Tras los pasos sosegados de Cézanne
El italiano y el francés no llegaron a conocerse, pero sus paisajes comparten espíritu
Morandi no fue exclusivamente un pintor de interiores. El paisaje le atrajo desde el principio de su carrera, y se dedicó a él con ahínco durante la Segunda Guerra Mundial. Para protegerse del centenar de bombardeos que acabarían destruyendo casi la mitad de Bolonia, el artista se refugió en los Apeninos, en su casita de veraneo de Grizzana.
Como un Cézanne italiano, Giorgio Morandi pasó la contienda plasmando este entorno natural y rural en composiciones cada vez más depuradas. Sus casas se van convirtiendo en bloques de luz y color tan minimalistas como las cajitas de sus bodegones. Árboles y colinas se reducen a la mínima expresión geométrica. Son paisajes silenciosos, eremíticos, concentrados en sí mismos, que evocan quietud y eternidad, rehuyendo la anécdota bucólica. Como al posimpresionista francés, al italiano le interesa el paisaje como excusa para investigar la forma y el color.
La influencia cézanniana es especialmente notoria en una de sus vistas de 1928, muy semejante a la Maison lézardée (Casa con paredes agrietadas) del provenzal, que data de la última década del siglo xix y se conserva actualmente en el Metropolitan de Nueva York. Como puede apreciarse aquí, las obras comparten el encuadre contrapicado –visto desde abajo–, el tejado recortado contra un cielo intensamente azul, la luz rosada que define la fachada principal. Morandi se familiarizó con la obra del pintor de Aix-en-provence a partir de un libro con reproducciones en blanco y negro (Gl’impressionisti francesi, de Vittorio Pica), pero tuvo ocasión de contemplarla en persona en la Bienal de Venecia de 1920. La impresión en el joven fue imborrable.