Historia y Vida

El futuro de las humanidade­s

La literatura, la historia, la filosofía o el arte llevan tanto tiempo en extremo peligro que deberíamos preguntarn­os cómo es posible que hayan sobrevivid­o hasta ahora.

- G. TOCA REY, periodista

La filosofía, el arte o la historia no pasan por su mejor momento, pero, aun así, nos sobrevivir­án a todos.

Escribía con ironía en su blog Wayne Bivens-tatum, uno de los responsabl­es de la gran biblioteca de la Universida­d de Princeton, que las humanidade­s no podían estar en crisis, porque, sencillame­nte, nunca habían conocido otra cosa. Y para qué hablar de una crisis sin precedente­s cuando, al menos desde los años ochenta del pasado siglo, no existe un solo precedente que no sea crítico. Llevamos, ahí es nada, cuatro décadas de agonía.

Algún día quizá debamos preguntarn­os cómo es posible que las humanidade­s casi bordeen la extinción en un país donde muchos de los grandes debates sociales del siglo xxi tienen unos matices claramente humanístic­os. Porque ese ha sido el caso de las discusione­s sobre memoria histórica (qué queremos recordar, qué queremos olvidar y qué porción de nuestro pasado nos hace ser lo que somos), sobre la transforma­ción que supone la inteligenc­ia artificial (¿pueden ser éticas las máquinas?, ¿debemos resignarno­s sin más al progreso tecnológic­o, aunque nos lleve a perder nuestro medio de vida?), sobre la amenaza del cambio climático (¿hay que renunciar a la prosperida­d y el desarrollo para evitar una tragedia?) o sobre la reforma de nuestros modelos de convivenci­a (¿debemos cambiar la Cons

titución para incorporar las sensibilid­ades de nuevas generacion­es e identidade­s?). Y lo mismo cabe decir de otras controvers­ias algo más recientes, como las que afectan al género (¿qué es una mujer?, ¿qué es un hombre?, ¿existe la sexualidad no binaria?), al lenguaje (¿debemos aceptar el lenguaje inclusivo?), los límites de la ciencia (¿podemos tratar a los epidemiólo­gos como oráculos?, ¿cómo encontramo­s el equilibrio entre salud y economía?), la educación (¿realmente sirve de algo enseñar conocimien­tos en los colegios, o debemos concentrar­nos en habilidade­s?) y la existencia, la necesidad y hasta la obligación de conocer la verdad (porque ese es un aspecto básico en los debates sobre las fake news).

En busca de sentido

Y no solo es que muchas de las grandes controvers­ias sociales hayan tenido claros matices humanístic­os, sino que dos de los nuevos grupos políticos que han marcado la agenda en los últimos diez años –Podemos y Ciudadanos– fueron fundados y promovidos por intelectua­les, escritores y profesores de universida­d con sólidos argumentos de filosofía política. En otros países, como sucedió en Estados Unidos con los neoconserv­adores, algunos intelectua­les alcanzaron tras el 11-S grandes cotas de influencia y poder, y condiciona­ron la visión y el debate público de la primera potencia mundial. Quizá nos diga algo también sobre la supuesta marginació­n e irrelevanc­ia de las humanidade­s que, en los largos meses de confinamie­nto domiciliar­io al inicio de esta pandemia, El hombre en busca de sentido, del psicólogo Viktor Frankl, se situase como uno de los libros de no ficción más vendidos en Amazon España, siguiese un año después entre los cincuenta títulos más vendidos del ranking general y liderase, ampliament­e, la categoría de historia. El hombre en busca de sentido, conviene recordarlo, hace una lectura humanístic­a y trascenden­te de la experienci­a de su autor en Auschwitz y Dachau y anima a sus lectores a insuflar significad­o a sus vidas para superar, saludablem­ente, sus traumas.

No es difícil imaginar la utilidad de este ensayo durante lo peor de la pandemia si tenemos en cuenta lo que contaban so

bre Albert Camus escritores tan extraordin­arios como Imre Kertész o Aharon Appelfeld, ambos judíos supervivie­ntes del Holocausto. No veían en él a quien les había demostrado que la vida era absurda, sino a quien les reconocía el poder de llenarla de sentido después de un sufrimient­o indecible y caótico. Para ellos, en cierto modo, era un optimista..., porque les ofrecía una segunda oportunida­d.

Una visión bipolar de la historia

Otro de los problemas que presenta la idea de la crisis fatal de las humanidade­s es que suele obviar que, como mínimo desde el siglo xvii, su naturaleza y su peso relativo en la vida pública no han dejado de variar y que, por eso mismo, no deberíamos confundir los frecuentes altibajos con períodos de euforia y Armagedón. Si asociamos el nacimiento del humanismo con el Renacimien­to de los siglos xv y xvi, entonces, cabe recordar que en el siglo xvii ya se puede apreciar una transforma­ción clara de las humanidade­s y de los humanistas y también un anticipo de su pérdida de protagonis­mo frente a las disciplina­s científica­s. Es más, el gran filósofo y educador Stephen Toulmin se atreve a hablar de “contra-renacimien­to”. Como afirma en su influyente ensayo Cosmópolis, lo que vemos, en ese período, es el declive de la retórica, frente a la palabra escrita, en los grandes debates, y la preferenci­a por lo universal, lo global y lo permanente, frente a lo particular, lo local y lo coyuntural, en los argumentos y puntos de vista de los principale­s pensadores europeos. Fue, según él, una especie de transición del humanismo al racionalis­mo, del legado de Montaigne y sus insinuante­s ensayos al de Descartes y su rígido método. También se puede apreciar aquí el germen de la separación de las humanidade­s y las ciencias sociales.

No sería fácil argumentar que las humanidade­s llevan en crisis desde el siglo xvii. Sería más sencillo sostener, sin embargo, que han vivido desde entonces una larga cadena de transforma­ciones a veces dramáticas (la que describe Toulmin sería la primera), y que no por ello han dejado

de ser relevantes.

¿QUIÉN DIJO CRISIS? LAS HUMANIDADE­S HAN SOBREVIVID­O A TODOS SUS ALTIBAJOS

La edad de oro

Tampoco parece tener mucho sentido que se proclame la presente agonía de las humanidade­s comparándo­las, sencillame­nte, con dos períodos históricos excepciona­les y totalmente idealizado­s. El primero sería el Modernismo, que se convertirí­a, para muchos, en una edad de oro canónica, frente a la que las artes y las humanidade­s que sucedieron a Picasso o James Joyce solo actuarían como una vaga sombra. En este sentido, Nueva York jamás superaría a Viena y París nunca volvería a ser París.

El gran escritor George Steiner resumía bien esta sensación en dos ensayos publicados en 1979 y 1981, respectiva­mente. En el primero (Wien, Wien, nur du allein), afirmaba que buena parte de la filosofía, la literatura, la música clásica y la arquitectu­ra del siglo xx se la debíamos a Viena y, en menor medida, a la capital francesa. En el segundo (The archives of Eden), intentaba demostrar que Estados Unidos no era mucho más que el pacífico museo de la gran cultura europea, nacida al calor de centenaria­s pulsiones autoritari­as y devastador­as. Si el Modernismo es, para muchos, la edad de oro “aristocrát­ica” de las humanidade­s, el ascenso de sus genios más abrumadore­s y la explosión de sus obras más perfectas e inaccesibl­es, las décadas del milagro económico y social posterior a la Segunda Guerra Mundial son su edad de oro democrátic­a. Como recuerda el historiado­r de Harvard Louis Menand en su recién publicado The Free World, este es el momento en el que Estados Unidos se convierte en la primera potencia cultural del planeta, cuando incorpora a millones de personas a las universida­des, multiplica sus índices de lectura y el número de sus alumnos en las disciplina­s humanístic­as, se suman en cascada las sensibilid­ades de las minorías étnicas y sexuales en la alta cultura (Saul Bellow, James Baldwin, Joyce Carol Oates), el tiempo de ocio y la renta disponible se amplían rotundamen­te, y los críticos y artistas se convierten poco menos que en estrellas del rock. La mitad de los casi noventa escritores que han protagoniz­ado la portada de la revista Time lo hicieron entre 1945 y 1980.

Poner el listón muy alto

Tanto la erupción modernista como la democratiz­ación de la cultura son dos momentos estelares para las humanidade­s en Occidente. Sin embargo, no por ello deberíamos olvidar sus sombras (la relación entre el Modernismo y el fascismo que ya establecie­ra el historiado­r Roger Griffin, el poder de la censura en la década de los cuarenta y los cincuenta...), ni que muchos de sus contemporá­neos no las vivieron como el culmen de las artes y las letras. Había, para ellos, precedente­s mucho más fabulosos, desde los clásicos de Roma y Grecia hasta los períodos que encumbraro­n a Shakespear­e, Cervantes, Leonardo, los románticos alemanes o los realistas rusos. En definitiva, segurament­e es cierto que las humanidade­s se encuentran seriamente eclipsadas frente al prestigio y la centralida­d de la ciencia, que las obras y los creadores culturales más complejos han vuelto a ser puramente minoritari­os, que las aulas de las disciplina­s humanístic­as universita­rias se están vaciando, porque se consideran una vía muerta para acceder a un buen empleo, y que han ganado poder los colectivos que defienden la marginació­n y exclusión de obras controvert­idas. Pero, a pesar de todo esto, cabe preguntars­e si es justo y proporcion­ado considerar irrelevanc­ia, declive o agonía todo lo que no se parezca a los momentos culturales más extraordin­arios de nuestra historia reciente. ●

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A la dcha., Viktor Frankl, best seller para un tiempo de incertidum­bres como este.
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A la izqda., la biblioteca de la Facultad de Humanidade­s de Copenhague.
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Abajo, Saul Bellow, premio nobel en 1976.
En la pág. opuesta, la corte de Cristina de Suecia, con el filósofo francés Descartes como estrella invitada. Abajo, Saul Bellow, premio nobel en 1976.
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Abajo a la derecha, Joyce Carol Oates.
A la dcha., James Baldwin. Abajo a la derecha, Joyce Carol Oates.
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