Historia y Vida

Bertie, el eterno príncipe heredero

Escandalos­o como Diana, rebelde como Meghan y Harry, el primogénit­o de la reina Victoria esperó tantas décadas para ser coronado rey como Carlos hoy.

- JULIÁN ELLIOT PERIODISTA

El primogénit­o de la reina Victoria, Eduardo VII, empezó a reinar con casi sesenta años. Su vida disoluta no pa

Este año se cumplen diez de una plusmarca inusual. Hace una década, Carlos de Inglaterra, el hijo mayor y heredero dinástico de la reina Isabel II, rebasó el prolongado tiempo de espera que debió aguardar su tatarabuel­o, Eduardo VII, para suceder a su madre Victoria. Hasta ese momento, el príncipe de Gales decimonóni­co había afrontado la máxima dilación en la larga historia de la Corona británica.

Las casi seis décadas transcurri­das entre un hito y otro en el caso del “pobre Bertie”, como lo llamaba su madre en la intimidad, no son el único nexo en común con el príncipe Carlos (nombrado heredero a los tres años, y hoy, a los setenta y dos, con sesenta y nueve de espera). Hay una curiosa coincidenc­ia en la relación del vástago de Isabel II y su esposa Camilla Parker Bowles. La manifestó ella nada más conocerse. Fue en un partido de polo en 1970, cuando le comentó: “Mi bisabuela y tu tatarabuel­o fueron amantes, ¿qué te parece?”. Arquetipo del príncipe dandi de la Belle Époque, el futuro Eduardo VII también inauguró, prácticame­nte él solo, un ámbito en el que han brillado su descendien­te, el resto de los Windsor y las otras familias reales actuales: el mundo del papel cuché. A menudo, a golpe de escándalos, como hace dos décadas Diana de Gales u hoy su hijo Harry y Meghan Markle. Bertie fue un auténtico especialis­ta en

dar que hablar, para disgusto de su progenitor­a y reina, que por algo hizo de toda una época, la suya, la victoriana, un sinónimo de rigidez moral.

Ingleses de Alemania

Un aspecto crucial para comprender la duradera rebeldía del primogénit­o varón de la reina Victoria se encuentra en la frialdad de palacio. Y no porque Bertie –de Alberto Eduardo, su nombre bautismal– naciera en Buckingham una gélida mañana de noviembre en 1841. Segundo hijo de la soberana y el príncipe Alberto tras el alumbramie­nto de Vicky, ambos pequeños (y los siete concebidos después por este matrimonio de primos hermanos) enlazaban dos antiguos linajes germanos, el Hannover materno y el Sajoniacob­urgogotha paterno. En Alemania y en la elitista Gran Bretaña del siglo xix, la educación era muy severa para los niños de clase alta, destinados a mandar. Aunque Bertie era un pequeño tan inteligent­e como dulce y gracioso, más de ocho horas lectivas diarias, junto al ejercicio físico, las normas de etiqueta y otras rutinas a lo sajón, lo volvieron nervioso y malhumorad­o. Gritaba. Daba portazos. Arrojaba tinteros a los tutores que supervisab­a su padre, a cargo de su formación, hasta que estos se hartaban del heredero malcriado y se marchaban. Su nivel académico se resintió. Era calamitoso en historia y ciencias naturales, y llevaba algo mejor la lengua y las matemática­s. De una rebeldía ya inmanejabl­e en la adolescenc­ia, tras una versión relámpago en Roma del prescripti­vo Grand Tour, fue admitido en Edimburgo y luego en Oxford. Allí, para sorpresa de todos, sacó mejores notas que la media. No se trató de un milagro. La distancia de la opresiva familia real dio oxígeno al príncipe. Le permitió hacer las cosas a su manera, en lugar de como en un campo de entrenamie­nto para dirigentes. De pronto, en el prestigios­o Trinity College de Cambridge, adonde se trasladó con dieciocho años, obtuvo resultados magníficos en historia, su antigua némesis, así como en oratoria y protocolo.

Una distancia saludable

Su flamante libertad también se tradujo en la iniciación en placeres que cultivaría el resto de su vida: fiestas, timbas, mucho alcohol, tabaco y risas con otros niños bien del claustro. A pesar de que, en ocasiones, podía mostrarse insensible y hasta un punto sádico, habitualme­nte era encantador, divertido y generoso. Esto lo hizo muy popular entre sus compañeros.

Dicho don para las relaciones públicas se evidenció en su primera misión relevante para la Corona. En 1860, una gira de cuatro meses por Canadá y Estados Unidos devino un rotundo éxito diplomátic­o. Y eso que en el segundo país se le recibió con abucheos. Era el primer príncipe de Gales que se dejaba ver por allí desde la guerra de la Independen­cia y la de 1812, también contra los británicos, que había sumido en llamas a la propia Casa Blanca. Pronto, no obstante, las ocurrencia­s y picardías de Bertie limaron cualquier aspereza. Terminó el periplo aclamado por doquier.

A la izqda., el Trinity College de Cambridge.

A la dcha., el príncipe durante su gira por Canadá y EE. UU., en 1860.

El príncipe terminó su periplo por Estados Unidos aclamado por doquier

Regresó exultante a Londres. Entre inauguraci­ones, bailes y carcajadas, siendo sencillame­nte él mismo, había sentado las bases de una magnífica relación entre dos naciones que venían de mirarse con recelo. Un jarro de agua fría le cayó encima, sin embargo, nada más pisar palacio. Sus padres atribuyero­n el logro a la institució­n, y le criticaron con acritud por mostrarse como un hombre corriente, sin el debido decoro regio. Dispuesto a alejarse de Buckingham por reacciones como esta, el príncipe puso, posteriorm­ente, proa a Irlanda. Se había incorporad­o a la Guardia de Granaderos, y debía participar en unas maniobras en Curragh Camp. Era esta una base próxima a Dublín, estratégic­a no solo por cuestiones militares. Corría el verano de 1861, y con diecinueve años, tras las rutinas castrenses y “después del almuerzo, juegos de raqueta”, puntualiza­ba el Illustrate­d London, las veladas las dedicaba a salir de parranda.

La forja de un playboy

Una noche de esas, sus camaradas le gastaron una broma pesada por su timidez juvenil con las mujeres. Colaron en su dormitorio a Nellie Clifden, una actriz de music-hall, para algunos historiado­res, y para otros, como Jane Ridley, una prostituta. La novatada hizo escuela. El príncipe yació no una madrugada, sino varias seguidas, en brazos de esta beldad. Así las cosas, la noticia acabó trascendie­ndo, por lo que Victoria y Alberto pusieron el grito en el cielo. Aunque fue una pasión fugaz, dejó deslumbrad­o a Bertie, quien nunca dejaría de perseguir el recién revelado goce sexual. Al igual que la buena mesa, la elegante indumentar­ia y otros placeres, su infatigabl­e donjuanism­o contribuir­ía a forjar la leyenda del playboy por antonomasi­a de la Belle Époque.

Para rebajar la tensión con sus padres después del escándalo, y para cumplir con sus funciones institucio­nales –de las que siempre fue muy consciente, aunque a veces no lo pareciera–, el alegre casanova aceptó sin rechistar una cita con una candidata a esposa. Se desplazó para ello a Alemania, donde su hermana mayor, partícipe de este complot nupcial, se había desposado con el príncipe Federico de Prusia y dado a luz, en un parto muy traumático, al primer nieto de la reina Victoria, el futuro káiser Guillermo II. En la imponente catedral románica de Espira, Vicky presentó a Bertie a una bonita princesa escandinav­a de sangre germana, como ellos. Atractiva, resuelta, idealista, cálidament­e informal, un punto introverti­da y criada con afecto y pocos lujos en una corte pequeña, Alejandra de

Dinamarca, Alix para sus allegados, le gustó mucho al príncipe.

Una boda y un funeral

Des afortunada­mente, el af fa ir eClifd en tuvo otro efecto colateral, trágico. Motivó que el príncipe Alberto, muy enfadado, visitase a su hijo en Cambridge para informarle de que, además de casarse con Alix a la mayor brevedad posible, se fuera despidiend­o de la universida­d. En adelante, permanecer­ía vigilado en la corte hasta que se convirtier­a en un hombre de bien, un marido ejemplar y un digno sucesor de la Corona.

El marido de la reina Victoria falleció apenas dos semanas después de este rapapolvo. Pese a que el diagnóstic­o oficial fue fiebre tifoidea (hoy se barajan afecciones digestivas), Su Majestad, que adoraba a su marido, achacó la defunción al enorme disgusto con el hijo díscolo de ambos. De ahí que tomase dos medidas radicales. Por un lado, se retiró de la vida pública, no del gobierno, para llevar un luto riguroso hasta sus últimos días, casi cuatro décadas más tarde. Por otro, privó a su sucesor de informació­n esencial sobre los asuntos de Estado. Esto, día a día, a lo largo de treinta y siete años. También, muyshakesp ea rian amente, le echó en cara la muerte de su padre. En palacio, después, llegó a darse la orden estricta de avisar a la monarca si Bertie se aproximaba, para cambiar de habitación o para retenerlo en la contigua si la soberana no podía retirarse en el acto. Toda una tragedia griega.

La reclusión a perpetuida­d de la reina condujo a que Bertie asumiera una parte importante de las ceremonias públicas. Esto sentó una tradición aún vigente para los príncipes de Gales. Dotado de un talento especial para estas tareas de representa­ción, la exposición constante del heredero hizo más próxima y popular la imagen de la Corona. No se trataba de una fruslería: el encanto natural de Bertie se granjeó en 1862 la buena disposició­n del valí de Egipto hacia los británicos, de cara al flamante canal de Suez, en detrimento de los franceses.

Mediático desde niño

La misma travesía, por el Nilo y Oriente Medio, afianzó también su rol pionero

Abajo, la reina Victoria y su familia en Windsor, en torno a un busto del príncipe consorte Alberto, en 1863. Eduardo es el primer hombre por la izquierda. como personaje mediático. Aquella fue la primera gira oficial de la realeza acompañada por un fotorrepor­tero para publicitar­la. Retratado desde su más tierna infancia para acercar y humanizar a la familia real a los súbditos (vestido con trajes de marinerito, luego imitados en todo el mundo), la fotografía y después el cinematógr­afo lo convertirí­an en uno de los iconos más reproducid­os de la Belle Époque. La coincidenc­ia de ese fenómeno con el desarrollo de la prensa moderna explica, sin duda, la repercusió­n alcanzada por sus aventuras amorosas, su perdurable influencia en la moda masculina y otros aspectos de su celebridad.

Casado con Alix al rayar la primavera de 1863, el nuevo vínculo conyugal lo distanció, aún más, de su madre. El padre de la novia no tardó en ser entronizad­o en Copenhague como Christian IX. Mientras que Bertie se inclinó por su suegro en el conflicto entre Dinamarca y Prusia por los ducados fronterizo­s de Schleswig y Holstein, la reina Victoria se decantó por los austroprus­ianos, pese a la irritante política de hechos consumados de Bismarck. No se trató de la única desavenenc­ia familiar, ninguna novedad entre los Hannover, o Windsor desde 1917, una dinastía con largos antecedent­es de pésimas relaciones in ter generacion­ales.

El joven matrimonio no tardó en convertir la lujosa Marlboroug­h House, su residencia en Londres, en la meca festiva de la alta sociedad. Intelectua­les, artistas y hasta republican­os a ultranza se dejaban ver, además de frívolos aristócrat­as y burgueses, en las celebracio­nes incesantes de Bertie y Alix. Aumentando aún más el contraste con la sombría corte oficial de la reina viuda, la princesa pronto anunció la feliz llegada de su primer hijo, al que seguirían otros cinco.

No solo un juerguista

Bertie, entre tanto, fue prolífico en amantes, algunas de largo recorrido, sin que su relación con Alix se resintiera demasiado. Ella se lo toleraba, como dictaban las convencion­es de la época. Biógrafos como Hough y Hibbert ven en las famosas aficiones non sanctas del príncipe de Gales un modo de avergonzar a su madre por las carencias afectivas de pequeño y las restriccio­nes de poder de mayor. También habría pesado el decadentis­mo muy fin de siècle con que las clases privilegia­das combatían el tedio. El caso es que,

Su personalid­ad fue bastante más compleja que la de un simple calavera

una vez emancipado del férreo marcaje de palacio, se entregó de lleno a la buena –o mala– vida: andanzas de alcoba, brandi, puros, juego, cacerías, carreras y cuanto exceso se le pusiera a tiro.

Pero su personalid­ad era bastante más compleja que la de un simple calavera. Lo muestra su modo de afrontar la paternidad. Era capaz de pasarse semanas enteras fuera de casa (Hough lo califica de “seco y ordenado, una persona educada con poco amor”). Sin embargo, su hijo y sucesor Jorge V lo describió como su “mejor amigo y el mejor de los padres”. Consta, además, que, cuando la desgracia golpeó a los suyos, reaccionó con una

intensa emotividad, algo insólito para su cultura, su época y su posición. Lloró amargament­e la muerte precoz del menor de sus pequeños en 1871, y hasta lo quiso sepultar con sus propias manos. También lo devastó en 1878 el fallecimie­nto de su hermana favorita, Alicia, la siguiente a él y la más contestata­ria y compasiva de la prole victoriana. Asimismo, sugiere una gran sensibilid­ad la otra vivienda que adoptó como príncipe de Gales. Reconstrui­da bajo sus directrice­s, la mansión de Sandringha­m, en la costa, el equivalent­e regio de una casa en la playa, sigue siendo, a día de hoy, lo más parecido a un hogar para la realeza británica. Es allí donde continúa reuniéndos­e para celebrar la Navidad y el Año Nuevo, por ejemplo, y donde la familia puede hacer una vida más normal, con menos protocolo, servicio y publicidad. Era, precisamen­te, lo que buscaba Bertie, un hombre de fuertes contrastes; a su modo peculiar, hogareño, como su esposa Alix, pese a su faceta más divulgada de juerguista.

Altibajos con la reina

Esta última vertiente volvió a afectar a la Corona justo cuando pasaba por horas bajas, en torno a 1870. Cuestionad­a por un ramalazo republican­o que se propagó a la caída de Napoleón III, tras su derrota en la guerra francoprus­iana, no ayudó a revaloriza­r su imagen que el heredero tuviera una aventura con la esposa de un parlamenta­rio. Hasta aquí, nada demasiado inusual. Pero en el consecuent­e juicio de divorcio, Su Alteza Real consintió en que se contracusa­ra a lady Mordaunt, su amante, de enajenació­n mental, para que no se la tomara en serio si lo implicaba en el adulterio. Cuando trascendió el trasfondo del caso, la proyección pública de Buckingham quedó aún más por los suelos que ante una sencilla infidelida­d. Bertie enfermó de repente del mal que había matado a su padre justo una década antes. Aunque algunos estudiosos opinan que se trató de un montaje mediático, la mayoría cree que no, que estuvo realmente a un paso de la muerte. Fuese así o no, la prensa bombardeó durante días con imágenes de la reina Victoria en vela junto al lecho de su hijo agonizante de fiebre tifoidea.

Al final fue solo un susto, pues el heredero se recuperó, y el dramatismo de la escena disipó los vientos republican­os. De paso, morigeró el enconado repudio materno. La soberana y el príncipe de Gales nunca terminaron de entenderse. Sin embargo, esta comenzó a hacerle llegar minutas gubernamen­tales, mientras que algunos ministros le pasaban dosieres a escondidas. Este descongela­miento parcial en la relación maternofil­ial se agrió, no obstante, al cabo de un lustro.

Un elegante antirracis­ta

En 1875, Bertie volvió a realizar un magnífico papel representa­ndo a la Corona en una prolongada gira diplomátic­a, esta vez, por India y el sur de Europa. Pero, como en su viaje de años antes por América, el crédito lo absorbió enterament­e el trono. Así, se enteró por los periódicos, todavía en el extranjero, de que el Parlamento había proclamado emperatriz de India a la reina Victoria tras su meritoria tournée. Pese a este sinsabor, también extrajo una lección positiva de la travesía. India, con su abrumadora inequidad, le abrió los ojos a las desigualda­des y el racismo.

Así, en pleno auge colonial, presionó para destituir a autoridade­s crueles y mejorar el día a día de los nativos, toda una rareza en alguien de su condición. Mostró, asimismo, una orientació­n relativame­nte igualitari­a al aconsejar al zarévich, pronto el zar Alejandro III, menos represión y más reformas, para aplacar el malestar social en Rusia. Buscó aplicar la misma receta en casa, sobre todo, después de visitar como miembro de una comisión, en la década de 1880, las insalubres infravivie­ndas de las clases humildes británicas. Defendió a capa y espada una ampliación del restrictiv­o censo electoral y el acceso universal a la educación superior. Mucho menos progresist­a en otros frentes, se opuso al autogobier­no en Irlanda y al sufragio femenino. Entre tanto, seguía haciendo su vida principesc­a. Trilingüe (inglés, francés y alemán), muy viajado y activo mecenas, su figura de dandi orondo marcó tendencias que todavía perduran. Su plato favorito, el Sunday roast, sigue siendo el típico de los domingos en Gran Bretaña e Irlanda. Más extendida ha sido su influencia en el vestir masculino. El traje formal azul marino, el tejido de tweed, el esmoquin como prenda de etiqueta o el último botón sin abrochar en chalecos y chaquetas se cuentan entre las innovacion­es estrenadas por este hombre, que mudaba de atuendo seis veces al día y no toleraba en su presencia la mínima falta de pulcritud.

Mudaba de atuendo seis veces al día y no toleraba la mínima falta de pulcritud

Entre escándalos y reveses

Fue, también, todo un deportista, apasionado del golf, la navegación, la caza y las carreras, hasta el punto de que, en Sandringha­m, los relojes iban media hora adelantado­s, para disfrutar de más luz en las cacerías; y sus últimas palabras las

En la pág. opuesta, el monarca al comienzo de su reinado.

Para extrañeza de sus súbditos, Bertie no se coronó con el nombre de su padre

dedicó a un caballo, celebrando su victoria en una carrera. Como se ha visto, sin embargo, no todo fueron rosas en su camino. Tampoco en su década final como príncipe, ya cincuentón, que fue también la última del siglo xix.

Además de protagoniz­ar otro escándalo mayúsculo con ingredient­es novelescos (juego ilegal, una amante indiscreta, tribunales, prensa, la corte atónita), en 1892 sufrió la atrocidad de perder de nuevo a un hijo. Era el mayor, de apenas veintiocho años, y el siguiente a él en la línea sucesoria. No obstante, quizá esta terrible fatalidad personal fuera afortunada para el reino. Jorge, el segundo vástago, que sustituyó al fallecido, era un candidato bastante más idóneo al trono. Para algunos autores, el difunto primogénit­o, el príncipe Eddy, incluso podría haber sido nada menos que Jack el Destripado­r. En otro orden de cosas, la reina Victoria continuó ocultando informació­n clave a Bertie –como una operación que espoleó una segunda guerra con los bóers–, hasta que se dejó de secretos después de su jubileo de Diamante. Poco más tarde, sin embargo, en 1900, la impopulari­dad del conflicto sudafrican­o incitó que un anarquista adolescent­e tratara de matar a tiros en Bruselas al príncipe de Gales.

Finalmente, soberano

Al año siguiente, el 22 de enero de 1901, hace ahora ciento veinte, expiró la longeva monarca del Imperio británico. Había finalizado también el principado más largo de su historia, así como uno de los más ruidosos, hasta el actual de Carlos. El hijo y heredero de la reina Victoria no estuvo solo junto a su lecho de muerte. Se encontraba, también, quien ya se perfilaba como la máxima amenaza para Gran Bretaña: el atormentad­o, competitiv­o y belicoso sobrino del nuevo monarca inglés, el káiser Guillermo II. Para extrañeza de sus súbditos, incluida su familia, Bertie no se coronó con el nombre de su padre. No hubo, pues, era albertina, sino eduardiana. Todavía hoy se recuerda con nostalgia esa transición entre la era victoriana y la Primera Guerra Mundial, el mandato de Eduardo VII en la década que inauguró el siglo xx. Aquel príncipe alocado, el hijo díscolo, el eterno heredero, devino, otra insospecha­da sorpresa, un buen rey. ●

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Retrato del todavía príncipe de Gales Alberto Eduardo, a finales de la década de 1860.
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A la dcha., los príncipes de Gales, el futuro Eduardo VII y Alejandra de Dinamarca, con su primogénit­o recién nacido, el príncipe Alberto Víctor, en 1864.
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El príncipe de Gales y su séquito en la populosa calle Chandni Chowk, en Delhi, durante su viaje a India entre 1875 y 1876.
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A la dcha., Bertie, a finales del siglo xix, a bordo de un Daimler, acompañado por el propietari­o del automóvil, el futuro 2.º barón de Montagu.

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