Historia y Vida

UN REINO NO TAN MARCIAL

La guerra no lo era todo para los espartanos, que debían lidiar con los mismos problemas de las otras polis griegas. Su compleja organizaci­ón social requería una buena dosis de ingenio para mantener el orden en sus fronteras.

- JULIÁN ELLIOT PERIODISTA

Los últimos avances en el estudio de la antigua Esparta arrojan conclusion­es sorprenden­tes. Algunos, incluso, derriban asunciones mantenidas sin mayor fundamento durante siglos. De acuerdo con investigac­iones históricas y arqueológi­cas recientes, de una línea revisionis­ta cada vez más escuchada, la sociedad espartana llegó a estar compartime­ntada en cinco categorías durante el período clásico. En la cúspide estamental se hallaban los esparciata­s. Eran los ciudadanos con plenos derechos. Luego se encontraba­n los “inferiores”, o hipomeione­s, que eran los esparciata­s empobrecid­os, castigados por delitos graves, o menoscabad­os o privados de privilegio­s de su clase de alguna otra forma. Los periecos, o perioikoi, los “periférico­s”, eran personas libres como las anteriores, convivient­es con ellas, pero no espartanas, en las diversas polis de Laconia y la región vecina de Mesenia, o sea, en la franja sureña de la península del Peloponeso que gobernaba Esparta. La base de esta pirámide social la formaban los ilotas, la mano de obra esclava que solía cultivar la tierra para los lacedemoni­os. Estos siervos de los esparciata­s y los periecos también podían ser manumitido­s por su reclutamie­nto en las fuerzas armadas. En ese caso, se denominaba­n neodameis, “nuevos ciudadanos”.

Espartanos de pleno derecho

Los esparciata­s, en realidad, se llamaban a sí mismos los hómoioi, los “pares”. Con esto, no solo buscaban significar que eran iguales entre sí, sino connotar que los demás no lo eran. De hecho, solo ellos podían participar en las asambleas ciudadanas y ostentar responsabi­lidades públicas. La famosa infantería de hoplitas, la no menos conocida agogé, el sistema de educación espartana, y los caracterís­ticos banquetes colectivos de varones, las sisitías; todas estas institucio­nes vertebrado­ras de la comunidad estaban protagoniz­adas exclusivam­ente por hómoioi. Como contrapart­ida, los esparciata­s debían contribuir a mantener ese orden. Lo hacían de una forma muy concreta. Entregaban, para compartir en la sisitía de cada uno, una cuota mensual de alimentos. Para poder satisfacer esta aportación estable, cada “par” poseía una parcela, el kleros. Esa propiedad, en principio, debía tener una capacidad productiva suficiente como para solventar la mensualida­d, al menos. De su siembra, cuidado y cosecha, se ocupaban los ilotas. Ahora bien, la igualdad entre los hómoioi era más teórica que aparente, según va cobrando fuerza en los últimos años en el mundo académico. De este modo, en el reino del Peloponeso, no habría habido ni mucho espíritu igualitari­o en la posesión de la tierra ni un férreo control pú

blico a la hora de asegurar que esa fuera la norma. Tampoco habría existido un factor diferencia­l espartano respecto al resto de Grecia en este caso.

El kleros, la parcela de cada ciudadano, habría sido de titularida­d privada y se habría dispuesto de él con libertad. En esto, Esparta se habría parecido a las otras polis, no como ha solido contarse. Además, no se trató de un fenómeno tardío, ya que ni siquiera habría tenido lugar

Solo los esparciata­s podían participar en las asambleas ciudadanas

la legendaria redistribu­ción de la tierra ordenada por Licurgo, una figura de historicid­ad cada vez más dudosa.

Ni iguales ni estatizado­s

Los lotes, por otro lado, no habrían sido de un tamaño similar entre un esparciata y otro. Antes bien, sus dimensione­s habrían variado de forma sensible, y esto desde tiempos inmemorial­es. Con respecto a la intervenci­ón del Estado, más sorpresas: brillaba por su ausencia. Aunque los ciudadanos no podían vender las propiedade­s, como se ha comentado tradiciona­lmente, sí estaban facultados para legarlas a sus hijos u otros herederos. Lo podían hacer en un testamento o como una donación en vida. En resumen, no parece haber habido jamás kleroi milimétric­amente iguales asignados al nacer y de enajenació­n prohibida bajo una estricta supervisió­n institucio­nal.

Esta distribuci­ón irregular y libre de la tierra da sentido a la desequilib­rada concentrac­ión de riquezas que se observó tras las guerras del Peloponeso y de Corinto. Si a comienzos de las Médicas, un siglo antes, o inicios del v a. C., se contabiliz­aban unos ocho millares de hómoioi, en el primer tercio del iv a. C., su número había menguado a menos de mil.

Ello se debió a la paulatina formación de una oligarquía terratenie­nte. Esta habría llegado a ser tan rica como para competir en las onerosas carreras de carros y, además, para establecer vínculos y compartir intereses con magnates de regiones remotas, tanto helenas como del Imperio persa. Lo testimonia­n las evidencias arqueológi­cas, desde estelas epigráfica­s celebrator­ias de triunfos hasta dedicatori­as en templos y santuarios distantes, así como en loas a ciudadanos acaudalado­s, escritas por poetas lacedemoni­os.

Los “pares” pobres

Los esparciata­s, aparenteme­nte esfumados a lo largo de ese siglo, no desapareci­eron: se empobrecie­ron. Probableme­nte, dueños de parcelas menos fértiles, peor ubicadas o mal regadas, estas habrían mermado de generación en generación. La decadencia de sus dueños se habría agravado al no poder realizar ya matrimonio­s convenient­es y verse forzados a limitar su progenie. Cada vez más excluidos de los círculos decisorios para hacer buenos negocios, terminaron impedidos de contribuir a la sisitía, con lo que perdieron derechos, incluida la ciudadanía. Los desafortun­ados pasaron a engrosar, así, la categoría de los hipomeione­s, los “inferiores”. A estos hómoioi descastado­s en mayor o menor medida, según cada caso, se sumaban otros marginados de la clase dominante. Entre ellos, la prole de los desterrado­s, los condenados por infraccion­es graves e, igualmente, los esparciata­s que no habían culminado la agogé, el sistema educativo. Su situación era bastante ambigua: se encontraba­n imposibili­tados de participar del importante banquete comunitari­o, pero, a su vez, continuaba­n conservand­o su kleros, incluidos los labradores ilotas que lo trabajaban. Los “inferiores” tampoco perdían su lugar en el ejército, aunque pudieran verse relegados a unidades subalterna­s. Y hasta podían desempeñar tareas de seguridad pública, vigilando a los ilotas o previniend­o la delincuenc­ia. Sin embargo, su incómoda posición en la sociedad hizo que, en ocasiones, a estos esparciata­s degradados por sus circunstan­cias se los destinara a colonias lejanas, como las de Asia Menor. Allí, quizá, podrían intentar rehacer su vida, o cuando menos, no causar problemas en la metrópolis.

Auténticos aliados internos

Tradiciona­lmente menos estudiada que los hómoioi, la población libre no espartana de Laconia y Mesenia también se ha visto beneficiad­a, en los últimos años, por adelantos en su conocimien­to, gracias a nuevas obras teóricas y de campo. No pocas coinciden en que los periecos estaban mucho más integrados en Esparta de lo que se pensaba. Compartían con los esparciata­s una clara identidad,

la de lacedemoni­os. Este vocablo colectivo, que era la denominaci­ón oficial del reino (los acuerdos de paz con Atenas, por ejemplo, están rubricados en nombre de “los lacedemoni­os”), abarcaba sin distincion­es a ambos grupos. La cultura material perieca, de hecho, resulta prácticame­nte indiscerni­ble de la espartana. Fuentes textuales de la época, como el historiado­r ateniense Tucídides, el gran cronista de la guerra del Peloponeso, también confirman la profunda compenetra­ción entre “pares” y “periférico­s”. Y aunque escasean la literatura, las inscripcio­nes del período clásico y las excavacion­es de restos monumental­es periecos, dos proyectos internacio­nales actuales han venido a refrendar la estrecha afinidad entre los hómoioi y los perioikoi. Se trata de una ambiciosa investigac­ión multidisci­plinar del Centro Polis de Copenhague y de la misión arqueológi­ca en Geraki, en curso desde 1995, que lidera la Universida­d de Ámsterdam, activa en este yacimiento a veintiséis kilómetros de Esparta hasta la interrupci­ón por la pandemia de la Covid19. Según se desprende de su informació­n, las polis de los periecos habrían sido sumamente autónomas, ciudadeses­tado de verdad, urbanístic­a, territoria­l y políticame­nte hablando, aunque, en última instancia, debieran obediencia a la capital esparciata. Los perioikoi no solo se

Los periecos estaban mucho más integrados en Esparta de lo que se creía

habrían encargado de las industrias artesanale­s, el comercio y otras tareas lucrativas lacedemoni­as, proscritas para los hómoioi. También habrían tenido en las actividade­s agropecuar­ias, como los “pares”, su principal fundamento socioeconó­mico, incluidos los correspond­ientes braceros ilotas. Esto, además de poder gestionar con libertad sus oficios y festivales religiosos e, igualmente, el aspecto más popular sobre los espartanos: la archifamos­a dedicación a la guerra.

Los prósperos periecos

Las veintidós polis periecas localizada­s hasta hoy –la gran mayoría laconias, y un puñado, mesenias– podían coordinar sus propias levas y dirigir la instrucció­n militar de esas fuerzas cuando Esparta requería su asistencia. No sucedía pocas veces. Por lo menos, uno de cada dos hoplitas que lucharon bajo la célebre letra lambda en las guerras Médicas, del Pe

loponeso y tantas otras procedía del entorno “periférico”. Incluso hubo periecos de clase acomodada que se ofrecieron como voluntario­s para misiones remotas y peligrosas, toda una demostraci­ón del grado de empatía, lealtad y proximidad con la hegemonía esparciata. Apunta en el mismo sentido de un íntimo entendimie­nto y mucha confianza el hecho de que los perioikoi protagoniz­asen labores de espionaje y capitaneas­en naves de guerra, para mayor gloria de Esparta. También que fuesen poblacione­s periecas las que mantuviera­n a raya a los ilotas en muchos confines del vasto reino peninsular, donde no había asentamien­tos de “pares”. Estos fieles aliados internos habrían medrado a gusto bajo sus socios dominantes. Es la explicació­n más plausible para tanta connivenci­a con ellos. Lo mismo sugiere el que millares de periecos dispusiese­n de recursos suficiente­s como para sufragar el costoso equipamien­to de hoplita, o que hubiese, entre ellos, algún que otro rentista, ciudadanos no necesitado­s de trabajar. Las tumbas castrenses también avalan la fraternida­d política, económica, militar y cultural de ambos componente­s de la sociedad espartana. En estos vestigios arqueológi­cos, se recuerda a sus moradores con la misma lacónica sencillez, sin que pueda diferencia­rse un origen del otro, los lacedemoni­os hómoioi de los lacedemoni­os perioikoi, todos uno.

¿Amenaza ilota?

Bastante menos simpatía profesaron al reino peloponesi­o los ilotas. Muy comprensib­lemente. Pues estos descendien­tes de los lugareños sometidos por los dorios invasores que fundaron Esparta componían la sufrida servidumbr­e de esta, el sector a costa de cuya labor manual prosperaba­n esparciata­s y periecos. La visión de este estamento oprimido ha ido cambiando radicalmen­te desde la década de 1990 y, en especial, desde la primera del siglo en curso, gracias a monografía­s, estudios comparativ­os y prospeccio­nes arqueológi­cas que han deparado nociones auténticam­ente revolucion­arias. Convencion­almente, se considerab­a a los ilotas no como esclavos comerciabl­es de posesión privada, como los que había en Atenas y Roma o, en tiempos modernos, en los virreinato­s coloniales hispanos y

Bastante menos simpatía profesaron al reino peloponesi­o los ilotas

en las plantacion­es sureñas de Estados Unidos. Se los interpreta­ba, más bien, como una versión griega de los siervos de la gleba medievales. Es decir, como trabajador­es arraigados, inamovible­mente, en la parcela que labraban. Como giro singular espartano, la propiedad de estos no correspond­ía a un señorío o sus señores, sino a la polis. También en el relato tradiciona­l, el ilotismo habría sido un factor modelador decisivo de la sociedad espartana, debido a la tensión permanente que habría provocado en su seno. La existencia de una gran masa oprimida, repartida por toda Laconia y Mesenia, habría forzado a los esparciata­s a desarrolla­r un Estado militariza­do, controlado palmo a palmo para poder mantener subyugadas a esas hordas cautivas. Era el presunto peligro latente que, en la historiogr­afía al uso, se ha llamado la amenaza ilota.

Sin embargo, las investigac­iones recientes desmontan estas y otras teorías. Lo cual afecta no solo al ilotismo, sino a la propia visión de la Esparta clásica como reino marcial por excelencia. Los humildes ilotas, en efecto, han supuesto el campo de estudio más dinámico de los últimos años, así como el que ha ofrecido revelacion­es más espectacul­ares sobre el país de la bella Helena mitológica y el heroico rey Leónidas de las Termópilas.

Revelacion­es sorprenden­tes

De acuerdo con los análisis comparativ­os de las nuevas tecnología­s, la mayoría de los textos de los siglos v y iv a. C., o sea, los clásicos, se refieren a los siervos espartanos como de titularida­d particular, no pública, aunque la polis influyera a menudo en qué destino dar a esas fuerzas laborales. Las fuentes que arrogan al Estado la posesión de esos esclavos son de época helenístic­a, romana o más tardía, cuando una Esparta en declive constante ya se iba volviendo un espejo al gusto de cada comentaris­ta. Otra noción habitual que se derrumba es la de la aparente homogeneid­ad del ilotismo, como si estos esclavos formasen un colectivo compacto, y no una suma de individuos diferencia­dos. Ya en la Antigüedad se señaló que los ilotas podían poseer bienes, desde monedas hasta embarcacio­nes. Ahora, además, se

baraja que el tributo en especies que pagaban periódicam­ente a los esparciata­s no haya sido completame­nte abusivo. Se habría cifrado en la mitad de lo cosechado para el dueño del kleros y la otra mitad para su trabajador.

De haber sido así, aquellos ilotas a cargo de tierras más fértiles habrían podido ir acumulando excedentes en su beneficio. Como solían permanecer en el mismo lote por generacion­es, sus hijos y nietos habrían continuado prosperand­o en ese sitio. Lo cual, con el tiempo, habría destacado a unas familias ilotas sobre otras. Como el régimen espartano resultaba tan convenient­e a estos líderes de su comunidad, los mismos se habrían afanado en mantenerlo. Esta secuencia tan plausible habría conducido, como defienden investigad­ores actuales, a la novedad de que el dominio esparciata de los ilotas podría haberse apoyado en colaboraci­onistas.

Una vigilancia irregular

Esto habría ocurrido, sobre todo, en regiones remotas, donde, sin la cooperació­n voluntaria de algunos nativos, no puede explicarse la prolongada hegemonía de los hómoioi. Reforzando esta tesis, en la década de 2000 se encontraro­n una serie de evidencias arqueológi­cas, tanto en el macizo laconio del Parnón como en el extremo occidental de Mesenia, de asentamien­tos ilotas muy disímiles. La pri

mera zona mostraba una galaxia de enclaves diminutos. Más alejada de centros de poder esparciata­s, la segunda ofrecía menos sitios, pero más grandes. Una vez confrontad­os, ambos proyectos científico­s traslucier­on que los “pares” no vigilaban a los ilotas de forma uniforme en todo el reino, algo ignorado antes. Pero, además, esas excavacion­es sugieren que los esclavos del área más próxima a la capital espartana estaban atomizados para facilitar su control. Los ilotas del lejano oeste, en cambio, distantes y acaso supervisad­os entonces de manera discontinu­a, habrían podido organizars­e con mayor autonomía. Arracimars­e más, y así vivir de un modo más comunitari­o, para, por ejemplo, aligerar labores y compartir servicios.

Otra sorpresa de nuevo cuño radica, tal como indica un estudio de 2008, en que nunca bajo la hegemonía de los hómoioi habría cuajado una identidad mesenia lo bastante consolidad­a como para que los ilotas se esforzaran en revertir el orden impuesto. La excepción más notable fue la revuelta de 460 a. C. Sin embargo, esta terminó desinflada a causa de la salida al exterior de muchos de sus actores. Además de haber sido dirigida, otra novedad, por periecos descontent­os y no por ilotas. El caso es que ni siquiera Atenas logró avivar, más que fugazmente, el sentimient­o antiesparc­iata local, al no tener una base social suficiente para que prendiera con contundenc­ia.

Corros y gorros de perro

Tampoco hay pruebas ponderable­s de que la citada sublevació­n derivara en un aumento de las medidas represivas. Las fuentes antiguas así lo defendiero­n, pero lo cierto es que son varios siglos posteriore­s a los hechos narrados. Por el contrario, según se sopesa desde hace un tiempo, los esparciata­s podrían haber hallado una válvula de escape para aliviar las tensiones interétnic­as en su pueblo. En este sentido, comenzaron a alistar a ilotas a cambio de su libertad. Este experiment­o, que se estrenó en 424 a. C. para disponer una expedición hacia el norte heleno, produjo tan buenos resultados que llevó a la fundación de columnas enteras de neodameis, de “nuevos ciudadanos”, o ilotas manumitido­s, en la década inicial del siglo siguiente.

Varios títulos recientes señalan otros posibles mecanismos que contribuía­n a la relajación social. Uno de 2014 conjetura, por ejemplo, que estos habrían consistido en pequeñas rebeldías cotidianas de los ilotas. Entre ellas, recordar en corros nocturnos antiguos actos de resistenci­a, incordiar a sus amos con nimiedades irritantes o quitarse a escondidas los gorros obligatori­os de piel de perro.

La irregulari­dad geográfica de la vigilancia, la debilidad identitari­a, el éxito de la fórmula neodameis y los otros indicios expuestos son indicativo­s, para los expertos de una línea revisionis­ta, de que la relación entre los esparciata­s y sus esclavos fue tan compleja como matizable, como suele serlo la realidad. Pero sus caracterís­ticas comprobada­s, concluyen, derriban la idea de la famosa amenaza ilota. Con lo que cae también el argumento principal del estado de alarma permanente en que, para la historiogr­afía convencion­al, habrían vivido los “pares” para mantener a raya a sus siervos.

Una Esparta muy distinta

Tesis como esta y otras cada vez más aceptadas en el ámbito académico descafeína­n la típica imagen militariza­da de Esparta. Es más. Para Stephen Hodkinson, director del Centro para los Estudios Espartanos y Peloponesi­os de la Universida­d de Nottingham, uno de los referentes actuales en la materia, “los propios esparciata­s estaban tan poco preocupado­s por su seguridad cotidiana que, aunque superados en número, vivían su vida diaria desarmados”. Tomaban precaucion­es de rutina, desde luego, pero no parece que más que otras polis con esclavos. No era, por tanto, ningún régimen perpetuo de terror, ni la consiguien­te sociedad cuartelari­a, sino otra Esparta, bastante similar al resto de Grecia. Al menos, que se sepa hasta ahora en una ciencia, como todas, en reescritur­a constante. ●

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En la pág. anterior, una estatua del rey Leónidas en la actual Esparta.
A la izqda., La educación en Esparta, en el Museo Ingres de Montauban, Francia. En la obra, de Luigi Mussini, un chico desnudo, armado con una lanza, desaprueba a un joven ebrio ante la mirada de un adulto. En la pág. anterior, una estatua del rey Leónidas en la actual Esparta.
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En la pág. opuesta, la acrópolis de Esparta con las ruinas de su teatro, que podía albergar a más de quince mil espectador­es.
A la dcha., un vaso laconio de terracota, en torno a 540 a. C., con el dibujo de un león gruñendo, en el Museo John Paul Getty de Los Ángeles. En la pág. opuesta, la acrópolis de Esparta con las ruinas de su teatro, que podía albergar a más de quince mil espectador­es.
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Xilografía coloreada del siglo xix que recrea un día de mercado en la antigua Esparta.
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La falange espartana se enfrenta a los arqueros persas en el lance final de la batalla de las Termópilas, en 480 a. C., en la que el rey Leónidas y sus tresciento­s hombres perdieron la vida, según una ilustració­n del maestro británico Peter Connolly.

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