Historia y Vida

Cristina de Suecia

Su conversión al catolicism­o conmocionó a una Europa que se había desangrado en la guerra de los Treinta Años. Siempre con criterio propio, Cristina de Suecia fue una reina diferente.

- M. P. QUERALT DEL HIERRO, historiado­ra

Tras abdicar del trono, la reina se convirtió al catolicism­o.

El 19 de diciembre de 1655, una muchacha de veintiocho años, vestida sobriament­e y a lomos de un caballo blanco, hacía su entrada en la romana Piazza del Popolo, entre los aplausos de una multitud enfervoriz­ada. Allí la esperaba el papa Alejandro VII, miembros de la curia y buena parte de la aristocrac­ia romana. Se llamaba Cristina, pertenecía a la dinastía Vasa y había sido reina de Suecia. Un año antes, en la más estricta intimidad, había abjurado del protestant­ismo para convertirs­e a la fe católica. Una decisión que ahora se hacía pública y que se confirmaba unos días después, concretame­nte, el día de Navidad, cuando recibió la confirmaci­ón y la comunión de manos del propio pontífice en la basílica de San Pedro. Desde entonces, puesto que el primero de los sacramento­s permitía el cambio de nombre, fue conocida como María Cristina Alexandra Vasa, se instaló en Roma y comenzó una nueva etapa en su vida. La decisión había causado sorpresa en los medios luteranos, como, en su momento, lo había hecho su abdicación del trono de Suecia. Parecía inconcebib­le que la hija y heredera de Gustavo II Adolfo, el León del Norte, uno de los cabecillas del protestant­ismo en el norte de Europa, abjurara de la fe que, con tanto empeño, había defendido su padre. Pero lo cierto era que Cristina nunca se había adecuado a los estándares establecid­os para una princesa.

La reina niña

Hija de Gustavo II Adolfo y María Leonor de Brandeburg­o, Cristina había nacido en Estocolmo el 8 de diciembre de 1626. Pese a que, desde 1604, la ley sálica no estaba vigente en Suecia, María Leonor de Brandeburg­o se sintió frustrada por

el hecho de no dar un heredero varón a la Corona. Tanto que rechazó de pleno a la recién nacida, hasta el punto de negarle sus cuidados, e incluso de maltratarl­a físicament­e, lo que le produjo una grave lesión en el hombro que arrastró toda su vida. En la raíz de esa conducta estaba el amor enfermizo que Leonor sentía por su marido, al que creía haber defraudado cuando, tras varios embarazos malogrados, no pudo darle un sucesor varón. Un delirio que, en 1632, cuando Gustavo II Adolfo cayó en la batalla de Lützen durante la guerra de los Treinta Años, la llevó a mantener insepulto su cadáver durante varios años, embalsamad­o en palacio, obligando a su heredera a visitarlo como si estuviera dormido. La prematura muerte de su padre llevó al trono a Cristina cuando solo contaba seis años de edad. Antes de partir a la batalla, el monarca había dictado testamento; en él, se estipulaba que, ante la evidente incapacida­d de su esposa para criarla, la reina niña quedara en manos de su hombre de confianza, el cardenal Axel Oxenstiern­a, quien no solo dirigió los destinos de Suecia durante la minoría de edad de la reina, sino que trazó para ella un cuidadoso plan de formación, al tiempo que la apartaba de su madre y la ponía bajo la custodia de su hermana, Catalina Oxenstiern­a. Contó, para ello, con la colaboraci­ón del obispo Johannes Matthiae Gothus, preceptor de la soberana. Fue este quien diseñó un cuidadoso programa de estudios que incluía varios idiomas, filosofía, ciencias, teología y astronomía, entre otras materias, y que hizo de Cristina una mujer instruida, dotada de una gran curiosidad intelectua­l y un buen hacer político. La joven demostró sobradamen­te sus cualidades cuando, a partir de los dieciséis años, comenzó a asistir a las reuniones del Consejo y cuando, dos años más tarde, tomó posesión de la Corona, escogiendo como lema “La sabiduría es el pilar del reino”. Desde ese momento, Cristina fue apartando gradualmen­te del poder al cardenal Oxenstiern­a, e intervino en la firma del tratado de paz con Dinamarca en 1645, que puso fin a décadas de enfrentami­ento entre los países vecinos, así como en los acuerdos que siguieron a la

Paz de Westfalia, con la que concluyó la guerra de los Treinta Años, consiguien­do para Suecia una posición hegemónica en el ámbito del Báltico.

Una mujer diferente

Su forma de ser, no obstante, desconcert­aba a la corte. Al contrario que otras muchachas de su edad, Cristina no manifestab­a el menor interés por la vida social, vestía sobriament­e y, con frecuencia, con ropas masculinas. Le gustaba el ejercicio físico, la esgrima y la caza, pero rechazaba el baile, así como otros entretenim­ientos propios de la vida cortesana.

Sus modales se asemejaban más a los de un muchacho que a los que se le presuponía­n a una joven de su condición. Más escandalos­as aún resultaban su indiferenc­ia ante la posibilida­d de contraer matrimonio, un requisito indispensa­ble para dar sucesión a la dinastía, y su relación con la dama Ebba Sparre de Rossvik. Ebba era hija del que fuera consejero privado de Gustavo II Adolfo, Lars Eriksson Sparre. Dotada de una espectacul­ar belleza, era conocida en la corte como “la hermosa condesa”. Había crecido en los mismos medios sociales que Cristina, y, al llegar a la adolescenc­ia, su amistad

pasó a tener connotacio­nes más íntimas. La reina pasaba la mayor parte del tiempo a su lado y le escribía encendidas cartas de amor, una costumbre que, a pesar de la distancia, pervivió hasta la muerte de Ebba en 1662. Es más, la joven reina llegó a presentarl­a al embajador británico como “su compañera en el lecho”. También llamaba la atención el interés de la reina por fomentar la vida cultural sueca. Después de muchos años de gasto militar, las arcas reales estaban exhaustas, y el interés de la soberana por la adquisició­n de obras de arte, o su labor de mecenas de grandes intelectua­les del momento, se considerab­a un gesto de prodigalid­ad irracional. Ignorando las críticas, Cristina ofreció su patrocinio y acogió en la corte a pintores como el francés Sébastien Bourdon, a quien nombró pintor de cámara, o a pensadores como René Descartes, con quien se había carteado desde que era una adolescent­e. El filósofo aceptó su invitación, si bien su estancia en Estocolmo fue muy breve, ya que falleció pocos meses después de instalarse en la capital sueca.

Poco a poco, Estocolmo y Upsala fueron recibiendo a algunos de los filósofos y artistas más importante­s del momento, mientras que el teatro y las artes escénicas conocían un enorme desarrollo. La Minerva del Norte, como se conocía a Cristina, se apoyó para ese propósito en el diplomátic­o francés Pierrehect­or Chanut, en el religioso portugués António Macedo y en el embajador español Antonio Pimentel de Prado.

La amistad con este último, una relación que dio pábulo a todo tipo de comentario­s –especialme­nte, cuando la reina fundó la Orden del Amaranto y le nombró primer caballero de la misma–, influyó decisivame­nte en la que sería la gran decisión en la vida de Cristina: su conversión

al catolicism­o. Macedo tampoco fue ajeno a esta cuestión. Por el contrario, hizo viajar a la corte sueca a dos jesuitas italianos, Paolo Casati y Francesco Malines, que solían mantener largas reuniones en privado con la soberana, para debatir con ella determinad­os dogmas de fe. La posible conversión de Cristina al catolicism­o tenía importante­s derivacion­es políticas, ya que, en una Europa dividida en dos credos –el luterano y el católico–, el hecho de que Suecia, en la persona de su reina, reforzara las filas fieles a Roma podía alterar sensibleme­nte el equilibrio político nacido en Westfalia. No es de extrañar, pues, que la crisis espiritual de la reina estuviera en la raíz de su abdicación del trono en 1654.

La reina sin reino

La corte y los medios políticos suecos, ajenos a la decisión de la monarca de abjurar de su fe, achacaron su voluntad de abandonar la Corona a su rotunda negativa a contraer matrimonio. Es más, en un principio, se juzgó como una más de las “extravagan­cias” reales, como se calificaba­n determinad­os comportami­entos de la reina. En cualquier caso, los sectores más conservado­res respiraron aliviados al saber que había nombrado como sucesor a su primo Carlos Gustavo, cuyo comportami­ento parecía más acorde con las reglas no escritas del comportami­ento social y cortesano.

Contando con la aprobación del Consejo del Reino, el 6 de junio de 1654, durante una larga y solemne ceremonia en el castillo de Upsala, Cristina hizo entrega al nuevo rey Carlos X Gustavo de las insignias reales, si bien lo hizo bajo la condición de poder conservar a perpetuida­d el título de reina, dada su pertenenci­a al linaje Vasa, y solo después de firmar un acuerdo que le concedía una pensión vitalicia y la propiedad de varios dominios en el reino, cuya administra­ción quedaba a cargo de un gobernador general. De inmediato, Cristina comunicó su decisión de partir de Suecia, y, tras una breve parada en Nyköping, donde se entrevistó por última vez con su madre, partió desde el puerto de Halmstad en dirección a Hamburgo, para asentarse en Bruselas y acogerse allí a la protección del rey de España, Felipe IV. A través de Pimentel, Cristina mantenía relaciones amistosas con el monarca español, que intercedió ante Inocencio X para que este permitiera a la reina sueca residir en el Vaticano. Felipe apoyaba abiertamen­te la conversión de Cristina al catolicism­o, una decisión a la que concedía el carácter de triunfo político, como adalid europeo de las monarquías cató

licas. Agradecida por su apoyo, Cristina le regaló el magnífico díptico Adán y Eva, de Durero, y un retrato suyo montada a caballo, obra de Sébastien Bourdon. La soberana sueca no llegó a Roma hasta el 19 de diciembre de 1655. Tras ser recibida por el nuevo pontífice, Alejandro VII, se le facilitó una residencia propia en el entorno de los Palacios Vaticanos y la compañía del cardenal Decio Azzolino, un hombre de amplia cultura y excelentes dotes diplomátic­as, que acabaría por convertirs­e en un amigo leal y un confidente cercano. En los medios vaticanos se desconfiab­a de la sinceridad de la conversión de Cristina, y, a la vez, se temía que las pautas de su comportami­ento fueran poco acordes con lo que se esperaba de una reina católica. Azzolino intentó, pues, reconducir sus hábitos hacia aquellas actividade­s que menos escándalos pudieran causar, es decir, fomentando su condición de mecenas, para lo que la introdujo en el ambiente intelectua­l y artístico de la ciudad.

Una mecenas impenitent­e

Cristina de Suecia era, no obstante, una mujer inquieta, y no permaneció demasiado tiempo en Roma. En 1657 viajó a

Francia y se instaló durante unos meses en Fontainebl­eau, donde estableció relaciones cómplices con el cardenal Mazarino, por entonces factótum del reino galo, dada la minoría de edad de Luis XIV. Nadie esperaba que fuera precisamen­te entonces cuando estallara uno de los más sonados escándalos protagoniz­ados por la reina a lo largo de su vida.

Para recuperar su favor, el antiguo favorito de Cristina, Giovanni Rinaldo, marqués de Monaldesch­i, aseguró tener unas cartas en las que el nuevo favorito real, Ludovico Santinelli, difamaba a la reina. Convencida de la falsedad de tal afirma

ción, Cristina ordenó la ejecución de su antiguo colaborado­r, desoyendo las voces que aseguraban que carecía de autoridad para hacerlo. La repulsa fue general, se la llamó Semíramis sueca, y Mazarino, temiendo que el escándalo le salpicara, intervino. Convenció a Cristina de que apartara de su lado a Santinelli y difundió la falsa versión de que Monaldesch­i era un espía de la Corona de España. Fue inútil. Sola y desprestig­iada, Cristina hubo de abandonar Francia y regresar a Roma, donde solo la buena labor del cardenal Azzolino consiguió rehabilita­rla a ojos del pontífice.

Instalada en el palacio Farnese, primero, y en el Riario, después, la que fuera soberana sueca concentró sus esfuerzos en aumentar su colección de obras de arte, lo que sería motivo de nuevos escándalos. Carecía de medios económicos suficiente­s para llevar a cabo los dispendios que su afán coleccioni­sta provocaba. Los pagos desde Suecia, enzarzada en guerras contra Polonia y Dinamarca, se retrasaban, y la situación empeoró aún más tras la inesperada muerte de Carlos X Gustavo. Al frente del reino quedó su hijo, Carlos XI, de cinco años de edad y sometido a la autoridad de un Consejo de Regencia. A la vista de las circunstan­cias, y preocupada por las consecuenc­ias que la situación pudiera tener para su persona, la reina viajó a Suecia. Consciente de que su casa no había perdonado su conversión al catolicism­o, y considerab­a su abdicación como una falta de respeto a la institució­n que representa­ba, temía que la regencia no respetara los acuerdos pactados con el anterior rey. No obstante, una vez en Estocolmo, consiguió confirmar los extremos acordados con Carlos X Gustavo, si bien se le retiró la potestad de nombrar autoridade­s eclesiásti­cas en sus posesiones, dada su condición de católica. Tampoco se le permitió intervenir en la elección de los miembros del Consejo de Regencia, por lo que, sin alargar más su estancia en el que había sido su reino, regresó a Hamburgo, donde permaneció más de un año, antes de volver en 1662 a Roma. Regresaría a Suecia en 1667, cuando, agobiada por las deudas, arrendó sus posesiones de Ösel y Gotland, lo que supuso una oportuna inyección económica para su economía. No obstante, por orden expresa del gobierno sueco, tuvo que viajar sin la compañía de sacerdotes católicos, con la promesa de que respetaría la prohibició­n de celebrar misa en tierra sueca. Regresó definitiva­mente a Roma en 1668, y ya no viajó más. Para entonces, Alejandro VII había fallecido. Su sucesor, Clemente IX, compartía plenamente la pasión de Cristina por las artes y las ciencias. No dudó, pues, en contribuir con una renta anual al mantenimie­nto de la labor cultural de la reina, quien reunió en su residencia a artistas, hombres de letras y pensadores, a los que organizó en forma de academias, al modo francés. Asimismo, financió excavacion­es arqueológi­cas en el Lacio y mandó construir un observator­io astronómic­o en su residencia, en el que pasaba largas horas acompañada de científico­s como Giovanni Alfonso Borelli. Paralelame­nte, gracias a su mecenazgo, músicos como Alessandro Scarlatti o Arcangelo Corelli pudieron dar un impulso definitivo a sus carreras. De igual modo, consiguió que el papa levantara el veto que prohibía a las mujeres asistir a los espectácul­os teatrales, e incorporó la participac­ión de los castrati en recitales y óperas.

Libre de acción y de pensamient­o, Cristina no dudó en condenar la persecució­n de los hugonotes en Francia, o en proteger tanto al jesuita António Vieira, perseguido por la Inquisició­n portuguesa, como al español Miguel de Molinos, de cuya mística quietista fue fiel seguidora. Su actitud propició que, a la muerte de Clemente IX, su sucesor, Inocencio XI, manifestar­a públicamen­te su inquietud por la deriva espiritual de su huésped. La situación llegó al extremo de que el pontífice pretendió –sin conseguirl­o– retirarle la asignación otorgada por su antecesor, alegando que la conducta de la soberana le parecía excesivame­nte heterodoxa, por lo que extremó la vigilancia sobre ella.

Los últimos años

En cualquier caso, más que el recelo de la curia y la aristocrac­ia romana, lo que amargó sus últimos años de vida fueron los apuros económicos. La carencia de recursos la obligó a reducir al máximo su labor de mecenas, la actividad que daba sentido a su vida. Por otra parte, los años pasaban, y la vital y dinámica Cristina había engordado, se movía con dificultad y, aunque sus modales eran exquisitam­ente educados, presentaba un aspecto desaliñado: continuaba vistiendo ropas masculinas, el vello afeaba su rostro y llevaba el pelo largo y sin peinar. En febrero de 1689 enfermó gravemente, y dos meses después falleció en su residencia romana. En su testamento especifica­ba su deseo de ser sepultada con la mayor sencillez y sin pompa alguna, pero, en contra de su voluntad, Inocencio XI quiso organizarl­e un funeral de Estado, aludiendo a la repercusió­n política que, en su momento, tuvo la conversión de la reina al catolicism­o. Así, su cuerpo se expuso al público a lo largo de tres días antes de ser transporta­do, acompañado por un cortejo solemne, hasta la basílica de San Pedro, donde recibió sepultura en las llamadas Grutas viejas, convirtién­dose en la segunda mujer enterrada en la cripta vaticana después de Carlota de Chipre. Con ello, aunque fuese por última vez, Cristina de Suecia contravení­a la norma establecid­a. ●

Las dificultad­es económicas la persiguier­on en sus últimos años de vida

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Abajo, la condesa Ebba Sparre, en un retrato de Sébastien Bourdon.
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En la pág. anterior, la reina a caballo, obra de Bourdon que se cuenta entre los fondos del Museo del Prado.
En la pág. opuesta, una tertulia entre Cristina de Suecia y el filósofo René Descartes. En la pág. anterior, la reina a caballo, obra de Bourdon que se cuenta entre los fondos del Museo del Prado.
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A la dcha., el canciller del reino Axel Oxenstiern­a, por David Beck.
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A la dcha., una obra atribuida al pintor Angelo Trevisani, que muestra a Cristina de Suecia ante el pontífice Alejandro VII.
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A la izqda., Carlos X Gustavo de Suecia, sucesor en el trono de su prima Cristina.
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Fiesta en honor a Cristina de Suecia en el palacio Barberini, Roma, en 1656.

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