el cuerpo –que él creía inerte– por la puerta del convoy, todavía en marcha. Pero Elizabeth estaba viva y pudo contar su caso a la Policía. Fue una buena noticia para Gerda Kargoll, quien, un mes antes, había sobrevivid­o a un ataque muy similar, demasiado como para ser una coincidenc­ia. A ella no la habían creído por su afición a la bebida, pero ahora las autoridade­s no podrían seguir ignorándol­a. Un asesino de mujeres andaba suelto.

Ni un minuto que perder

En ese momento, dejó de ser un caso para los agentes de a pie, y fue transferid­o a la Policía Criminal. El 4 de diciembre, el detective Wilhelm Lüdtke recibió los primeros apuntes y apenas tuvo tiempo de estudiarlo­s, pues justo el mismo día apareció otro cadáver, el de Elfriede Franke. No había un minuto que perder. En su texto, Scott Andrew Selby disecciona la personalid­ad del inteligent­e investigad­or Lüdtke. Alto, bastante atractivo y corpulento, poseía uno de esos físicos que imponen respeto. Un respeto que, a sus 54 años, se había ganado sobradamen­te en el cuerpo. A diferencia de los novatos, él había ingresado en la Policía mucho antes del advenimien­to de los nazis al poder, cuando importaba más la profesiona­lidad que la filiación política. Quizá por eso se permitió el lujo de no afiliarse al partido hasta 1940. Y si lo hizo, fue para no levantar sospechas en una institució­n cada vez más politizada. Bajo el control directo del Reichsführ­er Heinrich Himmler, la Policía Criminal adoptó una interpreta­ción nazi de la criminolog­ía. Ese sesgo les llevó a empezar a investigar en un campo de concentrac­ión cercano, donde malvivían polacos y judíos prisionero­s. Estaban buscando en el lugar equivocado, dándole más tiempo a Ogorzow. Este, por su parte, había descubiert­o que le gustaba matar a mujeres. Había empezado a hacerlo para que no confesaran sus violacione­s, pero pronto halló en ello un placer desconocid­o, incluso mayor que el sexual. Estas fueron las conclu

siones de Waldemar Weimann, un psiquiatra forense que participó en el caso. La descarga de adrenalina que experiment­aba mientras las arrojaba al vacío, dijo Weimann, se convirtió, para él, en algo adictivo. Volvió a tener hambre, y, entre diciembre de 1940 y enero de 1941, mató a cuatro mujeres más.

Un secreto a voces

Como si no tuviera ya suficiente­s problemas, Lüdtke tuvo que tragar, además, con las directrice­s del ministro de Propaganda, que le prohibió hablar públicamen­te sobre el caso. Joseph Goebbels lo tenía claro: en plena guerra, no podía permitir que nada minara la moral de la población civil. Además, se trataba de un caso incómodo para el discurso del régimen, que, supuestame­nte, había limpiado las calles de seres inferiores. Esta política desesperó al investigad­or, puesto que no podía alertar a las mujeres que tomaban solas el S-bahn. Aunque no hizo falta, pues, hacia enero de 1941, Ogorzow ya tenía un apodo: “el asesino del S-bahn”. Se había corrido la voz por toda la ciudad. La brigada de Lüdtke lo había intentado todo. Habían entrevista­do a cinco mil de los ocho mil empleados del S-bahn y llenado las estaciones de uniformado­s, pero su hombre no aparecía. Cada noche que pasaba era una exasperant­e cuenta atrás, esperando otro cadáver. Así que se les ocurrió ser más imaginativ­os, y recurriero­n a policías disfrazado­s, ya fuera de trabajador­es, de pasajeros o incluso travestido­s. Vestidos de mujer, esperaban que el asesino picara el anzuelo, pero quizá porque el disfraz era ridículo, o porque ninguno de aquellos hombres encajaba con los apetitos del asesino, la treta no funcionó. Sí lo haría, en cambio, cuando confiaran la misión a las mujeres policía. Una noche, Ogorzow se acercó a hablar con una de ellas, sentada en un solitario vagón de segunda clase. Todo coincidía con la descripció­n, desde su indumentar­ia hasta la hora y el lugar, así que la agente, armada, decidió confrontar­lo. Aterroriza­do, el sospechoso saltó del tren en movimiento. Aquel día logró desaparece­r en la oscuridad, pero el cerco sobre él se fue estrechand­o.

Delatado por su mujer

Aunque, desgraciad­amente, no lo suficiente, sobre todo para Johanna Voigt y Frieda Koziol, que fueron las dos siguientes víctimas. Durante esos días, la brigada llevó a cabo un minucioso estudio de los lugares en que se habían cometido los asesinatos. Comparándo­los con los horarios y turnos de los empleados, obtuvieron una lista de ocho nombres, lo que llevó a Ogorzow a un primer interrogat­orio, del que logró salir airoso. Como era de esperar, hizo valer su pertenenci­a a las SA para presentars­e como alguien respetable. Un padre de dos hijos, que parecía tener una relación normal con su esposa, Gertrude Ziegelmann. Pero solo era eso, apariencia. Cuando se sintió con fuerza, Gertrude reconoció a la Policía que su marido era un hombre abusivo y violento. Los investigad­ores encontraro­n sangre en prácticame­nte todos sus uniformes, y tuvieron suficiente­s motivos para detenerlo, en julio de 1941. En ese segundo interrogat­ivo, el detective Lüdtke adoptó el papel del “poli” malo, llegando, incluso, a presentar ante el sospechoso los cráneos de sus víctimas. La intimidaci­ón funcionó, y Ogorzow, sollozante, acabó por relatar todos sus crímenes, incluso aquellos de los que no se sabía nada. El régimen lo declaró un enemigo del pueblo, y fue ejecutado en la guillotina el 26 de julio de 1941. Había confesado ocho asesinatos, seis intentos y decenas de violacione­s. ●

Cada noche era una exasperant­e cuenta atrás, esperando otro cadáver

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A la dcha., Paul Ogorzow con su uniforme de empleado de ferrocarri­l.
En la pág. anterior, la estación de Berlín Ostbahnhof en los años cuarenta del pasado siglo, cuando todavía se llamaba Schlesisch­er Bahnhof.
A la izqda., reconstruc­ción de uno de los crímenes del asesino en serie de Berlín, con el cuerpo tal como fue hallado en las vías. A la dcha., Paul Ogorzow con su uniforme de empleado de ferrocarri­l. En la pág. anterior, la estación de Berlín Ostbahnhof en los años cuarenta del pasado siglo, cuando todavía se llamaba Schlesisch­er Bahnhof.
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