¿MODÉLICA O NEFASTA?
A lo largo de los siglos, Esparta ha sido idealizada o denostada por gentes de muy distinta ideología. Todos veían lo que deseaban ver en función de las necesidades políticas de su presente, y no del conocimiento histórico.
Esparta salió bien librada de la guerra del Peloponeso: era la ciudad hegemónica de Grecia, en sustitución de su archirrival, Atenas. La gloria, sin embargo, le duró poco más de tres décadas. Los tebanos pusieron fin a su preponderancia en la batalla de Leuctra (371 a. C.). Desde entonces, nada en la ciudad lacedemonia volvería a ser lo mismo, si bien el fin de su esplendor significara el inicio de su entrada en la leyenda. Historiador romano de origen griego, Plutarco (c. 46-c. 120) presentó a los espartanos como gentes de virtudes prácticamente sobrehumanas, aunque de naturaleza implacable. Por otra parte, alimentó la idea mítica del laconismo, al retratar a unas personas que decían mucho con pocas palabras.
A su vez, los autores cristianos encontraron en la ciudad griega un catálogo de ejemplos que conectaban con sus principios religiosos. Clemente de Alejandría, entre los siglos ii y iii, destacó la austeridad y la entereza de los espartanos. Un discípulo suyo, Orígenes, recordó que el gran legislador de Esparta, Licurgo, había perdonado a un joven, Alcandro, que le había reventado un ojo de un bastonazo. ¿No era esto lo mismo que predicaba Jesucristo al proclamar el deber de amar a los enemigos? Los lacedemonios, además, merecían ser tenidos en cuenta por otro punto importante: se habían negado a rendir culto a un monarca, el emperador persa, de la misma forma que los primeros cristianos rechazaron reconocer la divinidad de los césares de Roma.
Un ejemplo de virtud
En la Edad Media, en cambio, Esparta vivió un momento de ostracismo. Hubo que esperar al Renacimiento para que se la redescubriera, de la mano del movimiento humanista, y se hiciera de ella un “espejo de virtud y de excelencia moral”, como dice César Fornis en un reciente estudio. En Italia, Nicolás Maquiavelo utilizó a los reyes espartanos para demostrar que unos medios discutibles, desde un punto de vista moral, podían ser aconsejables si se utilizaban para el bien del Estado. En Francia, Michel de Montaigne elogió su cultura por enseñar a sus ciudadanos a actuar de forma correcta. Según
Durante la Ilustración, se tuvo a Esparta como un modelo de buen gobierno
el famoso ensayista, los atenienses se contentaban con hablar bien gracias al cultivo de la retórica. Los otros, por su virtud y su simplicidad, podían compararse con los indígenas de las tierras descubiertas en América por los españoles.
De esta forma, la Antigüedad contribuía a inspirar la teoría del “buen salvaje”, ese nativo naturalmente virtuoso, antes de ser corrompido por la civilización. En el ámbito hispano, autores como Bartolomé de las Casas o el Inca Garcilaso de la Vega encontraron semejanzas entre los nativos de las Indias y los antiguos espartanos, puesto que estos últimos, a su juicio, también vivían sin propiedad privada y sin comercio, y se regían por un conjunto de leyes que no estaban escritas.
Un siglo después, en el xvii, el mundo clásico sigue vinculado a la más palpitante actualidad. En la Inglaterra de la guerra civil, las fuerzas de Oliver Cromwell derrotan a las de Carlos I. El vencido rey acaba ejecutado. Para legitimar la decisión, John Milton, ministro de Cromwell, recuerda que los reyes de Esparta también fueron procesados, y, de tanto en tanto, condenados a la pena capital. Durante la Ilustración, los espartanos volverán a ser el paradigma del buen gobierno, admirados por su respeto a la ley y la práctica de la comunidad de bienes. Por eso, recibirán los elogios de muchos
pensadores. Para Helvétius, no había duda de que la suya era “una república de héroes”. Con Rousseau, según César Fornis, Esparta “se afianza en el pensamiento moderno como modelo inmutable de una sociedad perfectamente libre, virtuosa e incorruptible”. Lector de Plutarco, el filósofo ginebrino había aprendido a valorar la grandeza de un pueblo en el que los niños no perdían el tiempo aprendiendo conocimientos inútiles. En lugar de llenar su cabeza con datos sin aplicación práctica, tenían muy claro el orden de sus prioridades: robar para tener cada noche la cena lista. Acostumbramos a tener a Rousseau por un hombre progresista, pero su idea de libertad está subordinada, por completo, a las necesidades del Estado como representación del bien público. El individuo ha de vivir para la colectividad, de ahí que el autor de El contrato social encuentre tan digno de alabanza el caso de una espartana que recibió la noticia de la muerte de sus cinco hijos en combate. En lugar de apenarse por la pérdida, corrió a dar gracias a los dioses por la victoria. Para Rousseau, esto es una demostración de lo que debe ser una ciudadana ejemplar. Voltaire, en cambio, detestaba a los espartanos. No veía en ellos a hombres de vida austera, sino a unos bandidos que, precisamente por sus escasas riquezas, codiciaban las de sus vecinos. Los atenienses resultaban mil veces preferibles por su esplendor cultural, palpable en realizaciones con las que sus rivales no podían competir: “No sé por qué se osa todavía hablar de Licurgo y de sus lacedemonios, que no han hecho nunca nada grande, que no han dejado ningún monumento, que no han cultivado las artes”.
En la era de las revoluciones
El Siglo de las Luces no se limitará a las especulaciones filosóficas: llega el momento de cambiar el mundo en la práctica. Durante la revolución americana, los independentistas de las Trece Colonias, en lucha con la metrópoli británica, miraron hacia la Antigüedad en busca de modelos para el Estado que deseaban construir. Se pensó, entonces, en la construcción de una Esparta cristiana. La ciudad lacedemonia llamaba la atención por su mezcla de gobierno aristocrático y popular, que permitía esquivar los inconvenientes de una democracia excesiva. No se deseaba caer en el desorden que se atribuía a la Atentas clásica, donde no habría existido un freno para la anarquía de la plebe. Esparta gustaba, en cambio, porque los poderes se contrapesaban entre sí. Este era el caso de sus dos reyes, uno perteneciente a la familia de los Euripóntidas y otro a la de los Agiadas. El sistema, sin embargo, no acababa de convencer a los norteamericanos, que se inclinaban por un gobierno
fuerte y recelaban, por ello, de un ejecutivo en demasiadas manos. ¿Había que buscar inspiración en siglos lejanos cuando EE. UU. era algo radicalmente nuevo? Algunos pensaban que la obsesión historicista carecía de sentido. Para Benjamin Franklin, uno de los padres de la patria, semejante preocupación por el pasado no llevaba a ningún lugar. Otras grandes figuras de la política norteamericana señalaban, mientras tanto, que Esparta no constituía una república ideal, sino un sistema con defectos graves. Thomas Jefferson, tercer presidente del país, criticó la existencia de un pueblo esclavizado, los ilotas. En cambio, por esa misma razón, mucha gente en el sur tendía a identificarse de forma natural con Esparta y a oponerse al norte, un territorio industrial que se asimilaba con Atenas. Así, la contienda civil, entre 1861 y 1865, fue vista como una reedición de la guerra del Peloponeso.
¿Un dechado de libertades?
Pero si hubo un lugar donde la influencia espartana alcanzó un auténtico apogeo, ese fue Francia a partir de 1789. Se produjo entonces lo que César Fornis denomina “el paroxismo del mito”. Los jacobinos, a la izquierda de la revolución, resultaron ser especialmente espartanófilos. Según uno de sus diputados, Camille Desmoulins, los revolucionarios se habían educado en las escuelas de Esparta y Roma. Él, sin embargo, no se sentía demasiado próximo a la primera: juzgaba que había hecho iguales a sus ciudadanos en el mismo sentido que la tempestad hace iguales a todos los náufragos. Robespierre, en cambio, elogió a Esparta por brillar “como un relámpago en las inmensas tinieblas”. De todas formas, por más que admirara el heroísmo de los lacedemonios, reconocía que resultaba muy complicado trasplantar el sistema de una pequeña república de la Antigüedad a un país moderno con millones de habitantes. A su vez, un pintor adicto a los jacobinos, Jacques-louis David, sentía por la historia espartana la misma reverencia que el “incorruptible”. Por eso la utilizó como tema para sus lienzos en diversas ocasiones. Su óleo más famoso, culminado tras largos años de trabajo, muestra a Leónidas, el famoso rey espartano, al frente de sus trecientos hombres en el desfiladero de las Termópilas, preparados para luchar contra un enemigo persa muy superior en número.
Se dice que Napoleón, al ver el cuadro, lo desdeñó de inmediato. Pensó que era una monumental pérdida de tiempo dedicar tanto esfuerzo a representar a unos guerreros que no eran más que unos perdedores. Sin embargo, un año después, en 1815, pensaba de muy distinta mane
La influencia espartana alcanzó su apogeo en Francia a partir de 1789
ra. En guerra contra una poderosa coalición europea, ordenó que se hicieran copias de la pintura para colocar en las escuelas militares. En aquellos momentos, en los que la derrota definitiva en Waterloo estaba cada vez más cerca, la idea de la resistencia a ultranza contra el invasor resultaba muy útil para sus propósitos. A su vez, los independentistas latinoamericanos, durante su enfrentamiento contra España, utilizaron las referencias clásicas para legitimar su separación de la vieja metrópoli. La Antigüedad, para ellos, representaba la libertad, todo lo contrario que el gobierno de los virreyes, sinónimo de oscurantismo. El libertador Simón Bolívar, por ejemplo, se sirvió de los casos prácticos de los libros de historia para justificar sus posiciones políticas. A la hora de defender la implantación de un sólido sistema educativo, afirmó, por ejemplo, que Esparta, lo mismo que Atenas y Roma, había alcanzado la grandeza gracias a la instrucción pública. Bolívar propugnó la creación de gobiernos fuertes que evitaran los desórdenes políticos, y volvió su mirada hacia el espartano Licurgo, un legislador que demostraba, en su opinión, que los hombres podían ser regidos a través de “los preceptos más severos”. Desde su punto de vista, el gobierno tiene derecho a recurrir a la violencia, siempre que lo haga para
que sus ciudadanos sean más justos y felices. La libertad es necesaria, pero siempre subordinada al bien común.
Bajo la sombra del totalitarismo
En cambio, durante el resto del siglo xix, la popularidad de Esparta fue de capa caída. En una centuria marcada por el auge de la burguesía, con Gran Bretaña como superpotencia mercantil, todo se prestaba para que los europeos, al mirar a la antigua Grecia, prefirieran a Atenas. El mundo de Pericles reflejaba lo que debía ser una gran democracia comercial. Ya en el siglo xx, el nazismo idealizó Esparta como una tierra de hombres duros, tan dispuestos a morir por su patria como a obedecer a sus autoridades. El Tercer Reich no podía dejar de simpatizar con un régimen en el que también veía reflejada su ideología eugenésica: los débiles, para que el colectivo avanzara, debían morir. Así las cosas, no resulta extraño que el filósofo Karl Popper, en La sociedad abierta y sus enemigos, publicada en 1945, identificara los valores espartanos con los del totalitarismo contemporáneo. Durante la Guerra Fría, la propaganda occidental tendió a identificar al bloque capitalista, encabezado por Estados Unidos, con Atenas, una ciudad individualista y democrática. El bloque comunista, liderado por los soviéticos, se parecía, por el contrario, a la autoritaria Esparta, basada en principios comunitaristas. Pero esta analogía, según el historiador neoconservador Donald Kagan, no era perfecta. Los rusos, en su opinión, tenían más en común con el imperialismo de los atenienses que con la política exterior de los espartanos, de carácter defensivo y orientada al mantenimiento del statu quo.
El mito espartano influyó también en el feminismo, por sorprendente que parezca. En El segundo sexo (1949), un libro de importancia capital, Simone de Beauvoir idealizaba a las mujeres lacedemonias. Estas disfrutaban, a su juicio, de una libertad insólita en el mundo antiguo, porque se las trataba prácticamente igual que a los hombres: “Las muchachas eran criadas como los muchachos, la esposa no estaba confinada en la casa del marido”. Más recientemente, el mundo espartano ha estado de actualidad gracias a la película 300 (2006), de Zack Snyder, que
recrea la lucha de los hombres de Leónidas contra los invasores. La cinta, basada en el cómic de Frank Miller, no destaca, ni tampoco lo pretende, por su rigor histórico. El historiador Javier Jara Herrero, en Las guerras Médicas, señala una multitud de errores. El caudillo espartano, interpretado por Gerard Butler, no era un hombre de cuarenta años o menos, ya que había alcanzado, por el contrario, la sesentena. El emperador Jerjes, encarnado por Rodrigo Santoro, aparece, a su vez, como un personaje sexualmente ambiguo, mientras que los guerreros espartanos, culturistas de aspecto intimidante, acuden al combate sin tomarse la molestia de ponerse la armadura.
No obstante, según Jara Herrero, lo más destacado de 300 no es su falta de exactitud factual, sino su tendenciosidad ideológica. Los buenos son blancos y europeos, en tanto que los malos, asiáticos, representan la barbarie y la tiranía. De esta forma, Snyder se posicionaría a favor de la teoría del choque de civilizaciones entre Occidente, símbolo de la democracia, y unos pueblos orientales que representarían un desafío a la libertad.
La visión del populismo
En la actualidad, diversas tendencias del populismo de extrema derecha han convertido a los antiguos espartanos en sus héroes. Este es el caso del partido griego Amanecer Dorado, una organización de simpatías neonazis, recientemente ilegalizada, que ha promovido ataques violentos contra izquierdistas y emigrantes. Su ideario se basaba en principios nacionalistas y xenófobos. Esparta sería un modelo por sus valores de honor, deber y obediencia al Estado. Finalmente, en Estados Unidos, los seguidores del expresidente Donald Trump comparten esta admiración por los lacedemonios. En ambos casos, Leónidas aparece como un gran guerrero. Desde esta óptica, la batalla de las Termópilas habría sido nada menos que el momento fundacional de la civilización de Occidente. En realidad, como es obvio, los griegos fueron derrotados en las Termópilas. Si se salvaron de los persas, fue gracias a sus victorias posteriores. ●
El mito espartano influyó también en el feminismo, por extraño que parezca