Historia y Vida

La hija de Stalin

Con su huida a Estados Unidos en 1967, Svetlana Alilúyeva se convirtió en la desertora más famosa de la URSS. La hija rebelde de Stalin fue utilizada como un peón de la Guerra Fría.

- / E. MESA LEIVA, periodista

Svetlana Alilúyeva, la hija de Stalin, desertó a Nueva York en 1967 y trató de recomponer su vida, marcada por el suicidio de su madre, la crueldad de su padre y la cerrazón de un régimen que le impidió vivir su amor con libertad.

El 6 de marzo de 1967, una mujer penetró en el edificio de la embajada estadounid­ense en Nueva Delhi. El marino de guardia de la recepción cruzó su mirada con la de aquella dama bien vestida y de mediana edad. Nada que le llamara especialme­nte la atención. Entonces no podía imaginar que esa mujer que le entregaba el pasaporte sin mediar palabra había traspasado el Telón de Acero en un viaje sin retorno posible. Que estaba enterrando su antigua vida y pagaría las consecuenc­ias. Que trataba de dejar atrás la sombra de sus fantasmas, pero que jamás lo lograría. “Vaya donde vaya, ya sea a Australia o a alguna otra isla, siempre seré prisionera política del nombre de mi padre”. Media hora después, Robert Rayle, segundo secretario de la representa­ción diplomátic­a y funcionari­o encargado de

los desertores del bloque soviético, escuchaba atónito lo que aquella misteriosa mujer tenía que decirle: “Bueno, quizá no crea esto, pero soy la hija de Stalin”. Las primeras comprobaci­ones en la sede central de Washington arrojaron un inquietant­e resultado: ni el FBI, ni la CIA, ni el Departamen­to de Estado, nadie tenía conocimien­to en EE. UU. de que Stalin tuviera una hija. Pero ese mismo día de marzo, y a pesar de las dudas, la maquinaria de la deserción se puso en marcha. Tras pasar por Suiza, Svetlana Alilúyeva aterrizó en EE. UU. el 21 de abril. En su primera conferenci­a de prensa denunció la injusticia y los excesos del régimen soviético. A partir de ese momento, “la pequeña mariposa”, o “el gorrioncit­o”, como la llamaba su padre, quedó atrapada para siempre en las trincheras de la Guerra Fría, en la lucha sin cuartel entre dos mundos que nunca terminaría­n de aceptarla como uno de los suyos.

Historial de abandonos

“Svetlana siempre dividió su vida en dos partes: antes y después de la muerte de su madre, cuando su mundo cambió por completo”, escribe la canadiense Rosemary Sullivan en su biografía La hija de Stalin. Nacida con el nombre de Svetlana Iósifovna Stálina el 28 de febrero de 1926, era la menor de los tres hijos de Stalin, por detrás de los varones Yákov y Vasili. El suicidio de su madre, Nadezhda Alilúyeva, cuando contaba poco más de seis años, hizo añicos su universo infantil. Nada volvería a ser como antes.

“Su historia es una historia de abandonos. Y el primero es el de su madre, quien la abandonó a su suerte al suicidarse cuando tenía seis años y la dejó a merced de su padre, que era un monstruo”, cuenta a historia y vida Monika Zgustova, escritora checa afincada en Barcelona y autora de la novela Las rosas de Stalin. Ocultada durante años por Stalin, la verdad de la muerte de su madre sacudió a Svetlana al cumplir los dieciséis años, “un choque brutal que siempre se le quedó grabado”, según Zgustova. “Lenin era nuestro ídolo. Marx y Engels, nuestros apóstoles”, y su padre Stalin tenía razón en todo “sin excepción”. El retrato del gran líder colgaba en las paredes

Tras pasar por Suiza, Svetlana Alilúyeva aterrizó en EE. UU. el 21 de abril de 1967

de todos los colegios del país. Los años escolares de Svetlana coinciden con el culto a la personalid­ad de su padre. También con la época del terror estalinist­a y la Gran Purga, a finales de la década de 1930. Una pesadilla de la que no se libró ni su propia familia. Muchos de sus tíos, que habían acompañado su niñez, fueron arrestados o ejecutados como enemigos del pueblo. Otros desapareci­eron. “Svetlana solo recordaba que, cuando era niña, no podía entender adónde se habían ido todos. La gente solo ‘se esfumaba’. Nadie explicaba por qué”, afirma Sullivan. Tampoco se escapó de la pesadilla su primer amor, el cineasta y escritor Alekséi Kápler, sentenciad­o a diez años de gulag por orden de Stalin. “Fue uno más de los abandonos de su padre”, afirma Monika Zgustova. “Mis ojos se abrieron y ya no pude seguir ciega”, escribió Svetlana en 1981 sobre aquel golpe demoledor. Poco a poco, comenzó a comprender quién era realmente su padre. “Él trataba de ejercer su voluntad, le obligaba a vestirse con ropas clásicas, antiguas, como una mujer tradiciona­l georgiana; pero ella no se dejó”, subraya la escritora checa.

Rebelde con causa

Mientras estudiaba Historia en la Universida­d de Moscú, Svetlana se enamoró de Grigori Morózov, con quien se casaría, y, a sus diecinueve años, dio a luz a su primer hijo, Iósif. El matrimonio se divorció en 1948. La relación con su padre era fría y distante en aquel tiempo, y Stalin no llegaría a conocer a su nieto hasta que este cumplió cuatro años. En 1949, y por indicación de su padre, Svetlana contrajo matrimonio con Yuri Zhdanov, hijo de uno de los más estrechos colaborado­res de Stalin, Andréi Zhdanov. De aquella unión nacería Katia, la segunda de sus tres hijos, aunque la historia marital tendría poco recorrido. Cuando Stalin muere en marzo de 1953, la hija díscola se enfrenta al duelo sacudida por las contradicc­iones. “Hubo una relación de un cierto amor, pero también odio por el padre y odio por el dictador”, sostiene Zgustova. En el lecho de muerte del dirigente georgiano, y rodeada por sus sirvientes, Svetlana no puede reprimir el llanto: “Ellos sabían que fui una mala hija y que mi padre fue un mal padre, pero

él me amó de todos modos, al igual que yo lo amé a él”, rememorarí­a más tarde. Tras la muerte del dictador, cambió su apellido por el de su madre, Alilúyeva, y trabajó como maestra y traductora en Moscú. Cuando, en 1963, se enamoró del intelectua­l indio Brajesh Singh, su vida dio un giro radical. Fue su gran amor, según Zgustova, “un amor muy de verdad, él no tenía ningún interés en ella por ser la hija de Stalin, la amaba por sí misma”. La pareja intentó casarse, pero las autoridade­s no permitían enlaces con personas de origen extranjero. Tras la muerte de Singh en 1966, la hija de Stalin consigue un permiso especial para poder llevar sus cenizas a India y arrojarlas al río Ganges. El ansiado viaje hacia la libertad tuvo el coste de dejar en Moscú a sus dos hijos. Uno de ellos nunca se lo perdonaría. Svetlana, sufrida víctima de abandonos, sumaba uno más a su largo historial, aunque esta vez fuera ella la ejecutora. “Lo más sorprenden­te de su figura es que decidiera irse a vivir al extranjero dejando a sus hijos en Moscú. Pocas mujeres hubieran hecho esto”, sostiene Zgustova.

La tierra prometida

Al llegar a India, según la autora checa, Svetlana tomó conciencia de que podía existir otro mundo, una vida diferente. El país, gobernado entonces por Indira Gandhi, le pareció “el colmo de la libertad”. Un mundo de color a salvo de la represión. Ante la imposibili­dad de fijar su residencia definitiva allí por cuestiones de convenienc­ia diplomátic­a, y con la amenaza de que el régimen soviético forzase su regreso a Moscú, tomó la decisión de solicitar asilo político en EE. UU. Que un estandarte del poder soviético recalara en el mayor símbolo del capitalism­o cayó como una bomba en la guerra de poder entre Oriente y Occidente. Mientras los estadounid­enses recibían a “la desertora más famosa de los que habían huido de la URSS”, en palabras de Rosemary Sullivan, para los soviéticos, la hija del “hombre de acero” había cometido la mayor de las traiciones.

Los dirigentes de la URSS trataron de desacredit­arla tachándola de “persona enferma” y “moralmente inestable”. Y, en lugar de la libertad buscada, la hija de Stalin fue sometida a nuevas formas de vigilancia. “En el momento álgido de la Guerra Fría, Svetlana se convirtió en uno de los principale­s objetivos para los servicios secretos norteameri­canos y soviéticos”, concluye Zgustova.

Muy pronto, como afirma Sullivan, se convirtió también en “la desertora millonaria”. La publicació­n de sus memorias Rusia, mi padre y yo (1967), escritas cuatro años antes y extraídas de la URSS tras su salida, le procuró unos cuantiosos beneficios. La obra se tradujo a más de veintitrés idiomas y, desde entonces, ha

recibido numerosos premios. Svetlana empleó su fortuna en apoyar diferentes causas benéficas y organizaci­ones, entre ellas, un hospital en India que llevaba el nombre de su gran amor: Brajesh Singh Memorial Hospital. También trabajó durante varios años como profesora en la Universida­d de Princeton.

La secta de Arizona

En Arizona conoce a Olgivanna Wright, viuda del famoso arquitecto Frank Lloyd Wright, quien, según Sullivan, “engañó” a Svetlana para que se casara con el también arquitecto Wesley Peters. “Se dejó seducir por esta señora, quien realmente vivía en una secta con la gente sumisa a su voluntad”, explica Zgustova.

En este capítulo oscuro y poco conocido de la vida de Svetlana, los fantasmas del pasado volvieron a irrumpir con fuerza. Los ojos de Olgivanna Wright le recordaban al brillo de los de su padre, que “te miraba profundame­nte a los ojos, hurgando para encontrar lo que estuvieras intentando esconder”. Al tiempo, la atmósfera opresiva y la falta de libertad que esta secta representa­ba fascinaban a una persona a la que a veces “la libertad se le hacía demasiado grande”, según Zgustova. De su matrimonio con Peters nacería, en 1971, su última hija, Olga. Svetlana vivió también en Cambridge (Inglaterra), e incluso pudo regresar durante un tiempo a la Unión Soviética, ya que, como relata Zgustova, “no encontraba la felicidad en ninguna parte”. En la URSS negó todo lo que había dicho en Estados Unidos, y la Corte Suprema le devolvió la ciudadanía, que le había sido retirada tras su huida.

El suyo era un espíritu que no encontraba acomodo, y en 1984 regresó a Estados Unidos, arrepintié­ndose de sus declaracio­nes, que, aseguró, habían sido producto de una mala traducción. A pesar de su incesante búsqueda espiritual a lo largo de los años, “nunca encontró un verdadero punto de apoyo y acabó sus días en una residencia de ancianos de Wisconsin”, relata Zgustova. Svetlana Alilúyeva murió el 22 de noviembre de 2011, sin poder librarse jamás de la alargada sombra de su padre. “Ya no tengo la agradable ilusión de poder librarme de la etiqueta de ‘hija de Stalin’... No puedes lamentar tu destino, pero yo sí lamento que mi madre no se casara con un carpintero”. ●

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Svetlana Alilúyeva, en una entrevista en Washington en 1969.
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A la dcha., Stalin con sus hijos Vasili y Svetlana, en junio de 1935.
A la izqda., la hija de Stalin con la segunda esposa del dictador, Nadezhda, que se suicidó en 1932. A la dcha., Stalin con sus hijos Vasili y Svetlana, en junio de 1935.
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A la izqda., Svetlana tras aterrizar en el aeropuerto JFK de Nueva York en 1967.

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