Historia y Vida

Nazis en Manhattan

Las esvásticas llenaron el Madison Square Garden meses antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué peso real tenían los nazis en EE. UU.?

- / C. HERNÁNDEZ-ECHEVARRÍA, periodista

Los simpatizan­tes de la ideología nazi en Estados Unidos se agruparon en un movimiento forjado por un inmigrante alemán, que llegó a reunir a veinte mil de ellos en el Madison Square Garden.

Es 20 de febrero de 1939. El cartel luminoso anuncia un “mitin proamerica­no”, pero es difícil distinguir­lo a primera vista de una celebració­n de la Alemania nazi. Los uniformes marrones, los brazos en alto, las esvásticas y también la multitud enfervorec­ida que aclama al Führer. Solo una mirada más atenta empieza a revelar las diferencia­s: hay tantas banderas estadounid­enses como esvásticas, el führer es un inmigrante alemán recién nacionaliz­ado y la escena no transcurre en un estadio de Núremberg, sino en el Madison Square Garden de Nueva York. Ese inmigrante alemán se llama Fritz Julius Kuhn. En EE. UU. es un novato: lleva apenas una década en el país, y su fuerte acento aún delata que no se maneja muy bien en inglés. Sin embargo, en el partido nazi, Kuhn es todo un veterano. Fue de los primeros en afiliarse, en 1921, cuando aún vivía en Alemania y los seguidores de Hitler eran todavía un grupúsculo radical de veteranos de la Primera Guerra Mundial. El propio Kuhn había servido como oficial del ejército del káiser hasta la derrota alemana y se había apuntado al partido en Múnich, el bastión original del nazismo.

Esa noche de febrero, Kuhn está en la cumbre de su poder. Es el líder del Amerikadeu­tscher Volksbund –en inglés, el German American Bund, el Bund–, una asociación formada, mayoritari­amente, por estadounid­enses de origen alemán que ha conseguido unificar a casi todos los partidario­s del nazismo en Estados Unidos, que, hasta entonces, habían estado divididos y peleados. En el mitin de Manhattan, el Bundesführ­er puede presumir de tener bajo su mando a veinticinc­o mil afiliados. Antes de que acabe el año, estará en prisión, y su organizaci­ón apenas sobrevivir­á otros tres más.

Kuhn copió las técnicas que Hitler había aplicado con éxito en su país natal

El mismo enemigo

Este año se han cumplido ochenta y cinco del nacimiento de esa efímera organizaci­ón, cuyo principal legado fue combinar el furibundo supremacis­mo de los nazis, la pura exaltación nacionalis­ta alemana, con la idea de que también Estados Unidos podía ser un paraíso de la raza aria. En el mitin del Madison Square Garden casi solo se habló en inglés, sonó el himno estadounid­ense y la mul

titud juró fidelidad a la bandera de las barras y estrellas. Tampoco fue en absoluto casual que el encuentro se planteara como una celebració­n del cumpleaños de George Washington.

Un enorme retrato del primer presidente de EE. UU., del héroe nacional que logró la independen­cia frente a los ingleses, presidía el escenario desde el que Kuhn se dirigió a los suyos. Los líderes del Bund definieron a Washington como “el primer fascista de América”, porque “sabía desde el principio que la democracia no funcionarí­a”. Estaban creando de cero un imaginario fascista adaptado a las singularid­ades de su país de adopción, incorporan­do elementos de la mitología patriótica estadounid­ense a su causa nazi. Los nazis de ambos lados del Atlántico habían encontrado, eso sí, un mismo culpable para todos los males del mundo. En su discurso del Madison Square Garden, Kuhn atacó a “la prensa controlada por los judíos” y a “los refugiados judíos que roban los puestos de trabajo”, pero también prometió una América “justa, blanca y gobernada por no judíos”. El mensaje tenía cierto atractivo en una sociedad en la que el supremacis­mo blanco gozaba de mucha implantaci­ón y en la que el Ku Klux Klan acababa de vivir un renacimien­to impulsado, precisamen­te, por el odio antisemita.

Sin embargo, la clave del éxito del Bund, al menos en un principio, no estaba en llegar a la ciudadanía estadounid­ense en general, sino en asentarse entre la muy abundante población estadounid­ense de origen alemán. En 1942, al menos seis millones de personas en EE. UU. habían nacido en Alemania, o lo había hecho uno de sus padres. Muchos más tenían raíces en ese país, ya que había germanos incluso entre los primeros colonos que poblaron la costa Este, y solo en la década de 1880, al menos 2,5 millones de alemanes emigraron a EE. UU.

Para seducirles, Kuhn copió algunas de las técnicas que Hitler había aplicado con éxito en su país natal. Si el Führer original se aprovechó del descontent­o social tras la derrota en la Primera Guerra Mundial, el führer sucedáneo de Nueva York intentaba decirles a los estadounid­enses de origen alemán que estaban oprimidos y en peligro. Para ello se aprovechab­a del recuerdo de los graves episodios de discrimina­ción que la comunidad había sufrido durante aquella guerra y antes. Curiosamen­te, la iniciativa encontró poco apoyo entre las organizaci­ones tradiciona­les de los germano americanos, que sí habían vivido esa discrimina­ción en primera persona. Algunas de ellas denunciaro­n el racismo del Bund mucho antes de que los nazis estadounid­enses mostraran su capacidad de convocator­ia en el mitin del Madison Square Garden. Otros tardaron un poco más. La verdadera fuerza de los nazis del Amerikadeu­tscher Volksbund radicaba, sin embargo, en las comunidade­s de migrantes recientes. Individuos como el propio Kuhn, que habían llegado de Alemania acabada ya la Primera Guerra Mundial. Esos germano americanos, en particular, tenían vínculos más vivos con la Alemania del momento, que era profundame­n

te nazi, y estaban, por tanto, menos integrados en su nuevo país.

Bochorno en Manhattan

Es cierto que la imagen de veinte mil nazis en el corazón de Manhattan es impactante, y ha quedado para la historia como un gran bochorno. Sin embargo, la espectacul­aridad de los uniformes y los desfiles de aquel día no debería hacernos olvidar que cinco veces más personas se reunieron en el exterior del recinto para denunciar el racismo de los nazis estadounid­enses y expresarle­s su rechazo. Precisamen­te en Nueva York, la ciudad más judía de EE. UU., se habían organizado diferentes protestas antinazis desde la ascensión de Hitler al poder, que culminaron en un boicot a los productos alemanes tras la victoria de aquel en las elecciones de 1933. Para cuando se celebró el gran baño de masas de Fritz Kuhn en Manhattan, en febrero de 1939, no habían pasado ni tres meses desde que la Noche de los Cristales Rotos había disipado cualquier duda que hubiera podido quedar sobre las intencione­s de los nazis con respecto a los judíos. El entonces alcalde de Nueva York, Fiorello La Guardia, era hijo de una mujer judía. También era uno de los políticos estadounid­enses que hablaba más duramente contra el régimen de Hitler, lo que le había causado problemas, incluso, con el propio Departamen­to de Estado de su país. A pesar de su declarada antipatía hacia los nazis, decidió autorizar el acto del Bund, puesto que creía que sería mejor “exponerlos a la luz”. Defendió que “si estamos a favor de la libertad de expresión, tenemos que estar a favor de la libertad de expresión para todos, y eso incluye a los nazis”.

Lo que sí hizo el alcalde fue extremar las medidas de seguridad. El Departamen­to de Policía de Nueva York organizó un espectacul­ar despliegue con mil seteciento­s agentes, que, según se escribió entonces, era el mayor operativo en la historia de la ciudad hasta ese momento. Según bromeaba el entonces jefe de la Policía, era un número de agentes “suficiente para parar una revolución”, pero ni aun así pudieron impedir algunos enfrentami­entos entre los filonazis y quienes se les oponían. La noche acabó con trece detenidos y, al menos, ocho heridos. En ambas listas figuraba Isadore Greenbaum.

Una voz entre la multitud

Greenbaum era un fontanero judío de veintiséis años que se coló entre la multitud para oír el discurso del Bundesführ­er Kuhn. Según declaró él mismo, al principio solo escuchaba sus palabras. Sin embargo, indignado por lo que iba oyendo, se acercó discretame­nte al escenario y se abalanzó sobre el líder nazi al grito de “abajo con Hitler”. Un grupo de militantes uniformado­s lo redujo y lo golpeó salvajemen­te a la vista de todos, entre el entusiasmo de la multitud. Si la Policía no hubiera intervenid­o, puede que lo hubieran matado. Salió del Madison Square Garden magullado, con la ropa hecha jirones y, además, detenido.

En su declaració­n en el juzgado de guardia explicó que “hablaban tanto de mi

religión y de su persecució­n que perdí la cabeza y sentí que tenía que decir algo”. El juez le preguntó si “era consciente de que algún inocente podía haber muerto” por su culpa, e Isadore le replicó preguntand­o al magistrado si él “era consciente de que muchos judíos podían morir por esa persecució­n”. Le impusieron una muy sustancial multa de veinticinc­o dólares, pero pudo evitar la cárcel porque su mujer reunió el dinero in extremis.

Ninguno de los que le golpearon fue siquiera llamado a declarar.

A pesar de esto, según su nieto, Greenbaum nunca se arrepintió: “Le dejaron un ojo morado y la nariz rota, pero decía que lo volvería a hacer igual”. Unos meses después, tras el bombardeo japonés de Pearl Harbor y la entrada de EE. UU. en la Segunda Guerra Mundial, se alistó en las Fuerzas Armadas para poder luchar contra los nazis. Durante su estancia en la Marina, llegó a dar entrevista­s presumiend­o de haberle dado un puñetazo al führer de Nueva York, aunque los vídeos muestran que la guardia nazi nunca le dejó aproximars­e tanto. Isadore Greenbaum sobrevivió al conflicto y tuvo una larga vida en paz. Tanto el líder antisemita que sonreía mientras le golpeaban aquella noche como la organizaci­ón a la que pertenecía­n sus agresores iban a tener un futuro mucho más corto y bastante menos agradable. A muchos nazis estadounid­enses les esperaban la cárcel y el regreso forzoso a Alemania. A algunos otros, la muerte.

El declive

Su gran demostraci­ón de fuerza en Manhattan fue el punto álgido del Bund y también el inicio de su caída. El alcalde La Guardia se encargó de que se investigar­an las cuentas de la organizaci­ón, y apareciero­n algunos agujeros: nueve meses después del mitin multitudin­ario, Kuhn fue condenado por haberle cargado al Bund los gastos de la mudanza de una de sus amantes y por haberse quedado con otras sumas de la organizaci­ón. Tal vez le hubiera ido mejor si su abogado no hubiera tratado de convencer al tribunal de una teoría legal ciertament­e controvert­ida. El argumento de su defensa fue que el Bund se regía por un “principio de autoridad absoluta”, similar al de Hitler en el partido nazi alemán, y que, por tanto, como jefe de la organizaci­ón, Kuhn tenía derecho a gastarse el dinero de esta como le pareciera. Eso, aparenteme­nte, incluía a sus amantes. El jurado no lo tuvo tan claro, y lo declaró culpable. En su sentencia, el juez fue indulgente. Lo mandó a la célebre prisión de Sing Sing, pero solo por un máximo de cinco años, en vez de los treinta a los que se arriesgaba. En el fallo quiso aclarar que Kuhn había sido juzgado no por “su diseminaci­ón del odio”, sino por ser un “falsificad­or y ladrón de poca monta”. No sería su último problema con la justicia, ni para él ni para su organizaci­ón. El Amerikadeu­tscher Volksbund acusó, desde el principio, la pérdida de su carismátic­o líder, pero, en realidad, fue la entrada estadounid­ense en la Segunda Guerra Mundial la que acabó con la organizaci­ón. Tras la invasión alemana de

Polonia, en 1939, el Bund siguió haciendo desfiles celebrator­ios por Manhattan, pero cada vez resultaba más impopular. En 1940, una bomba destrozó sus oficinas de Chicago, y cuando se produjo el ataque japonés en Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, y llegó la declaració­n de guerra de Hitler, su agenda de neutralida­d y simpatía hacia los nazis se volvió completame­nte insostenib­le. El Comité de Actividade­s Antiameric­anas de la Cámara de Representa­ntes ya había investigad­o a la organizaci­ón, y el Congreso había impedido a los miembros del

Bund trabajar en ciertas partes de la industria bélica, por temor a que pasaran informació­n a potencias extranjera­s. Sin embargo, tras el ataque de Japón, las medidas fueron mucho más directas. En este sentido, dos semanas después, se aprobó una ley exigiendo que todos los miembros de la organizaci­ón se registrara­n como agentes de un gobierno extranjero ante el Departamen­to de Justicia. Aquello fue una sentencia de muerte.

El final de la escapada

Tras el encarcelam­iento de Kuhn, Wilhelm Kunze se convirtió en el líder del Bund Germano Americano, pero, para cuando EE. UU. entró en la Segunda Guerra Mundial, ya había renunciado y ni siquiera estaba en el país. Había huido a México buscando un modo de regresar a Alemania, pero las autoridade­s lo detuvieron y lo devolviero­n a EE. UU., donde acabó declarándo­se culpable de un delito de espionaje. Bajo su liderazgo, el Bund recomendó a los jóvenes estadounid­enses de origen alemán que incumplier­an la ley que les obligaba a darse de alta para el reclutamie­nto.

El último líder conocido del Bund era otro de los lugartenie­ntes de Kuhn, George Froboese, que no fue a prisión, pero tuvo el final más dramático de todos ellos. Al igual que el partido nazi en Alemania, el Bund tenía una estructura regional en la que había un Gauleiter a cargo de cada zona. Froboese era el jefe de Wisconsin, un estado donde la organizaci­ón tenía mucha fuerza, porque casi uno de cada dos habitantes era de origen alemán. Llegó al cargo semanas antes de que Estados Unidos entrara en la guerra, y se convirtió en uno de los encargados de ejecutar su disolución y decidir qué hacer con sus propiedade­s.

En junio de 1942 tomó un tren desde Milwaukee, la ciudad más “alemana” de Estados Unidos, en dirección a Nueva York. Era su regreso a Manhattan tres años después de aquel mitin multitudin­ario en el que advirtió a miles de sus partidario­s de la “dominación mundial judía”. En una parada intermedia en Indiana, bajó de su vagón y se tumbó sobre la vía, muriendo en el acto cuando el convoy volvió a arrancar. Encontraro­n en sus bolsillos una citación judicial que le obligaba a presentars­e ante un tribunal federal en Nueva York en los siguientes días, llevando, además, toda la documentac­ión que tuviera sobre la organizaci­ón. Justo cuando el Bund perdía al que sería su último líder, su Bundesführ­er original estaba a punto de salir de la cárcel. O eso parecía. Fritz Kuhn recibió la libertad condiciona­l en 1943, pero fue encerrado de inmediato en un campo de internamie­nto para enemigos alemanes. Durante sus últimos meses en prisión, perdió la nacionalid­ad estadounid­ense y volvió a ser un alemán de pleno derecho.

El Bund resultaba cada vez más impopular

El argumento que usó la fiscalía para pedir la anulación de su ciudadanía estadounid­ense fue que Kuhn, al igual que cualquier otro inmigrante que quisiera nacionaliz­arse, había tenido que prestar un juramento de lealtad a Estados Unidos. Convencier­on al juez de que, forzosamen­te, tenía que haber mentido en ese juramento, ya que sus acciones al frente del Bund demostraba­n que siempre siguió siendo leal a Alemania. Es la misma lógica que empleó el gobierno estadounid­ense para retirarles la nacionalid­ad a otros muchos líderes del Bund.

El líder nazi recorrió tres campos de internamie­nto antes de que la guerra terminara con la derrota de Hitler. En 1945 le deportaron de vuelta a su Alemania natal, pero tampoco allí acabaron sus problemas con la justicia. Al llegar, fue encarcelad­o por las autoridade­s estadounid­enses de ocupación y, tras un breve período libre, fue juzgado de nuevo en

Múnich, como jerarca nazi, y condenado a prisión. Se escapó del campo de Dachau, donde estaba retenido, pero volvió a ser apresado. Después de recuperar la libertad, murió en Baviera en 1951. La noticia de su fallecimie­nto tardó dos años en llegar a Estados Unidos.

Kuhn murió pobre y olvidado, aunque su imagen arengando a miles de nazis en el corazón de Nueva York sigue poniendo los pelos de punta. Sin embargo, pese a lo espectacul­ar de las fotos, haríamos bien en ponerlas en su justa perspectiv­a. Las estimacion­es creen que el Bund Germano Americano llegó a contar con unos veinticinc­o mil miembros, en un país que tenía nada menos que quince millones de habitantes de origen alemán. En realidad, fueron una anécdota ruidosa con sus uniformes, sus esvásticas y su decena de campamento­s para entrenar militarmen­te a sus hijos, pero nada más. Ya en 1938, la Federación de Sociedades

Germano Americanas de Wisconsin lo había dejado por escrito: no tenían “nada que ver con la propaganda de odio racial y la intoleranc­ia religiosa” que promovía el Bund, y los estadounid­enses de origen alemán “se oponían férreament­e a las doctrinas de odio nazis”. Añadieron: “América, toma nota”. ●

 ??  ?? Mitin del Bund Germano Americano en el Madison Square Garden de Nueva York, el 20 de febrero de 1939.
Mitin del Bund Germano Americano en el Madison Square Garden de Nueva York, el 20 de febrero de 1939.
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 ??  ?? Fritz Kuhn, a la dcha., en un multitudin­ario acto en Camp Siegfried, Yaphank, Long Island, en agosto de 1938.
Fritz Kuhn, a la dcha., en un multitudin­ario acto en Camp Siegfried, Yaphank, Long Island, en agosto de 1938.
 ??  ?? Desfile de los simpatizan­tes del Bund en las calles de Nueva York, el 30 de octubre de 1939, casi dos meses después de la invasión de Polonia y el inicio de la guerra en Europa.
Desfile de los simpatizan­tes del Bund en las calles de Nueva York, el 30 de octubre de 1939, casi dos meses después de la invasión de Polonia y el inicio de la guerra en Europa.
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 ??  ?? Reunión de la organizaci­ón presidida por Fritz Kuhn en el distrito de Queens, Nueva York, en 1940, bajo un significat­ivo cartel que dice: “Ein Führer”.
Reunión de la organizaci­ón presidida por Fritz Kuhn en el distrito de Queens, Nueva York, en 1940, bajo un significat­ivo cartel que dice: “Ein Führer”.
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