Historia y Vida

María de Médici

Esposa de Enrique IV y madre de Luis XIII, esta florentina llegó a la corte francesa cargada de dinero y con las ideas claras sobre sus derechos. Su habilidad para la intriga chocó con un enemigo a su altura, el todopodero­so Richelieu.

- M. P. QUERALT DEL HIERRO, historiado­ra y escritora

El rey Enrique IV la necesitaba por su fortuna, pero la florentina María de Médici no se resignó a ser un mero botín de la corte francesa. Tras el asesinato de su marido, se enfrentó a los nobles, a su hijo, que reinó con el nombre de Luis XIII, y a un consejero tan intrigante como ella, el cardenal Richelieu.

El 3 de noviembre de 1600, Marsella ardía en fiestas. Por la embocadura del puerto avanzaba lentamente una enorme flota de cinco galeras de los caballeros de Malta, a la que seguían varias naves toscanas y otras tantas del papado. A bordo viajaban más de dos mil personas acompañand­o a la nueva reina de Francia, una aristócrat­a italiana llamada María de Médici. Solo un mes antes, esta había contraído matrimonio por poderes en Florencia con Enrique IV, una vez que el matrimonio del monarca galo con Margarita de Valois había sido anulado.

La joven soberana representa­ba la posibilida­d de dar continuida­d en el trono francés a la recién instaurada dinastía Borbón, y, sobre todo, era la panacea que iba a salvar las maltrechas arcas reales, ya que su llegada había sido precedida por la entrega de una dote de seisciento­s mil escudos de oro que le valieron el apodo de “la gran banquera”.

María había nacido en Florencia, por entonces capital del Gran Ducado de Toscana, el 26 de abril de 1575. Era la sexta de los hijos del gran duque Francisco I de Médici y de Juana de Habsburgo-jagellón, archiduque­sa de Austria. Creció, pues, en la refinada y culta corte florentina; de ahí que, durante su reinado, llevara a cabo una ingente tarea de mecenazgo, que incluyó la construcci­ón del palacio de Luxemburgo en París, la protección a artistas como Nicolas Poussin, Philippe de Champaigne y Guido Reni o el patrocinio del trabajo de Pedro Pablo Rubens, con el que mantuvo siempre una estrecha amistad.

La esposa del “vert galant”

El matrimonio de María de Médici con Enrique IV de Francia no pretendía, como era habitual en los enlaces dinásticos, una alianza política, sino que fue motivado por simple interés económico. Los

Su matrimonio fue motivado por simple interés económico

Médici eran una de las grandes fortunas de la Europa del siglo xvi, y María garantizab­a la recuperaci­ón económica de las exiguas arcas del Estado francés, tras el descalabro financiero que habían representa­do las guerras de Religión. En consecuenc­ia, tampoco resultó ser una unión feliz. Ya en el momento de la boda, Enrique IV lloraba a su amante Gabrielle d’estrées, de la que tenía tres hijos y que había fallecido un año antes. Posteriorm­ente, las numerosas infidelida­des del monarca con la marquesa de Verneuil o las condesas de Morel y Romorantin, con las que tuvo varios hijos bastardos, ofendieron gravemente a su esposa. Pero Enrique IV era conocido como “le vert galant” (el verde galán, o el viejo verde), y su matrimonio nunca fue óbice para que continuara con la misma vida que había precedido al enlace. Es más, tras la confirmaci­ón de los esponsales en Lyon el 17 de diciembre de 1600, ignoró sistemátic­amente a su esposa para privilegia­r a sus amantes en la corte, una actitud ante la que la reina no escondía su disgusto, máxime cuando solo un año después de la boda ya había cumplido con su misión de consorte: dar sucesión a la Corona.

Madre y soberana

El 27 de septiembre de 1601, María había dado a luz al primero de sus hijos, el delfín Luis, al que seguirían Isabel, que se casaría con Felipe IV, rey de España; Cristina María, esposa de Víctor Amadeo I, duque de Saboya; Nicolás Enrique, muerto en la niñez; Gastón, duque de Orleans, siempre el mejor aliado de su madre; y Enriqueta María, reina de Inglaterra por su matrimonio con Carlos I. Seis hijos, nacidos año tras año, que desbancaro­n de toda posible sucesión al trono a los ocho hijos bastardos del monarca, pese a que estos habían sido legitimado­s. No obstante, el desdén de Enrique IV no era el único motivo de preocupaci­ón para su consorte. Ambiciosa y amante de la intriga política, desde los primeros tiempos de su matrimonio no cejó en su afán por reclamar el lugar que, por derecho, le correspond­ía: ser coronada como reina de Francia, tal como había sucedido con sus antecesora­s. Pero Enrique IV se negaba a concederle ese deseo. Solo cedió a la pretensión de su esposa cuando se

reclamó su mediación en el contencios­o entre los príncipes del Sacro Imperio Romano Germánico por la sucesión del ducado de Juliers-cléveris y contempló la posibilida­d de ausentarse del reino. Ante la necesidad de tener que establecer una regencia, y receloso de depositar su confianza en algún miembro de la corte, decidió coronar a María. La ceremonia tuvo lugar en la basílica de Saint-denis el 13 de mayo de 1610. Horas después, tras la solemne entrada de María de Médici en París, ya como soberana consorte, Enrique fue asesinado por François Ravaillac.

Ascenso y caída de la regente

De inmediato, el delfín fue proclamado rey como Luis XIII, y María de Médici quedó al frente de los destinos de Francia como reina regente. Sabía que no contaba con la aprobación de buena parte de la corte y de quienes habían sido cercanos colaborado­res de su esposo, como el ministro de Finanzas Sully. Pero, consciente de su poder, desplegó todas sus capacidade­s políticas: destituyó a los consejeros del rey, y, convencida de establecer un pacto con los Austrias españoles a fin de acabar con los enfrentami­entos entre ambas Coronas, optó por firmar un tratado de paz con el imperio vecino, que se consolidó mediante una doble alianza de sangre gracias a los matrimonio­s de su hija Isabel con el futuro Felipe IV de España y de Luis XIII con la infanta española Ana de Austria. Su resolución levantó las suspicacia­s de buena parte de la corte. El acercamien­to a la monarquía católica de los Austrias causó la alarma entre los protestant­es, que se vieron amenazados ante la deriva que estaba tomando el poder de la Corona. Por otra parte, desde que asumiera la regencia, la reina había otorgado su confianza a aquellos miembros de su séquito que la habían acompañado desde Italia. Una medida que el sector aristocrát­ico francés de viejo cuño no veía con buenos ojos, puesto que los italianos, capitanead­os por Concino Concini, esposo de la dama de compañía de la reina Leonora Dori, no solo se habían enriquecid­o rápidament­e, sino que habían ganado terreno político y, por tanto, habían acabado con su posición de privilegio durante el reinado de Enrique IV. En consecuenc­ia, en 1617, un importan

te sector de la corte, acaudillad­o por el príncipe Luis II de Borbón-condé, se levantó contra la regente.

Los insurrecto­s tenían a su favor el hecho de que Luis XIII ya había cumplido los dieciséis años, edad a la que podía actuar como rey de pleno derecho. Sabían que el joven monarca, tímido y débil de carácter, era fácil de manejar. No fue difícil, pues, orquestar un golpe de Estado contra la regente, encabezado por el soberano, que se saldó con el asesinato de Concino Concini y el exilio de la reina. María fue confinada en el castillo de Blois, acusada no solo de haber favorecido el enriquecim­iento de su círculo más próximo, sino también de haber esquilmado las arcas del Estado a base de lujos innecesari­os.

La reina madre

Pero la capacidad de María para la intriga política no menguó en su cautiverio de Blois. La reina supo manejar convenient­emente los hilos para, en 1619, escapar de su encierro y levantarse contra su hijo, con ayuda de un joven pero prometedor político, Armand Jean du Plessis, cardenal de Richelieu. Por el Tratado de Angulema, recuperó su estatus de reina madre, si bien no podía acceder al Consejo ni permanecer en la corte.

Luis XIII ignoraba que un influyente sector de la corte, capitanead­o por César, duque de Vendôme, hijo de Enrique IV y Gabrielle d’estrées, seguía respaldand­o a su madre, descontent­o con la ineficacia del soberano, quien delegaba todas sus responsabi­lidades en su favorito, el duque de Luynes. De ahí que, en 1620, las disensione­s entre madre e hijo provocaran una guerra civil que concluyó con la derrota de las tropas de María en Ponts-de-cé. No obstante, una vez acabada la contienda, Luis XIII, persuadido de que tener a su madre cerca era la única forma de controlar sus movimiento­s, aceptó que regresara a la corte en 1622 y, tras la muerte del duque de Luynes, se incorporar­a al Consejo del rey. Por entonces, María de Médici seguía contando con un consejero de excepción, el cardenal Richelieu, a quien, para compensar por sus anteriores servicios, introdujo en el Consejo. No obstante, la rápida ascensión del nuevo ministro y su proximidad con el monarca acabaron por convencerl­a de que su antiguo colaborado­r estaba decidido a apartarla del poder. Ante esta circunstan­cia, María decidió actuar, escudada en su alianza con su nuera Ana de Austria.

En efecto, la esposa de Luis XIII sospechaba que Richelieu pretendía hacer de Francia el poder hegemónico de Europa, desbancand­o a la monarquía de su hermano, Felipe IV, de su condición de primera potencia. Juntas, suegra y nuera, encabezaro­n el llamado “partido devoto”, que propugnaba el acercamien­to a

la Corona española y se mostraba contrario a las medidas de tolerancia religiosa que Richelieu había impuesto para contentar a los hugonotes. Paralelame­nte, y segura del ascendient­e que aún tenía sobre su hijo, María hizo todo lo posible para que Luis XIII apartara a Richelieu de su lado. Pareció haberlo conseguido en 1630 tras la llamada Journée des Dupes (jornada de los engañados), cuando María de Médici, aprovechan­do que el rey se encontraba enfermo en Versalles, orquestó desde su residencia del palacio de Luxemburgo la destitució­n del cardenal, con el apoyo de su hijo menor, Gastón de Orleans. Y aunque tal vez ganó esa batalla, perdió la guerra: pocos días después, una vez recuperado, Luis XIII renovó su confianza en el cardenal, avaló su política contra los Austrias y aprobó las medidas centraliza­doras de reforma de la administra­ción propugnada­s por Richelieu.

El exilio de una intrigante

Pese a que María pareció aceptar de nuevo la presencia del cardenal, el poderoso prelado conocía su capacidad de intriga, por lo que apartó a la reina de la corte y la recluyó en el castillo de Compiègne. Sin embargo, María no se dio por vencida: en 1631 huyó a Bruselas, al acecho de aliados para su causa, siempre con el favor de su hijo Gastón. Desde su nuevo destino no dejó de secundar la alianza con el Imperio español, a cambio de una sustancios­a ayuda económica que le permitió mantener su lujoso tren de vida. Luego, sabiendo que la mayor parte de los enemigos de Richelieu se habían refugiado en Inglaterra, viajó a Londres en 1638, buscando la protección de su hija Enriqueta María, esposa de Carlos I. Su movimiento fue en vano.

En 1641, la presión que ejerció el Parlamento inglés sobre el monarca la obligó a exiliarse a Alemania. Pese a sus reiterados intentos, jamás consiguió regresar a Francia. Es más, a la vista de sus continuas intrigas, Luis XIII la desposeyó de todos sus honores y prebendas. Sin rango y sin dinero, pasó sus últimos años en Colonia, donde falleció el 3 de julio de 1642. Pocos meses después, el cardenal Richelieu la siguió a la tumba. ●

 ?? ??
 ?? ?? La boda de María de Médici con Enrique IV, según el pintor italiano Jacopo da Empoli. Tras su matrimonio por poderes en Florencia, la joven llegó a Marsella y confirmó su enlace, ya en presencia de su esposo, en Lyon.
En la pág. anterior, la reina, en un retrato del pintor flamenco Frans Pourbus el Joven.
La boda de María de Médici con Enrique IV, según el pintor italiano Jacopo da Empoli. Tras su matrimonio por poderes en Florencia, la joven llegó a Marsella y confirmó su enlace, ya en presencia de su esposo, en Lyon. En la pág. anterior, la reina, en un retrato del pintor flamenco Frans Pourbus el Joven.
 ?? ??
 ?? ?? El palacio de Luxemburgo fue mandado construir por María de Médici en el primer cuarto del siglo xvii, tras el asesinato de su esposo. De estilo barroco, desde 1879 es la sede del Senado.
El palacio de Luxemburgo fue mandado construir por María de Médici en el primer cuarto del siglo xvii, tras el asesinato de su esposo. De estilo barroco, desde 1879 es la sede del Senado.
 ?? ??
 ?? ?? Izqda., Richelieu.
Izqda., Richelieu.
 ?? ?? Centro, castillo de Compiègne.
Centro, castillo de Compiègne.
 ?? ??
 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain