TOCAR EL CIELO
Hitos y fracasos jalonan la historia de las catedrales, una vertiginosa competición por conquistar las alturas y capturar la luz del sol, símbolo de la iluminación divina.
La primera catedral gótica no era, en realidad, una catedral. Para ser exactos, no lo fue hasta 1966. La chispa que prendió la mecha de un nuevo estilo arquitectónico, amante de la verticalidad, que elevaría el perfil de decenas de ciudades europeas a cotas no superadas hasta los rascacielos del siglo xx, surgió en Saint-denis, una abadía benedictina a menos de diez kilómetros del centro de París. Pero Saint-denis no era un monasterio cualquiera. Consagrado al patrón de Francia, albergaba sus reliquias y las tumbas de varias generaciones de reyes merovingios y carolingios. Las siguientes dinastías mantendrían la costumbre de hacerse enterrar allí hasta el fin de la monarquía. A partir de 1122, el empaque real se acentuó con el mandato del abad Suger, compañero de estudios y amigo de infancia de Luis VI. La influencia de Suger como consejero de los Capetos era tan grande que ejerció como regente dos años, cuando Luis VII partió a la segunda cruzada acompañado de su esposa Leonor de Aquitania. Gracias a estas relaciones, a sus abundantes tierras, a su feria anual y a los donativos de los peregrinos que acudían a ver las reliquias de san Dionisio, la abadía era extraordinariamente rica. Suger no era lo que se dice un hombre austero. Tampoco simple: historiador, diplomático y teólogo, conocía en persona al pensador Abelardo y estaba muy familiarizado con el neoplatonismo, filosofía en boga en el siglo xii, basada en la luz como metáfora de la revelación divina.
En busca de la luz
Para Suger, la luz simbolizaba la salvación que solo Cristo podía traer a un mundo de tinieblas. Como réplica terrenal del paraíso, una basílica debía reflejar la luz divina, para mostrarla a los fieles e iluminar sus almas. La recia iglesia carolingia de su monasterio, con sus sólidas paredes y estrechos ventanucos, estaba lejos de cumplir este cometido, así que el abad transformó su plan evangélico en un plan arquitectónico. Exigió a sus maestros de obras que hallaran la forma de iluminar el templo con luz natural. La solución que le propusieron, derribar el coro y reconstruirlo con un diseño basa
do en el arco de ojiva y la bóveda de crucería, resultó tan revolucionaria como eficaz. Este tipo de bóveda, ya ensayada tímidamente en Durham, permitía prescindir de los gruesos muros necesarios para soportar los arcos de medio punto y abría, además de grandes ventanales, infinitas posibilidades constructivas. Suger consagró el nuevo altar por todo lo alto en 1144, con los reyes como invitados de honor. Acudieron cientos de autoridades civiles y religiosas, además de destacados profesores de escuelas catedralicias, que probablemente regresaron a sus respectivas sedes contando maravillas. El abad no escatimó recursos para lograr una iglesia radiante: el colorido del vidrio emplomado, el brillo de los sobredorados e incluso el centelleo de las piedras preciosas constituían, para él, reflejos materiales de la luz espiritual, que debían obtenerse y atesorarse a toda costa, para mayor gloria del Todopoderoso, sin reparar en gastos. Él mismo se consideraba parte del resplandeciente milagro. Entre sus virtudes se contaban la inteligencia y la ambición, pero no la humildad. Desconocemos el nombre del arquitecto que convirtió Saint-denis en el primer templo gótico, pero su promotor, en cambio, se aseguró de pasar a la posteridad. Narró su gesta en dos libros, se hizo retratar en una vidriera y ordenó tallar la siguiente inscripción: “Cuando el coro nuevo fue sumado a la vieja fachada, el centro del santuario brilló en todo su esplendor. Resplandeció esplendorosamente lo que se había añadido y la obra soberbia, inundada por una luz nueva, resplandeció. Y fui yo, Suger, que en mi tiempo engrandecí este edificio. Y se hizo bajo mi dirección”.
Efecto dominó
Casi en paralelo a la reforma de Saint-denis, se proyecta y edifica la catedral de Sens, a unos ciento veinticinco kilómetros al sudeste de París. Esta será realmente la primera sede episcopal gótica. Hay quien se pregunta si las soluciones arquitectónicas de Saint-denis se habían concebido ya en Sens, o si los respectivos maestros habían trabajado juntos. Puede que Sens se hiciera eco de las innovaciones de la abadía real, o puede que Suger sufragara su obra antes que el arzobispo de Sens. En cualquier caso, no tardaron en surgir nuevas versiones en otras ciudades francesas: Senlis, Noyon, Laon. Todas eran diócesis ricas; en la última, tenía su sede la escuela de teología más reconocida de Francia. En todas se alzaron iglesias de tres naves, con los nuevos vitrales en punta y las bóvedas de arista tan admiradas en Sens y Saint-denis. Se edifica en el nuevo estilo allí donde hay dinero y donde se necesita ampliar, reemplazar o reconstruir una iglesia románica, que, al estar a menudo cubierta con techumbres de madera, era bastante vulnerable a incendios. Pero también entra en juego el efecto rivalidad. So pre
El abad no escatimó recursos: el colorido del vidrio emplomado, el brillo de los sobredorados e incluso el centelleo de las piedras preciosas constituían reflejos materiales de la luz espiritual, que debían obtenerse y atesorarse a toda costa, para mayor gloria del Todopoderoso
texto de honrar a Dios y llevar la teología de la luz al pueblo, cada ciudad –cada obispo, cada diócesis– compite con las otras para asombrar al mundo con su catedral. Las plantas, casi siempre de cruz latina, se alargan. Las naves principales pasan de tres a cinco en algunos diseños. Crecen y se ensanchan los brazos de los cruceros. Se añaden ábsides, capillas, torres, pináculos, cimborrios, agujas. Las bóvedas de crucería complican su geometría sumando aristas. Vitrales y rosetones van ocupando cada vez más superficie entre contrafuertes, que a su vez se sustituyen o complementan con arbotantes, gráciles arcos externos que soportan el peso de bóvedas cada vez más altas.
Parece magia, pero tiene truco. En la bóveda de cañón románica, el peso de la piedra reposaba, directamente, sobre los muros laterales, que debían ser muy gruesos para soportarlo, e incluso reforzarse con robustos contrafuertes. La bóveda de arista, en cambio, desvía el peso hacia los pilares. Basta con reforzar el muro, ya sea con contrafuertes o con sofisticados arbotantes, allí donde una arista reposa sobre un pilar. Entre un contrafuerte y otro, las paredes, libres ya de la misión de soportar la mayor parte de la carga, admiten aberturas mucho más amplias, capaces de capturar y filtrar esos rayos solares tan codiciados por los teólogos de la Baja Edad Media.
El obispo de París, Mauricio de Sully, no podía permitirse que la capital quedara eclipsada por estas innovaciones, así que hizo derribar no una, sino dos iglesias (la de Santa María y la catedral románica de San Esteban), junto a las casas adyacentes, para levantar Notre Dame de París, que debía ser la mayor iglesia del mundo: la más larga, la más amplia, la más alta, la más bella. Este último título ha seguido ostentándolo en el corazón de millones de turistas, pero los récords del Gótico son efímeros. La de Chartres, también consagrada a la Virgen, no tardaría en superarla en altura, luminosidad y, en opinión de otros muchos, como el escultor Auguste Rodin, incluso en armonía.
Sucesivamente, los templos se van haciendo cada vez más celestiales, en un sentido literal. Como si pretendieran rozar las nubes o acercarse a la morada de los ángeles, naves, torres y agujas ascienden sin freno. De los 24,4 m de altura de la nave principal de Sens, se pasa a los 35 de la parisina Notre Dame, los 37 de Chartres, los 38 de Reims, los 39 de Bourges, los 42 de Amiens. De los 81 m de altura máxima de la fachada en Reims, se pasa a los 113 de Amiens y a los 142 de Chartres o Estrasburgo. La sensación de verticalidad se acentúa manteniendo la amplitud de la nave central relativamente intacta, pese a la elevación de las bóvedas, como en Amiens, cuya nave mayor es tres veces más alta que ancha. También las naves laterales van ganando altura, transformando los alzados triangulares de los inicios del Gótico en otros casi rectangulares.
Lo divino y lo humano
Todo esto requiere ingentes sumas de dinero y abundante mano de obra especializada. ¿De dónde salen? ¿Qué mueve realmente a obispos y arquitectos a embarcarse en esta febril competición? ¿Se trata únicamente de devoción mística? ¿Cuánto hay de ambición y de orgullo? Ciertamente, cuando hablamos de catedrales góticas, lo divino se entremezcla con lo humano. Los siglos xii y xiii son tiempos de una prosperidad económica inédita para la Europa cristiana desde la decadencia del Imperio romano. Los saqueos vikingos y las invasiones musulmanas cesan o se atemperan. Las técnicas de cultivo experimentan una mejoría espectacular, que permite acabar con la economía de subsistencia y generar excedentes. Ya es posible obtener pequeños lujos, como piezas de artesanía, a cambio de productos del campo. Las ciudades crecen, sus habitantes se especializan cada vez más y se organizan en gremios para proteger sus intereses. Se organizan mercados regionales y se reanuda el comercio internacional de productos exóticos, estimulado por las
grandes peregrinaciones y las cruzadas. Los mercaderes, otrora nómadas andrajosos, ascienden lentamente a potentados. Los bienes ya no se cuentan solo en tierras. En las ciudades, que no cesan de crecer, fluyen ya las monedas y surgen, tímidamente, las finanzas. El mundo cristiano ya no pertenece en exclusiva a los monjes y los señores feudales. Las monarquías se fortalecen; el papado, también, y ambas instituciones forjan alianzas con la nueva clase burguesa. En torno a las catedrales, que al principio son todas de estilo románico, surgen auténticos centros intelectuales. Los hijos de los nobles ya no aprenden en fríos monasterios, sino en las escuelas catedralicias, antecedentes de las primeras universidades, donde se enseña el trivium (gramática, dialéctica y retórica) y el quadrivium (aritmética, geometría, astronomía y música). Se debaten los textos de Aristóteles, Platón o Plotino, recuperados a través de los árabes y transcritos en los conventos. Nuevos filósofos, que son también teólogos, compiten en celebridad, como Pedro Abelardo o Hugo de San Víctor. Para ellos, la razón no está reñida con la fe; todo lo contrario. Dios la ha otorgado a sus hijos para ayudarles a desvelar su verdad. La faceta humana de Jesús empieza a interesar tanto como la sobrenatural. Las esculturas pierden la rigidez del Románico y adquieren rasgos cada vez más realistas.
El hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, va cobrando poco a poco el protagonismo que, siglos más tarde, lo convertiría, para los renacentistas, en medida de todas las cosas. De ahí que las nuevas catedrales resulten tan espirituales como prácticas para usos cotidianos. Lejos de ser santuarios de recogimiento y silencio, bullen de actividad. Allí se celebran las reuniones de tribunales, concejos municipales y gremios de artesanos. Se cierran tratos. Los transeúntes cruzan de una puerta a otra para atajar, hay niños correteando, perros que ladran, amantes que se citan en las capillas. Si llueve en día de mercado, los puestos se guarecen allí. Se organizan fiestas paródicas, como la del asno o la de los locos, una especie de saturnales carnavalescas. A veces, incluso, se juega a la pelota. Y, por supuesto, se acude a rezar, a confe
sarse y a participar en oficios solemnes. En medio de esta frenética actividad, esculturas, retablos y vidrieras aleccionan y entretienen a los feligreses.
Vanitas vanitatis
No hay en las ciudades lugar más adecuado para quien busque notoriedad. Agradar a Dios con bellas obras no sale gratis, y, en esta época de protocapitalismo, el prestigio es una moneda de cambio más. Así que aristócratas y burgueses adinerados donan auténticas fortunas para terminar o embellecer las catedrales, a cambio de ser enterrados en ellas. No se quedan atrás los gremios: cada cofradía de artesanos o comerciantes patrocina su propia capilla, retablo o vitral, en función de sus posibilidades. Al principio, estas capillas suelen colocarse en el ábside del coro, pero la demanda es tal que se acaban añadiendo a los laterales, en los espacios entre contrafuertes, alterando los diseños originales. Y, aunque las órdenes mendicantes predican el retorno a la austeridad, el clero urbanita no está por la labor. Ni a obispos ni a canónigos se les exige voto de pobreza. Estos últimos, que son los encargados de recaudar fondos para las obras catedralicias, pasan de vivir en comunidad, como los monjes, a disponer de su propia casa en los alrededores del templo, entre otras prebendas. Cuando se reúnen en el coro, lo hacen en sitiales cada vez más suntuosos. La belleza material se considera un camino válido a la revelación espiritual. La carrera hacia el cielo parece imparable, pero no lo es. Algunas obras se demoran, no tanto por razones técnicas como de financiación, de manera que el proyecto gótico del siglo xii queda anticuado en el xiii y se rediseña para adaptarlo a los nuevos gustos. Es el caso de Sens y de Notre
La belleza material se consideraba un camino a la revelación espiritual
Dame, modificadas ya en época medieval. Peor aún, Dios parece castigar por su soberbia a estos nuevos constructores de Babel. En 1228, un huracán destroza el coro de la catedral de Troyes, que no correrá mejor suerte en el siglo siguiente: un nuevo tornado derriba la aguja en 1365, y en 1389, un rayo incendia el tejado, ocasionando el posterior desprendimiento del rosetón norte. La torre sur de Sens se desploma en 1268. Amiens está a punto de venirse abajo por culpa de sus mecenas. El hábito de costear capillas dedicadas a los inversores se lleva allí demasiado lejos: para sostener once capillas adicionales, los contrafuertes se desplazan y se añaden arbotantes, cuya
fuerza no basta para contrarrestar la carga de la altísima nave. En el siglo xv, se salva la situación reforzando el contorno del templo con una inmensa cadena de hierro. Pero el gran emblema del peligro de desafiar a la divina gravedad es la inacabada catedral de Beauvais. Su nave interior, de 48 m de altura, la más elevada del mundo, apuntalada con gráciles arbotantes, se desmorona parcialmente en 1284. La torre del crucero, que debía arañar los 153 m, se desploma en 1573. Nuevos derrumbes, algunos de ellos físicos, pero, sobre todo, socioeconómicos, acabarían poniendo fin a esta vertiginosa competición vertical entre los siglos xiv y xv. Cuando hay dinero, los arquitectos se vuelcan en complicar la decoración, una opción menos arriesgada. Nacen los estilos flamígero y plateresco. Cuando no lo hay, se aplican soluciones low cost, como el ladrillo, que reemplaza a la piedra en algunas catedrales nórdicas. Hambrunas, pestes y guerras paralizan las obras, a la espera de tiempos mejores. De ahí que tantas catedrales de planta gótica tengan portadas barrocas o neoclásicas. Serán los renacentistas quienes, con su desprecio por todo lo no clásico, inventen el término “gótico”, que para ellos es sinónimo de bárbaro, incivilizado. Habrá que esperar al Romanticismo para volver a apreciar la etérea belleza de las basílicas de la luz. ●