Las crisis desde la Transición
Hemos reaccionado de distintas maneras frente a las principales crisis económicas que nos han ido sacudiendo. Todas ellas iluminan lo que veremos con la recesión de los próximos meses.
Los distintos gobiernos han tratado de dar respuestas a los desequilibrios que han sacudido los mercados internacionales, desde el alza de los precios del petróleo en los años setenta hasta la crisis financiera de 2008. ¿Cómo afrontarán ahora la previsible recesión?
Los rumores de recesión (recordemos que, convencionalmente, una recesión es la acumulación de, al menos, dos trimestres consecutivos con el producto interior bruto en negativo) venían fraguándose desde la primavera. Por un lado, la inflación elevadísima persistente y las medidas que se emplean para erradicarla han puesto contra las cuerdas, históricamente, a las economías nacionales. Por otra parte, en el mes de mayo ya sabíamos que la dentellada de una guerra en Ucrania mucho más prolongada de lo que se esperaba iba a dejarse sentir con fuerza, sobre todo, a través de la factura energética a partir del otoño y el invierno. Finalmente, teníamos la certeza, desde hacía mucho, de que los efectos de los programas de estímulo que habían sostenido y relanzado el empleo durante la pandemia se evaporarían casi totalmente este año.
Las “armas” que hemos utilizado contra las recesiones y las crisis desde el inicio de la democracia han sido tan diversas como las propias caídas del PIB. Recordemos, por ejemplo, la gran crisis internacional que aconteció entre 1973 y 1983 y que cristalizó, sobre todo, en dos espectaculares ascensos del precio del petróleo, que se multiplicó por cuatro en 1973 y por tres en 1979 y 1980. Nuestro país, muy dependiente del crudo, se encontró en aquel período con una disparatada inflación anual de casi el 16%, y, en 1985, la economía había pasado del pleno empleo a más de un 20% de paro y dos millones menos de puestos de trabajo. El gasto y el déficit público se catapultaron, y la crisis significó, para la población, más de una década perdida de convergencia con el nivel de renta de la Unión Europea. Como advierten Albert Carreras y Xavier Tafunell en su imprescindible ensayo Del imperio a la globalización (Crítica, 2018), las autoridades franquistas no tuvieron apenas margen de actuación, porque carecían de legitimidad social para repartir los sacrificios necesarios con los que debía relanzarse una economía en llamas, y los actores sociales convirtieron aquel reparto en una especie de juego de la silla donde nadie quería asumir coste alguno… para que los asumiesen todos los demás. En consecuencia, entre 1973 y 1976, las políticas de mitigación del incendio se limitaron, prácticamente, a la devaluación de la peseta, una parálisis con resultados catastróficos.
A partir de 1977, los Pactos de la Moncloa permitieron enfriar la crecida de la inflación, moderando el aumento de los salarios e imponiendo una ralentización de la espiral alcista del gasto público. También se incrementaron los tipos de interés, que siguieron, como ahora, en negativo (que es lo ocurre cuando el precio de los bienes sube más deprisa que el
del dinero). En paralelo, los pactos introdujeron una reforma fiscal capaz de financiar el enorme gasto público que requería el nuevo estado del bienestar sin seguir desbaratando las cuentas públicas, y redujeron con fuerza el déficit exterior, incentivando las exportaciones gracias al impulso de la liberalización de muchos sectores (incluido el financiero) y de los bajos tipos de interés. En resumidas cuentas, vendíamos muchísimo más fuera de nuestras fronteras porque éramos más competitivos y más baratos.
Ojo con las segundas partes
Lamentablemente, estas tendencias positivas solo duraron hasta el segundo movimiento de la crisis del petróleo, en 1979, que alimentó durante años una colosal onda expansiva. La liberalización financiera disparó, esta vez, los costes financieros (y con ellos los del endeudamiento), la crisis energética atizó de nuevo el galope de los precios de la energía, y las remuneraciones totales de los asalariados se dispararon un 60% entre 1974 y 1985, y eso que los Pactos de la Moncloa habían ralentizado su ascenso. La industria, que había aguantado medio noqueada las embestidas anteriores gracias a toneladas de deuda, ya no pudo más, y su colapso desató un paro masivo. Uno de cada cuatro empleos industriales se perdió, y lo mismo cabe decir del 40% de los trabajos en el sector de la construcción. Un gran paquete público de reconversión fue el responsable de ordenar el descalabro progresivo de la industria y la banca (que se hundió cuando la industria no pudo devolver lo prestado) sin que el país saltara por los aires por la conflictividad social. Y, al mismo tiempo, la liberalización de la contratación (una notable y relativamente discreta reforma laboral) creó las condiciones para el relanzamiento del mercado de trabajo. Ciertamente, todas esas medidas funcionaron, pero deberían haberse aplicado desde 1981 y, en muchos casos, se retrasaron hasta 1984, porque el clima social y político era excepcionalmente volátil (huelgas, golpe de Estado de Tejero, años de plomo, etc.) y el PSOE tenía problemas para explicar las reformas liberalizadoras que ministros suyos, como Miguel Boyer, sabían que el país necesitaba. Como consecuencia,
La situación actual puede considerarse una secuela del estallido pandémico
la población pagó la dilación con cientos de miles de empleos perdidos. La siguiente crisis económica importante estalló en 1992 y 1993, y, entre sus principales causas, destaca el incremento disparatado del gasto público, que creó amplísimos déficits que reflejaban que el Estado no gastaba, ni mucho menos, lo que ingresaba anualmente. También pesaron en la debacle una inflación previa desbocada y persistente y una comprensión muy deficiente de los sacrificios que exigía caminar hacia la moneda única (básicamente: subordinar la política monetaria a la de Alemania, aunque España y Alemania, en pleno proceso de reunificación, necesitasen dos políticas monetarias diferentes). La recesión catapultó el paro hasta que se rebasaron los tres millones de desempleados, el déficit se propulsó un 40% en tan solo un año y medio y la seguridad social no tardó en entrar, por primera vez, en números rojos. La salida de la crisis dependió mucho de las cuatro devaluaciones que sufrió la peseta desde 1992 hasta 1995 (al calor de la intervención europea), de medidas de austeridad como la congelación del salario de los empleados públicos y de una reforma laboral que implicó recortar el subsidio de paro, limitar la protección de los expedientes de regulación de empleo (ERE), facilitar el despido o abolir el monopolio público del INEM en la co
locación, para que este tuviese que competir con las empresas de trabajo temporal. En 1997, completada la sucesión en el poder de Felipe González por José María Aznar (ambos líderes se habían visto obligados, previamente, a sellar los Pactos de Toledo para mitigar la conflictividad social), se aprobó un nuevo contrato de duración indefinida y se rebajaron los costes de los despidos.
La crisis financiera de 2008 es la última gran crisis económica, porque lo que estamos viviendo ahora se puede considerar el segundo movimiento del estallido pandémico que irrumpió en 2020. Al fin y al cabo, tres de las principales decisiones que se tomaron en 2020 y 2021 (lanzar planes de estímulo colosales, mantener los tipos de interés ultrabajos y despachar la crisis de suministro y la inflación elevadísima y persistente como dos males pasajeros y no demasiado preocupantes) son, junto con la guerra de Ucrania y la agresiva política de los bancos centrales, las semillas fundamentales de la recesión que viene.
Lecciones del pasado
La Gran Recesión, que se inició en 2008, también cristalizó en dos movimientos en España. El primero se alimentó del estallido de la burbuja inmobiliaria, que no tardó en dinamitar los balances de los bancos, a los que las empresas del ladrillo y los nuevos propietarios de viviendas hipotecadas les debían miles de millones de euros. El segundo movimiento fue lo que se conoce como la crisis de deuda soberana, un ascenso tan disparatado de los costes de financiación públicos que abocó a España a pedir, en 2012, el rescate de su sistema financiero. Nuestra economía salió de la crisis con una nueva reforma laboral, un límite de gasto público incrustado en la Constitución, una devaluación espectacular de los ingresos de los españoles, un rescate bancario y una política monetaria con forma de salvavidas del Banco Central Europeo. ¿Va a parecerse la recesión que se espera para los próximos meses a la Gran Recesión o a las anteriores? Los economistas creen que la nuestra será mucho más moderada. Dicho esto, sí que cabe extraer lecciones aplicables al presente: todas las recesiones exigen una contención impopular del gasto público, todas generan pérdida de ingresos y desempleo en las familias, todas impulsan reformas laborales polémicas y, generalmente, también siegan los apoyos políticos de los partidos en el poder. Es habitual que el debate público se concentre, por temor al impacto electoral, en si hay o no hay crisis y a qué se debe llamar crisis o recesión, mientras las medidas que podrían mitigar el incendio se demoran, e incluso se aprueban otras que podrían agravarlo. Aún estamos a tiempo de aprender de la historia. ●