Afganistán, tropiezo de imperios
Los omeyas, los mongoles de Gengis Kan, los británicos, los soviéticos y, esta vez, los estadounidenses. Todos han olvidado lo mismo a la hora de dominar el país centroasiático.
Cuando, tras los atentados del 11-S, EE. UU. invadió el país centroasiático, no tuvo en cuenta las lecciones del pasado, que el Imperio británico, la URSS y los mongoles habían aprendido con sangre, sudor y lágrimas.
Las imágenes de su retirada de Afganistán han dejado en ridículo a Estados Unidos, pero si de algún modo pudiéramos viajar siglo y medio al pasado y mostrárselas al general británico William Elphinstone, probablemente, diría que los estadounidenses han tenido bastante suerte. Biden abandona Kabul con el orgullo maltrecho, pero Elphinstone huyó de la capital afgana en 1842 con veinte mil soldados y acompañantes de los que solamente uno llegó a su destino en la ciudad de Jalalabad. El propio general fue hecho prisionero y murió de disentería ese mismo año. Invadir Afganistán no es del todo fácil, pero lo más difícil viene después. Es una lección que aprendió el todopoderoso Imperio británico del siglo xix y que le habría sido útil en el xx a los soviéticos y en el xxi a los estadounidenses. Sin embargo, viene todavía de mucho más atrás. Hoy parece increíble, pero, cuando los árabes llevaron a Afganistán la religión musulmana, hace mil trescientos años, necesitaron dos siglos para tomar Kabul e imponer el islam a las tribus. Por comparar, tardaron quince años en conquistar toda la península ibérica.
En su primer intento de hacerse con la zona de Kandahar, en el año 698, el califato omeya de Damasco envió al llama
do “Ejército de la Destrucción”. De sus veinte mil soldados solo regresaron, derrotados, cinco mil. Su comandante tuvo que pagar, además, una gran cantidad de oro y dejar a tres de sus hijos con el enemigo, como garantía de que cumpliría su juramento de no regresar. La táctica de los afganos, según el historiador Hugh Kennedy, no fue muy diferente de la que los talibanes han usado con posterioridad: “Se retiraban, lleván
Invadir Afganistán no es fácil, pero, sin duda, lo más difícil viene después
dolos más y más lejos hacia las montañas, destruyendo las fuentes de alimento entre un calor terrible”.
Incluso uno de los ejércitos más temidos de la historia, el del emperador mongol Gengis Kan, pudo dar fe de las dificultades de dominar Afganistán. En 1221 estaba sitiando Bamiyán cuando una flecha mató a su nieto. En venganza, aniquiló a toda la población. No obstante, sus descendientes mogoles sí que supieron encontrar una fórmula para permanecer en el país sin morir en el intento. Una que parece razonable todavía hoy: colaborar con las tribus locales, darles un amplio grado de autonomía y algún que otro soborno, y concentrar las fuerzas en las ciudades y grandes vías de comunicación. Varios siglos después, los ingleses llegaron a la misma conclusión, pero solo tras muchas desgracias.
El gran juego
“Tenemos una buena jugada, si es que contamos con los medios y la voluntad de jugarla bien”. Esa era la opinión que tenía sobre la invasión británica de Afganistán uno de sus impulsores, sir William Macnaghten. Lo que este aristócrata no sabía, mientras convencía de sus planes al virrey de India, era que, precisamente por culpa de esa “jugada”, iba a acabar asesinado y descuartizado en Kabul pocos años después. Y es que la historia del Imperio en
Afganistán está llena de señores ingleses que pagaron muy cara su indestructible fe en la superioridad británica. Desde luego, tampoco se les puede culpar por estar crecidos. En 1839, el Imperio británico era la indiscutible primera potencia mundial y dominaba un enorme entramado colonial que se extendía por los cinco continentes. La joya de la corona era India, y en Londres estaban inquietos ante la posibilidad de que la Rusia zarista intentara hacerse con ella. Por eso, Macnaghten ideó su “jugada”, que consistía en reemplazar al emir de Afganistán por otro líder más cercano a los intereses británicos. Para hacerla realidad, un ejército de veinte mil hombres invadió el país desde India. Al principio, como suele pasarles en Afganistán a los conquistadores, todo fue razonablemente bien. En menos de seis meses ya habían instalado al nuevo emir en Kabul, y devolvieron a India a la mayoría de sus tropas, sin saber que, como hemos comentado, en Afganistán lo difícil viene después de la conquista. Los convoyes británicos eran asaltados en las rutas de suministro, y los roces con la población no tardaron en surgir, sobre todo, cuando los confiados británicos decidieron dejar de pagar sobornos a los líderes locales. Al cabo de un tiempo, la situación era tan tensa que la guarnición inglesa tuvo que mudarse a las afueras de la capital, y Macnaghten fue asesinado cuando intentaba una nueva “jugada”, negociando con el hijo del emir al que había destronado.
Desastre y aprendizaje
Algo más de dos años después de su llegada a Kabul, los británicos comprendieron que su situación era del todo insostenible. Sin embargo, y para su desgracia, todavía no habían aprendido suficiente del arte de la negociación en
El plan era reemplazar al emir por un líder más próximo a los británicos
Afganistán tras la muerte de Macnaghten. El general William Elphinstone llegó a un acuerdo con varios líderes locales por el que se le permitiría abandonar Kabul con sus tropas y sus acompañantes. A cambio, debía dejar allí sus provisiones de pólvora, así como la mayoría de sus cañones. En una total falta de sentido común, salió de la ciudad el seis de enero de 1842, en mitad del durísimo invierno de la cordillera del Hindu Kush.
Desde el primer minuto quedó claro que le habían engañado. Las promesas que le habían hecho los afganos de ponerle una escolta a la expedición y entregarle combustible y comida para el viaje eran falsas. Los británicos todavía estaban a tiempo de refugiarse en un fuerte a las afueras de Kabul, donde resistir mejor al frío y a una ya muy probable emboscada, pero, en contra de la opinión de sus oficiales, Elphinstone dio la orden de salir hacia
Jalalabad, como estaba previsto. Las tribus afganas les acosaron durante todo el camino hasta asestar el golpe final en el paso de montaña de Gandamak. Elphinstone había abandonado Kabul con cuatro mil quinientos soldados, la mayoría indios, y doce mil civiles. Casi todos murieron, aunque unos pocos fueron hechos prisioneros y otros acabaron vendidos en el mercado de esclavos de la capital. Finalmente, abandonó a su ejército y se entregó como rehén para intentar que así dejaran continuar a los suyos, pero eso no sucedió. “El soldado más incompetente que nunca llegó a general”, como le definió uno de sus compañeros, murió de disentería estando aún prisionero. Que se sepa, solo un británico llegó a Jalalabad. William Brydon bajó de su caballo herido, dice la leyenda, y cuando le preguntaron dónde estaba el resto del ejército, respondió: “Yo soy el Ejército”. Como les ha pasado a los estadounidenses ahora, también el sacrificio de los británicos en el siglo xix fue en vano. El emir que habían colocado en el trono murió asesinado y los ingleses liberaron al que habían depuesto, que no tardó en recuperar el poder y reinó hasta su muerte. Aunque, en los años siguientes, el Imperio británico entraría en dos guerras más en Afganistán y aplicaría con éxito las lecciones de aquella desastrosa invasión, su penosa retirada de Kabul en 1842 todavía se recuerda como uno de los grandes desastres militares de su historia.
La tumba del Imperio soviético
Los soviéticos podrían haber aprendido algo de la experiencia británica en Afganistán, y, encima, tenían un referente todavía más cercano en el tiempo: en 1979, en Moscú todavía se escuchaban las risas después de la desastrosa retirada estadounidense de Vietnam. Sin embargo, aunque acababan de ver cómo su gran rival se estrellaba intentando establecer un Estado a su medida en un país extranjero, la URSS decidió enviar al Ejército Rojo a Afganistán a hacer exactamente lo mismo.
En el día de Navidad de 1979, Kabul se despertó con veinticinco mil soldados soviéticos que habían llegado al aeropuerto durante la noche. La idea era mantener el régimen comunista que se
había instaurado mediante un golpe de Estado el año anterior y que hacía frente a una revuelta popular de carácter islamista. Sin embargo, casi lo primero que hicieron los soviéticos al llegar al país fue la muy británica “jugada” de reemplazar al presidente. Sustituyeron a un líder comunista por otro comunista más del agrado de Moscú. Lo hicieron siguiendo la tradición afgana: Hafizullah Amin fue asesinado en su palacio, como lo habían sido sus dos antecesores. Tres magnicidios en veinte meses. Como también es tradición en Afganistán, al principio, las cosas les fueron bastante bien a los ocupantes. No tardaron en consolidar su poder en las ciudades, pero, fuera de ellas, la revuelta de los muyahidines seguía muy viva. Los soviéticos, como harían los estadounidenses dos décadas después, intentaron que fuera el propio ejército afgano el que llevara la voz cantante en la lucha, pero pronto descubrieron (al igual que los estadounidenses hace unos días) que los soldados que, en teoría, eran sus aliados tenían cierta tendencia a huir y unirse al enemigo con el equipamiento pagado por Moscú. El Ejército Rojo no escatimó esfuerzos ni brutalidad: más de cien mil soldados se desplegaron a lo largo del país, y, según Amnistía Internacional, se entregaron a la tortura generalizada, aplicando descargas eléctricas o apagando cigarrillos en el cuerpo de los detenidos. Se calcula que entre el gobierno comunista de Afganistán y los ocupantes soviéticos ejecutaron a unas ocho mil personas e hicieron desaparecer a otras muchas. Además, bombardearon multitud de zonas rurales para intentar doblegar el apoyo que recibían los rebeldes muyahidines en ellas, llevando a más de cuatro millones de afganos, solamente en los primeros tres años de la guerra, a buscar refugio en otros países.
Heridas abiertas
Los ciento veinte mil muyahidines que habían tomado las armas también cometieron numerosos abusos, entre ellos, la decapitación de soldados soviéticos. Al principio, su mayor desventaja consistía en la falta de armas y de una aviación que pudiera hacer frente a los helicópteros y aviones de los ocupantes, pero los gobiernos estadounidenses de Carter y Reagan se encargaron de mantenerlos bien pertrechados. Particular éxito tuvieron los lanzamisiles Stinger, que podían dispararse a pie y que, guiados por calor, eran un arma tremendamente eficaz contra la aviación. Se calcula que, hacia el final de la guerra, los muyahidines derribaban un aparato soviético al día.
La guerra no avanzaba, y la economía de la URSS de finales de los años ochenta ya tenía suficientes problemas como para, encima, sostener una aventura así en Afganistán. En 1988, el líder refor
mista Mijaíl Gorbachov, que había definido la operación como “una herida abierta”, decidió ponerle fin y empezó a retirar a sus soldados de la manera más digna posible. Las fotos oficiales recogían carteles de agradecimiento y multitudes despidiéndoles en las calles, pero, cuando el último soldado soviético cruzó la frontera de vuelta a casa después de diez años, habían quedado atrás quince mil que ya no regresarían. Son seis veces más bajas que las que luego tendría Estados Unidos en el doble de tiempo. El régimen comunista de Kabul sobrevivió unos tres años a la retirada de sus socios soviéticos. Cayó, definitivamente, en 1992, aunque, con todo, sobrevivió más que la propia URSS, que se desintegró a finales de 1991, en parte por la factura de diez años de ocupación absurda de Afganistán. Se había demostrado, una vez más, que conquistar esa pequeña parte de Asia central no era tan complicado, pero que someter a sus habitantes era casi imposible. Tras unos años de guerra civil, el gobierno afgano había quedado en manos de un grupo poco conocido de fundamentalistas islámicos: los talibanes.
El calentón estadounidense
Las señales eran muchas y muy evidentes. EE. UU. pudo haberse acordado de los califas omeyas, de Gengis Kan, del Imperio británico o de Gorbachov, pero, tras los atentados del 11S, el país estaba demasiado abrumado como para no invadir Afganistán. Lo único que veía era al orgulloso organizador de la matanza, Osama Bin Laden, y a un gobierno que le daba cobijo en su territorio y se negaba a entregarlo, el de los talibanes.
Por supuesto que tanto los líderes de Al Qaeda como sus socios talibanes no eran sino buena parte de esos heroicos muyahidines que EE. UU. había ensalzado, financiado y apoyado de mil maneras durante la invasión soviética unos pocos años antes, pero eso era una cuestión menor en aquel momento. Cuando el primer soldado estadounidense puso un pie en Afganistán en 2001, los bomberos de Nueva York todavía no habían logrado siquiera extinguir las llamas en los escombros del World Trade Center.
Tal vez por esa rabia, EE. UU. no tenía muy pensado qué haría después de cambiar el gobierno de Afganistán, y seguramente ahí está la razón de que haya tardado veinte años en marcharse, dejando en el poder, además, a los mismos talibanes que fue a derrocar. Puede que el siguiente imperio que se vea tentado a invadir Afganistán sí que se pare a reflexionar sobre las desgracias que esa idea ha traído a otros, pero la historia nos dice que, en este aspecto, los imperios son bastante desmemoriados. ●
EE. UU. no tenía claro qué hacer tras el cambio de gobierno