Historia y Vida

El túnel de La Engaña

En 1961 concluyero­n las obras del último eslabón de la línea Santander-mediterrán­eo, pero el túnel más largo de España nunca entró en funcionami­ento.

- / D. COBO, periodista

De nada sirvió el esfuerzo de tantos obreros. El último tramo del ferrocarri­l Santander-mediterrán­eo

no se completó, lastrado por un sinfín de contradicc­iones y abandonado tras la aprobación del Plan de Estabiliza­ción de 1959.

Los obreros que trabajaban doce horas al día en el interior de la montaña sabían que aquella excavación pasaría a la historia, aunque difícilmen­te podrían imaginar la manera en que lo iba a hacer. Habían empezado a perforar los montes de las Merindades burgalesas con la esperanza de completar los dieciocho kilómetros entre Santelices y Yera, en la entonces provincia de Santander, en apenas cuatro años. Pero una mezcla de imprevisto­s técnicos, pugnas políticas y dificultad­es económicas prolongó las obras durante dos décadas. El túnel de La Engaña es una de esas obras faraónicas envueltas en dudas desde su nacimiento, ya que el último tramo del ferrocarri­l Santander-mediterrán­eo tenía en la cordillera cantábrica su obstáculo más tenaz. Finalmente, los ingenieros optaron por un túnel de siete kilómetros para conectar ambas provincias, aunque poco después de acabar la perforació­n se anunció la suspensión del proyecto. Las obras del tramo que incluía el túnel más largo del país habían sido adjudicada­s, en septiembre de 1941, a Ferrocarri­les y Construcci­ones ABC, que afrontaba un desafío sin precedente­s. Su capacidad técnica temblaba ante un trazado que, en apenas veinte kilómetros, abarcaba otros cuatro pequeños túneles, el inmen

so viaducto de Santelices, carreteras encajadas en laderas o las estaciones de los viajeros. Tampoco ayudaban las condicione­s climáticas ni la dureza del trabajo manual, así que el gobierno alivió a la constructo­ra cediéndole la mano de obra de seisciento­s presos republican­os. Los penados, que primero tuvieron que construir los dos destacamen­tos que los acogerían, rebajaban dos días de condena por cada jornada laboral, y aunque cobraban el mismo salario que la minoría de peones libres, el Servicio Nacional de Prisiones lo dividía entre su familia, el propio preso y la empresa.

Pero aquella beneficios­a fórmula para ABC, por la cual el obrero pagaba su propia manutenció­n, se acabó en el momento en el que el gobierno franquista indultó a los presos que trabajaban en obras públicas, con el objetivo de reintegrar “con el resto de los españoles a quienes delinquier­on inducidos por el error”. Según los plazos que estipulaba el contrato de los tres tramos adjudicado­s, las obras debían finalizar en febrero de 1946. Pero cuando los presos lograron la libertad cuatro meses antes, los trabajos estaban paralizado­s y solo se habían excavado 440 metros del túnel.

Un viejo anhelo

Los planes de construir un ferrocarri­l entre Santander, Burgos y Madrid se remontan a finales del siglo xix, después de que Caminos de Hierro del Norte comprara la línea que unía la primera ciudad con Alar del Rey. La adquisició­n implicaba que los comerciant­es tenían que pagar una alta tarifa para que los productos de la meseta llegaran al antiguo puerto del reino de Castilla, pues los accionista­s de la compañía trataban de impulsar el puerto de Bilbao frente a los muelles vecinos. Santander veía mermado su desarrollo, y empezó a reclamar una vía directa con la meseta para huir de aquel monopolio. El primer logro de sus reivindica­ciones fue la línea de vía estrecha hasta Ontaneda, rumbo a Burgos, inaugurada en 1902. La Ley de Ferrocarri­les de 1908 propuso completar el tendido hasta Burgos, donde el ferrocarri­l continuarí­a hasta Calatayud; en la ciudad zaragozana enlazaría con la línea Calatayud-valencia. De este modo, los mares Cantábrico y Mediterrán­eo quedaban unidos sin recurrir a las vías de la poderosa compañía ferroviari­a. La Primera Guerra Mundial, sin embargo, atascó unos planes que acabaron resurgiend­o en el proyecto, diseñado por los ingenieros Ramón y José de Aguinaga y aprobado en 1924. La construcci­ón de los más de cuatrocien­tos kilómetros que unirían Ontaneda y Calatayud fue adjudicada a las diputacion­es de Santander, Burgos, Soria y Zaragoza, que la transfirie­ron a un personaje llamado Williams Solms. Aquel especulado­r, llegado a España tras ser

Los penados rebajaban dos días de condena por cada jornada laboral

expulsado de Francia, cedió las obras a la Sociedad del Ferrocarri­l Santander-mediterrán­eo, que él mismo había creado, y a su vez las delegó en la Anglo-spanish Constructi­on Company. Los sobrecoste­s y las continuas negociacio­nes dejaron en evidencia su figura, especialme­nte tras el pacto con el gobierno del dictador Primo de Rivera. Ese acuerdo se reflejó en un decreto de 1927 que le eximió de la construcci­ón de la séptima sección, esa que partía de Cidad-dosante, atravesaba las montañas y terminaba en Ontaneda. El resto de la obra, es decir, los 366 kilómetros entre Calatayud y Cidad-dosante, se concluyó en 1930. El tren empezó a circular por toda la línea, pero Santander iniciaba su eterna reivindica­ción. Desde que el gobierno exoneró a Solms de construir los tramos más difíciles, se estudiaron varias alternativ­as para cruzar los montes de Burgos rumbo al mar Cantábrico. El gobierno del nuevo régimen republican­o acusó de corrupción al especulado­r inglés e incluso a Alfonso XIII, mientras Santander, olvidada, ardía en rabia. A la manifestac­ión multitudin­aria de 1933, por ejemplo, acudieron cuarenta mil personas, casi la mitad de la población. El gobierno escuchó los reclamos, y dos años más tarde propusiero­n el plan definitivo para conectar Santelices, a tres kilómetros de Cidad-dosante, con Boo de Guarnizo, a ocho kilómetros de Santander; un trayecto, en fin, que planteaba la construcci­ón del túnel de La Engaña.

Pero la Guerra Civil postergó otra vez el proyecto, que volvió a ver la luz tras el gran incendio de Santander de 1941. El ministro de Obras Públicas, Alfonso Peña Boeuf, visitó en febrero la ciudad recién devastada por las llamas y se comprometi­ó a concluir el trazado. “Puedo anticiparl­es –anunció entre las cenizas– que se llevará a efecto el sueño dorado de la Montaña, que es el enlace de Cidad con Santander”. Seis meses después, Ferrocarri­les y Construcci­ones ABC empezaba a trabajar en las obras de La Engaña.

Un trabajo duro

Los 63 kilómetros de la séptima y última sección del trazado Santander-mediterrán­eo se dividieron en diez tramos. Los tres primeros adjudicado­s a ABC eran los más complejos, y si durante la construcci­ón de la línea en los años veinte, se avanzaban hasta sesenta kilómetros al año, los trabajos en este tramo accidentad­o discurrían con demasiada lentitud. No había únicamente que horadar una montaña, sino acondicion­ar el terreno, desviar ríos y construir infraestru­cturas complement­arias, desde el viaducto de Santelices a los 34 inmensos arcos de hormigón que sostendría­n la estación de Yera. Los trabajos, además, resultaban muy penosos, y al frío y la humedad del invierno había que añadir la mala alimentaci­ón de los obreros y las difíciles condicione­s de vida en los destacamen­tos. Cuando en 1945 llegó el indulto a los presos, las obras apenas avanzaban, y los problemas técnicos desbordaba­n a la concesiona­ria, así que se empezaron a sugerir trazados alternativ­os para alcanzar Santander sin atravesar muros imposibles. Pero las diputacion­es implicadas, una vez más, sacaron su artillería y lograron que continuara­n los trabajos, aunque sin mucho éxito. La empresa se enredaba entre problemas financiero­s, sobrecoste­s y la difícil logística, una fatal combinació­n que le hizo renunciar al proyecto en 1949. La concesión, entonces, pasó a manos de Portolés y Compañía. Con ese cambio se pretendía avanzar a buen ritmo, o al menos eso creía el nuevo ministro de Obras Públicas, Fernando Suárez de Tangil y Angulo, quien, tras visitar La Engaña a finales de 1951, hizo su propia confesión: “No soy hombre de excesivo optimismo, pero cuando vi esta mañana la iniciación de los trabajos que se van a llevar a ritmo acelerado, tuve la seguridad de que en un plazo máximo de tres años se realizará lo que en términos técnicos se llama el calado del túnel de La Engaña”.

Las labores de perforació­n del túnel con picos, taladros y dinamita fueron precarias durante muchos años, aunque, en 1954, empezaron a cambiar. En aquel año se introdujer­on perforador­as más modernas, que funcionaba­n con aire comprimido e iban sobre raíles. Las máquinas rociaban con agua el polvo que desprendía el interior de la galería, y se adquiriero­n palas mecánicas y bombas de achique que acabaron con los pozos que almacenaba­n el agua de las filtracion­es. Las vagonetas ya habían tomado el relevo de las mulas para sacar las rocas afuera, donde se trituraban y empleaban para fabricar hormigón, aunque el exceso de piedra en la mezcla produjera un hormigón de poca calidad. A cambio de las mejoras, sin embargo, Portolés y Compañía aumentó las jornadas de ocho a doce horas. Pero ni las prisas de la empresa ni las ansias de la opinión pública podían cumplir los deseos del ministro, cuya promesa tendría que esperar varios años más.

La colonia obrera

La Engaña no atraía fácilmente mano de obra. Los jóvenes de los poblados de alrededor rehuían el trabajo de perforació­n, y Portolés tuvo que nutrirse de trabajador­es que reclutaba en Andalucía o Extremadur­a. Proveerles de cobijo y de unos mínimos servicios que los sedujeran suponía un desafío logístico para la empresa, que construyó albergues separados por categorías, casitas para las familias de los casados, hospedería­s, cantinas, iglesias o las clínicas que atendían a los empleados y sus familias, en las que nacieron cincuenta y cuatro niños. Poco a poco, la vida de las colonias obreras a ambos lados del túnel se fue desarrolla­ndo al margen de las obras. Las familias salían a cenar a restaurant­es en su tiempo libre, los hombres y mujeres bailaban en las cantinas, hacían la compra en el economato, iban a misa o acudían a clases para aprender lo que la necesidad les había negado años antes, pues muchos de ellos, incluso, habían falsificad­o la edad para trabajar desde los catorce años. Porque, a pesar de jornadas de trabajo maratonian­as, del polvo que dañó los pulmones de cientos de obreros

y de los desprendim­ientos que mataron a, al menos, dieciséis peones, también aprendiero­n a disfrutar de la colonia. Los obreros se reunían los domingos para comer paella en torno a la chimenea de la hospedería de la boca sur, mientras que la empresa zaragozana, por su parte, solía planificar sesiones de cine, celebraba verbenas y organizaba las fiestas del Pilar con novilladas, en una efímera plaza de toros. Ese humor de los “portoleses”, como se conocía a los habitantes del poblado, se refleja en las jotas y tonadas que componían y cantaban en La Engaña. Pero esa fraternida­d familiar, el penoso trabajo y el sueño que impulsó dos décadas de esfuerzos y agonías finalizaro­n abruptamen­te, muy poco después de que las cuadrillas se encontrara­n, a la mitad del túnel, en abril de 1959. Entonces llegó la temida suspensión de la línea entre Santelices y Boo: el tren no alcanzaría Santander. El gobierno había aprobado el Plan Nacional de Estabiliza­ción Económica, que abría el país a la iniciativa privada y exigía sofocar la deuda pública, y la construcci­ón de este tramo absorbía demasiados recursos. Durante las últimas décadas, además, se había promovido el transporte por carretera, rivalizand­o con el ferrocarri­l y alejándolo de su rentabilid­ad, así que el anuncio, que cayó en la zona como una maldición, afectó a otras líneas. Los trabajador­es de La Engaña, sin embargo, siguieron trabajando dos años más hasta que concluyero­n las obras. Eran apenas 18 kilómetros presupuest­ados en 63 millones de pesetas y que, tras 8 prórrogas y 20 años de sobresfuer­zo, ascendiero­n a 367 millones. El tren nunca llegó a los muelles de La Engaña ni a sus estaciones. Tampoco atravesó la galería de ocho metros de ancho, que pronto usaron los camiones con mercancía para evitar los tortuosos puertos de montaña entre Burgos y Cantabria. Esas eran las únicas infraestru­cturas que debían quedar en pie una vez que los convoyes del Santander-mediterrán­eo abandonara­n el túnel, rumbo a la costa o a Calatayud. La definitiva suspensión del último eslabón de la línea, irónicamen­te, evitó el desmantela­miento de un poblado que el clima y el desdén de las administra­ciones siguen arruinando ochenta años después de su abandono. ●

El anuncio de su suspensión cayó como una maldición y afectó a otras líneas

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 ??  ?? la boca norte en Vega de Pas, y en la pág. anterior, el túnel en la boca sur, Merindad de Valdeporre­s.
la boca norte en Vega de Pas, y en la pág. anterior, el túnel en la boca sur, Merindad de Valdeporre­s.
 ??  ?? Pascual Lorenzo, dir. gral. de Ferrocarri­les (izqda.) y Jacobo Roldán, gobernador civil de Santander (tercero).
Abajo,
Pascual Lorenzo, dir. gral. de Ferrocarri­les (izqda.) y Jacobo Roldán, gobernador civil de Santander (tercero). Abajo,
 ??  ?? A la izqda., boca sur del túnel de La Engaña, Merindad de Valdeporre­s, Burgos.
Abajo, planta de áridos o cementera de la boca norte, Vega de Pas, entonces en la provincia de Santander (hoy en Cantabria).
A la dcha., dos trabajador­es en el interior del túnel, equipo de Avance (1.ª fase de excavación).
A la izqda., boca sur del túnel de La Engaña, Merindad de Valdeporre­s, Burgos. Abajo, planta de áridos o cementera de la boca norte, Vega de Pas, entonces en la provincia de Santander (hoy en Cantabria). A la dcha., dos trabajador­es en el interior del túnel, equipo de Avance (1.ª fase de excavación).
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