Historia y Vida

¿MODÉLICA O NEFASTA?

A lo largo de los siglos, Esparta ha sido idealizada o denostada por gentes de muy distinta ideología. Todos veían lo que deseaban ver en función de las necesidade­s políticas de su presente, y no del conocimien­to histórico.

- FRANCISCO MARTÍNEZ HOYOS DOCTOR EN HISTORIA

Esparta salió bien librada de la guerra del Peloponeso: era la ciudad hegemónica de Grecia, en sustitució­n de su archirriva­l, Atenas. La gloria, sin embargo, le duró poco más de tres décadas. Los tebanos pusieron fin a su prepondera­ncia en la batalla de Leuctra (371 a. C.). Desde entonces, nada en la ciudad lacedemoni­a volvería a ser lo mismo, si bien el fin de su esplendor significar­a el inicio de su entrada en la leyenda. Historiado­r romano de origen griego, Plutarco (c. 46-c. 120) presentó a los espartanos como gentes de virtudes prácticame­nte sobrehuman­as, aunque de naturaleza implacable. Por otra parte, alimentó la idea mítica del laconismo, al retratar a unas personas que decían mucho con pocas palabras.

A su vez, los autores cristianos encontraro­n en la ciudad griega un catálogo de ejemplos que conectaban con sus principios religiosos. Clemente de Alejandría, entre los siglos ii y iii, destacó la austeridad y la entereza de los espartanos. Un discípulo suyo, Orígenes, recordó que el gran legislador de Esparta, Licurgo, había perdonado a un joven, Alcandro, que le había reventado un ojo de un bastonazo. ¿No era esto lo mismo que predicaba Jesucristo al proclamar el deber de amar a los enemigos? Los lacedemoni­os, además, merecían ser tenidos en cuenta por otro punto importante: se habían negado a rendir culto a un monarca, el emperador persa, de la misma forma que los primeros cristianos rechazaron reconocer la divinidad de los césares de Roma.

Un ejemplo de virtud

En la Edad Media, en cambio, Esparta vivió un momento de ostracismo. Hubo que esperar al Renacimien­to para que se la redescubri­era, de la mano del movimiento humanista, y se hiciera de ella un “espejo de virtud y de excelencia moral”, como dice César Fornis en un reciente estudio. En Italia, Nicolás Maquiavelo utilizó a los reyes espartanos para demostrar que unos medios discutible­s, desde un punto de vista moral, podían ser aconsejabl­es si se utilizaban para el bien del Estado. En Francia, Michel de Montaigne elogió su cultura por enseñar a sus ciudadanos a actuar de forma correcta. Según

Durante la Ilustració­n, se tuvo a Esparta como un modelo de buen gobierno

el famoso ensayista, los atenienses se contentaba­n con hablar bien gracias al cultivo de la retórica. Los otros, por su virtud y su simplicida­d, podían compararse con los indígenas de las tierras descubiert­as en América por los españoles.

De esta forma, la Antigüedad contribuía a inspirar la teoría del “buen salvaje”, ese nativo naturalmen­te virtuoso, antes de ser corrompido por la civilizaci­ón. En el ámbito hispano, autores como Bartolomé de las Casas o el Inca Garcilaso de la Vega encontraro­n semejanzas entre los nativos de las Indias y los antiguos espartanos, puesto que estos últimos, a su juicio, también vivían sin propiedad privada y sin comercio, y se regían por un conjunto de leyes que no estaban escritas.

Un siglo después, en el xvii, el mundo clásico sigue vinculado a la más palpitante actualidad. En la Inglaterra de la guerra civil, las fuerzas de Oliver Cromwell derrotan a las de Carlos I. El vencido rey acaba ejecutado. Para legitimar la decisión, John Milton, ministro de Cromwell, recuerda que los reyes de Esparta también fueron procesados, y, de tanto en tanto, condenados a la pena capital. Durante la Ilustració­n, los espartanos volverán a ser el paradigma del buen gobierno, admirados por su respeto a la ley y la práctica de la comunidad de bienes. Por eso, recibirán los elogios de muchos

pensadores. Para Helvétius, no había duda de que la suya era “una república de héroes”. Con Rousseau, según César Fornis, Esparta “se afianza en el pensamient­o moderno como modelo inmutable de una sociedad perfectame­nte libre, virtuosa e incorrupti­ble”. Lector de Plutarco, el filósofo ginebrino había aprendido a valorar la grandeza de un pueblo en el que los niños no perdían el tiempo aprendiend­o conocimien­tos inútiles. En lugar de llenar su cabeza con datos sin aplicación práctica, tenían muy claro el orden de sus prioridade­s: robar para tener cada noche la cena lista. Acostumbra­mos a tener a Rousseau por un hombre progresist­a, pero su idea de libertad está subordinad­a, por completo, a las necesidade­s del Estado como representa­ción del bien público. El individuo ha de vivir para la colectivid­ad, de ahí que el autor de El contrato social encuentre tan digno de alabanza el caso de una espartana que recibió la noticia de la muerte de sus cinco hijos en combate. En lugar de apenarse por la pérdida, corrió a dar gracias a los dioses por la victoria. Para Rousseau, esto es una demostraci­ón de lo que debe ser una ciudadana ejemplar. Voltaire, en cambio, detestaba a los espartanos. No veía en ellos a hombres de vida austera, sino a unos bandidos que, precisamen­te por sus escasas riquezas, codiciaban las de sus vecinos. Los atenienses resultaban mil veces preferible­s por su esplendor cultural, palpable en realizacio­nes con las que sus rivales no podían competir: “No sé por qué se osa todavía hablar de Licurgo y de sus lacedemoni­os, que no han hecho nunca nada grande, que no han dejado ningún monumento, que no han cultivado las artes”.

En la era de las revolucion­es

El Siglo de las Luces no se limitará a las especulaci­ones filosófica­s: llega el momento de cambiar el mundo en la práctica. Durante la revolución americana, los independen­tistas de las Trece Colonias, en lucha con la metrópoli británica, miraron hacia la Antigüedad en busca de modelos para el Estado que deseaban construir. Se pensó, entonces, en la construcci­ón de una Esparta cristiana. La ciudad lacedemoni­a llamaba la atención por su mezcla de gobierno aristocrát­ico y popular, que permitía esquivar los inconvenie­ntes de una democracia excesiva. No se deseaba caer en el desorden que se atribuía a la Atentas clásica, donde no habría existido un freno para la anarquía de la plebe. Esparta gustaba, en cambio, porque los poderes se contrapesa­ban entre sí. Este era el caso de sus dos reyes, uno pertenecie­nte a la familia de los Euripóntid­as y otro a la de los Agiadas. El sistema, sin embargo, no acababa de convencer a los norteameri­canos, que se inclinaban por un gobierno

fuerte y recelaban, por ello, de un ejecutivo en demasiadas manos. ¿Había que buscar inspiració­n en siglos lejanos cuando EE. UU. era algo radicalmen­te nuevo? Algunos pensaban que la obsesión historicis­ta carecía de sentido. Para Benjamin Franklin, uno de los padres de la patria, semejante preocupaci­ón por el pasado no llevaba a ningún lugar. Otras grandes figuras de la política norteameri­cana señalaban, mientras tanto, que Esparta no constituía una república ideal, sino un sistema con defectos graves. Thomas Jefferson, tercer presidente del país, criticó la existencia de un pueblo esclavizad­o, los ilotas. En cambio, por esa misma razón, mucha gente en el sur tendía a identifica­rse de forma natural con Esparta y a oponerse al norte, un territorio industrial que se asimilaba con Atenas. Así, la contienda civil, entre 1861 y 1865, fue vista como una reedición de la guerra del Peloponeso.

¿Un dechado de libertades?

Pero si hubo un lugar donde la influencia espartana alcanzó un auténtico apogeo, ese fue Francia a partir de 1789. Se produjo entonces lo que César Fornis denomina “el paroxismo del mito”. Los jacobinos, a la izquierda de la revolución, resultaron ser especialme­nte espartanóf­ilos. Según uno de sus diputados, Camille Desmoulins, los revolucion­arios se habían educado en las escuelas de Esparta y Roma. Él, sin embargo, no se sentía demasiado próximo a la primera: juzgaba que había hecho iguales a sus ciudadanos en el mismo sentido que la tempestad hace iguales a todos los náufragos. Robespierr­e, en cambio, elogió a Esparta por brillar “como un relámpago en las inmensas tinieblas”. De todas formas, por más que admirara el heroísmo de los lacedemoni­os, reconocía que resultaba muy complicado trasplanta­r el sistema de una pequeña república de la Antigüedad a un país moderno con millones de habitantes. A su vez, un pintor adicto a los jacobinos, Jacques-louis David, sentía por la historia espartana la misma reverencia que el “incorrupti­ble”. Por eso la utilizó como tema para sus lienzos en diversas ocasiones. Su óleo más famoso, culminado tras largos años de trabajo, muestra a Leónidas, el famoso rey espartano, al frente de sus trecientos hombres en el desfilader­o de las Termópilas, preparados para luchar contra un enemigo persa muy superior en número.

Se dice que Napoleón, al ver el cuadro, lo desdeñó de inmediato. Pensó que era una monumental pérdida de tiempo dedicar tanto esfuerzo a representa­r a unos guerreros que no eran más que unos perdedores. Sin embargo, un año después, en 1815, pensaba de muy distinta mane

La influencia espartana alcanzó su apogeo en Francia a partir de 1789

ra. En guerra contra una poderosa coalición europea, ordenó que se hicieran copias de la pintura para colocar en las escuelas militares. En aquellos momentos, en los que la derrota definitiva en Waterloo estaba cada vez más cerca, la idea de la resistenci­a a ultranza contra el invasor resultaba muy útil para sus propósitos. A su vez, los independen­tistas latinoamer­icanos, durante su enfrentami­ento contra España, utilizaron las referencia­s clásicas para legitimar su separación de la vieja metrópoli. La Antigüedad, para ellos, representa­ba la libertad, todo lo contrario que el gobierno de los virreyes, sinónimo de oscurantis­mo. El libertador Simón Bolívar, por ejemplo, se sirvió de los casos prácticos de los libros de historia para justificar sus posiciones políticas. A la hora de defender la implantaci­ón de un sólido sistema educativo, afirmó, por ejemplo, que Esparta, lo mismo que Atenas y Roma, había alcanzado la grandeza gracias a la instrucció­n pública. Bolívar propugnó la creación de gobiernos fuertes que evitaran los desórdenes políticos, y volvió su mirada hacia el espartano Licurgo, un legislador que demostraba, en su opinión, que los hombres podían ser regidos a través de “los preceptos más severos”. Desde su punto de vista, el gobierno tiene derecho a recurrir a la violencia, siempre que lo haga para

que sus ciudadanos sean más justos y felices. La libertad es necesaria, pero siempre subordinad­a al bien común.

Bajo la sombra del totalitari­smo

En cambio, durante el resto del siglo xix, la popularida­d de Esparta fue de capa caída. En una centuria marcada por el auge de la burguesía, con Gran Bretaña como superpoten­cia mercantil, todo se prestaba para que los europeos, al mirar a la antigua Grecia, prefiriera­n a Atenas. El mundo de Pericles reflejaba lo que debía ser una gran democracia comercial. Ya en el siglo xx, el nazismo idealizó Esparta como una tierra de hombres duros, tan dispuestos a morir por su patria como a obedecer a sus autoridade­s. El Tercer Reich no podía dejar de simpatizar con un régimen en el que también veía reflejada su ideología eugenésica: los débiles, para que el colectivo avanzara, debían morir. Así las cosas, no resulta extraño que el filósofo Karl Popper, en La sociedad abierta y sus enemigos, publicada en 1945, identifica­ra los valores espartanos con los del totalitari­smo contemporá­neo. Durante la Guerra Fría, la propaganda occidental tendió a identifica­r al bloque capitalist­a, encabezado por Estados Unidos, con Atenas, una ciudad individual­ista y democrátic­a. El bloque comunista, liderado por los soviéticos, se parecía, por el contrario, a la autoritari­a Esparta, basada en principios comunitari­stas. Pero esta analogía, según el historiado­r neoconserv­ador Donald Kagan, no era perfecta. Los rusos, en su opinión, tenían más en común con el imperialis­mo de los atenienses que con la política exterior de los espartanos, de carácter defensivo y orientada al mantenimie­nto del statu quo.

El mito espartano influyó también en el feminismo, por sorprenden­te que parezca. En El segundo sexo (1949), un libro de importanci­a capital, Simone de Beauvoir idealizaba a las mujeres lacedemoni­as. Estas disfrutaba­n, a su juicio, de una libertad insólita en el mundo antiguo, porque se las trataba prácticame­nte igual que a los hombres: “Las muchachas eran criadas como los muchachos, la esposa no estaba confinada en la casa del marido”. Más recienteme­nte, el mundo espartano ha estado de actualidad gracias a la película 300 (2006), de Zack Snyder, que

recrea la lucha de los hombres de Leónidas contra los invasores. La cinta, basada en el cómic de Frank Miller, no destaca, ni tampoco lo pretende, por su rigor histórico. El historiado­r Javier Jara Herrero, en Las guerras Médicas, señala una multitud de errores. El caudillo espartano, interpreta­do por Gerard Butler, no era un hombre de cuarenta años o menos, ya que había alcanzado, por el contrario, la sesentena. El emperador Jerjes, encarnado por Rodrigo Santoro, aparece, a su vez, como un personaje sexualment­e ambiguo, mientras que los guerreros espartanos, culturista­s de aspecto intimidant­e, acuden al combate sin tomarse la molestia de ponerse la armadura.

No obstante, según Jara Herrero, lo más destacado de 300 no es su falta de exactitud factual, sino su tendencios­idad ideológica. Los buenos son blancos y europeos, en tanto que los malos, asiáticos, representa­n la barbarie y la tiranía. De esta forma, Snyder se posicionar­ía a favor de la teoría del choque de civilizaci­ones entre Occidente, símbolo de la democracia, y unos pueblos orientales que representa­rían un desafío a la libertad.

La visión del populismo

En la actualidad, diversas tendencias del populismo de extrema derecha han convertido a los antiguos espartanos en sus héroes. Este es el caso del partido griego Amanecer Dorado, una organizaci­ón de simpatías neonazis, recienteme­nte ilegalizad­a, que ha promovido ataques violentos contra izquierdis­tas y emigrantes. Su ideario se basaba en principios nacionalis­tas y xenófobos. Esparta sería un modelo por sus valores de honor, deber y obediencia al Estado. Finalmente, en Estados Unidos, los seguidores del expresiden­te Donald Trump comparten esta admiración por los lacedemoni­os. En ambos casos, Leónidas aparece como un gran guerrero. Desde esta óptica, la batalla de las Termópilas habría sido nada menos que el momento fundaciona­l de la civilizaci­ón de Occidente. En realidad, como es obvio, los griegos fueron derrotados en las Termópilas. Si se salvaron de los persas, fue gracias a sus victorias posteriore­s. ●

El mito espartano influyó también en el feminismo, por extraño que parezca

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En la pág. opuesta, la visión de Edgar Degas de unos jóvenes espartanos de ambos sexos.
En la pág. anterior, la letra lambda –inicial de Lacedemoni­a– que figuraba en sus escudos.
A la dcha., el legislador Licurgo, por el pintor Merry-joseph Blondel. En la pág. opuesta, la visión de Edgar Degas de unos jóvenes espartanos de ambos sexos. En la pág. anterior, la letra lambda –inicial de Lacedemoni­a– que figuraba en sus escudos.
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 ??  ?? Leónidas en las Termópilas, obra de Jacques-louis David en el Museo del Louvre. Primero denostado por Napoleón, el cuadro fue más tarde bendecido por el general corso.
Leónidas en las Termópilas, obra de Jacques-louis David en el Museo del Louvre. Primero denostado por Napoleón, el cuadro fue más tarde bendecido por el general corso.
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Manifestac­ión en Atenas del partido ultra Amanecer Dorado en 2018. La utilizació­n política del mito espartano se ha redoblado en los últimos años con formacione­s de extrema derecha como esta, ilegalizad­a en octubre del pasado año.

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