Domiciano, el otro Calígula
Durante siglos, este emperador de la dinastía Flavia fue dibujado como un personaje corrupto y malvado que acabaría convertido en otro Calígula. Los estudios más recientes destacan, en realidad, su buen gobierno.
Con la damnatio memoriae, la condena de la memoria, se malogró el legado de este emperador. Recientes estudios han desmontado su leyenda negra y han trocado en virtudes lo que se consideraron vicios.
Imagine que, dentro de dos mil años, de nuestra era solo quedan artículos de prensa y piezas audiovisuales afines a un determinado espectro ideológico. La visión que nuestros descendientes tendrán de las personalidades políticas de hoy será, inevitablemente, bastante sesgada. Esto es lo que nos ocurre a nosotros cuando intentamos leer la historia de Roma basándonos solo en las fuentes contemporáneas de emperadores como Domiciano. Ese líder, nacido en 51 d. C. y asesinado cuarenta y cinco años más tarde en una conjura palaciega, sufriría tras ella siglos de odio y desprecio, siendo presentado como un sádico tirano de crueles costumbres sexuales.
Leyenda negra
Pero, por suerte para Domiciano, su imagen lleva aproximadamente un siglo siendo reinterpretada por los historiadores. Y es que, gracias a la arqueología y a la lectura informada de las fuentes, estamos descubriendo al Domiciano real. Ese que nada tiene que ver con el guerrero débil, gobernante corrupto y violador sistemático que nos han vendido durante siglos. Al contrario, si por algo destaca Domiciano es por haber sido incluso mejor gobernante que otros emperadores que gozan de buena reputación.
Suetonio, en Vida de los doce césares, es un claro ejemplo de cómo la figura de Domiciano se vio envuelta en un halo de terror desde eras muy tempranas. El historiador y biógrafo romano dibuja un Domiciano sádico al que le gustaba torturar a las moscas, aficionado a nadar con prostitutas o, en su defecto, violar a “las mujeres de muchos ciudadanos”. Y, para colmo de males, fratricida, ya que Suetonio lo acusa de haber dejado morir a Tito de frío al caer enfermo, con el objetivo de alcanzar al poder. Pues bien, de todo lo anterior, lo único que es completamente real es que Tito murió y Domiciano se convirtió en emperador. Lo demás no es sino el retrato estándar que sus enemigos daban a determinados emperadores tras su muerte, algo que también sufrió Calígula. Como señala la historiadora Mary Beard, aparte de las siempre interesadas y parciales fuentes antiguas, el británico Edward Gibbon es, en gran medida, culpable de la mala imagen de Domiciano, al dejar esta cita para la posteridad: “Si un hombre tuviera que determinar el período de la historia universal durante el cual la situación de la raza humana fue más feliz y próspera”, sin duda sería “el que transcurrió entre la muerte de Domiciano y Cómodo”. Así, Gibbon perpetuó la idea que sobre Domiciano había
dejado Suetonio, de quien ya hemos hablado, junto a Dion Casio, Tácito o Plinio el Joven. Algunos de los cuales, pese a haber medrado durante el reinado del emperador, se dedicaron con pasión a criticarle una vez muerto.
Una visión apocalíptica
Otra fuente, no menor en importancia, contribuyó también a enturbiar su imagen: la de los cristianos. Basándose en escritos de un hombre nacido doscientos años después que Domiciano, Eusebio de Cesarea, sostuvieron durante siglos que durante el reinado de ese emperador fueron brutalmente perseguidos. En realidad, no tenemos ninguna certeza de que la persecución fuera especialmente salvaje en ese período. Tal como señala en Los libros del Nuevo Testamento Antonio Piñero, uno de los mayores expertos en historia del cristianismo, es probable que las persecuciones fueran de carácter “local”, como respuesta a los actos de rebeldía de los cristianos frente al politeísmo imperial.
Así que, sí, tensiones, del tipo que fuera, hubo. Lo que explica también otro de los grandes hitos fundacionales del cristianismo, el Apocalipsis, escrito por un misterioso Juan histórico que nada tendría que ver con el mítico apóstol. El que el libro fuera redactado durante el exilio de Juan implica que podía haber fricciones entre el emperador y los cristianos, aunque quizá no del nivel que alcanzarían con el correr del tiempo.
Que los cristianos se enfrentaran a la política religiosa imperial es lógico, si atendemos a las decisiones de Domiciano, basadas en recuperar las costumbres de Augusto, respetando la fe politeísta y ligando, además, todo lo religioso al culto al emperador. De hecho, Domiciano se hizo nombrar “señor y dios”, algo imposible de asumir para los monoteístas cristianos o para los judíos, esos que, con su rebelión de 66 d. C., habían contribuido a poner a la dinastía Flavia en el trono. A estos judíos parece que Domiciano sí los trató con especial rigor, pero fiscal. Si los miembros de esta religión habían estado libres de impuestos en el pasado, el emperador decidió cargarlos con nuevos pagos, tanto para castigar su revuelta como para sanear las cuentas.
Derroche y superávit
Una de las acusaciones más recurrentes lanzadas contra Domiciano es que fue un derrochador que vació las arcas del Estado para celebrar espectáculos y sufragar obras públicas. Y esta es, quizá, la mayor mentira sobre un emperador que, como hicieran su padre y su hermano, se esforzó por conseguir una administración eficaz, preocupándose, especialmente, por la solidez de la economía, algo que sabemos gracias a la arqueología. En efecto, analizando las monedas del reinado de Domiciano, los arqueólogos han llegado a la conclusión de que elevó su valor un 12%, logrando el nivel más alto desde los tiempos de Augusto.
Es más, incluso cuando afrontó una crisis surgida en 85 d. C., Domiciano solo devaluó la moneda ligeramente, manteniendo unos estándares muy aceptables hasta el final de su reinado. Esto muestra
hasta qué punto supo mantener la economía tan fuerte como saneada. En cuanto a los gastos, es cierto que Domiciano celebró espectáculos, como venía haciéndose en Roma desde tiempos pretéritos, o que puso en marcha un ambicioso programa constructivo, levantando altares, templos y bibliotecas y prestando especial atención a la remodelación de Roma, azotada por los incendios en las décadas anteriores. Pero, pese al ingente gasto que esto implicaba, el historiador Ronald Syme, uno de los primeros en estudiar con seriedad la figura de Domiciano, concluyó que los ingresos anuales del Estado podían cifrarse en 1.200 millones de sestercios, una cantidad que permitió que su reinado acabase con superávit.
Un guerrero cerebral
Comparado con Trajano, o con sus predecesores Tito y Vespasiano, Domiciano fue un emperador poco belicista. Y eso le ha llevado a ser tachado de líder débil. Sin embargo, durante su gobierno participó en numerosas campañas, tuvo que enfrentarse a muchos enemigos y logró derrotarlos. Aunque quizá su visión de la guerra era más cerebral que pasional. Detengámonos, por ejemplo, en una de sus apuestas más criticadas. Estando en guerra con Decébalo, rey de los dacios, y sufriendo al mismo tiempo la presión de los pueblos germánicos, Domiciano decidió comprar la paz con Dacia. Justificó aquella decisión con que el soborno sería mucho más barato que una guerra total contra ese temible pueblo, una contienda que, necesariamente, debería librarse mientras se defendían las presionadas fronteras del norte.
No en vano, las fronteras fueron una de las grandes preocupaciones de Domiciano. Acosado su imperio por catos, suevos, marcomanos o sármatas, decidió levantar el limes germanicus, una frontera repleta de fortalezas y caminos bien construidos que permitían mover las legiones a gran velocidad en un área especialmente conflictiva. Además, durante su mandato se avanzó mucho en la conquista de Britania, probablemente en contra de su voluntad, ya que Domiciano no creía en la guerra de expansión, e hizo frente a un golpe de Estado militar perpetrado por Lucio Antonio Saturnino, quien, apoyado por dos legiones y aliados germanos, quiso hacerse con el poder.
Así, la idea que transmitieron historiadores como Tácito, al afirmar que el Imperio sucumbía ante enemigos externos, era totalmente falsa. El Imperio sobrevivió, se reforzó militarmente y aseguró las fronteras gracias a una combinación acertada de diplomacia y militarismo, así como a un uso sensato del dinero disponible en las arcas públicas.
Las fronteras fueron una de las grandes preocupaciones de Domiciano
Un último dato. Domiciano, ese emperador aparentemente falto de espíritu guerrero, fue uno de los que más estuvo en campaña junto a sus soldados, compartiendo el terreno donde acampaban y siguiendo de cerca las operaciones. Desde luego, sus legiones no debían de apreciar en él esa imagen de líder apático y estratega mediocre que nos han legado sus fuentes contemporáneas.
Sus problemas con las mujeres
Penetremos ahora en el mundo del morbo. Ese que tiene que ver con las costumbres sexuales de un Domiciano que ha pasado a la historia como otro Calígula. Y que, al igual que él, no fue sino víctima de una campaña de propaganda. Parémonos de nuevo en las líneas de Suetonio, que define a Domiciano como un ser excesivamente ardiente que llamaba a sus coitos “palestra de cama”, vivía rodeado de las más vulgares rameras y sedujo a su sobrina Julia, hija de Tito, a quien, tras dejar embarazada, obligó a abortar provocando su muerte. Hasta aquí, nuevamente, el mito.
Por el contrario, los historiadores modernos coinciden en que Domiciano fue un emperador obsesionado con reformar la moral, como lo había sido su referente, Augusto. Así que resulta inverosímil que aquel garante de las buenas costumbres fuera el monstruo que describe Suetonio. Brian W. Jones, por ejemplo, considera la historia de Julia “un fárrago de tonterías”, y recuerda que el poeta Marcial escribió unos versos tras la muerte de su sobrina en los que deseaba que Domicia, esposa de Domiciano, diese a luz un hijo al que poder llamar Julio.
Lo lógico es pensar que, si hubiera existido una aventura adúltera entre Domiciano y su sobrina, Marcial no se habría atrevido a escribir esos versos deseando el nombre de la amante para el vástago de la emperatriz, porque habría sido una humillación pública a esta última.
Es más, parece que el matrimonio con Domicia fue feliz, como demuestra que esta, veinticinco años después de la muerte de Domiciano, aún le dedicase inscripciones para venerar su memoria, definiéndose con orgullo como “esposa de Domiciano”, en un tiempo en que la imagen que de él daban los cronistas pagados por Trajano era muy negativa.
El origen de todo
Hemos visto a Domiciano emperador, militar, administrador y esposo. ¿Qué ocurrió para que aquel líder, aunque autoritario, se convirtiese en uno de los gobernantes más odiados de la historia de Roma? Sabemos que sus soldados lo amaban. Y el pueblo también estaba contento con su gestión y con las dádivas que recibía, sobre todo en las provincias. Pero los aristócratas no le querían tanto.
Es cierto que Domiciano mandó ejecutar o exiliar a algún senador, si bien no a tantos como en tiempos de Claudio, uno de los emperadores que suelen gozar de buena fama. Pero la idea de que torturaba y asesinaba sistemáticamente a los nobles es, una vez más, incorrecta. El Senado y las clases altas de Roma, que, no lo olvidemos, fueron las que acabaron escribiendo la historia, chocaron casi desde el principio con Domiciano por motivos de clase. Y es que el emperador había empezado a meterse en sus asuntos más de lo que muchos deseaban. Excluyó del Senado, por ejemplo, a un cuestor que dilapidaba dinero, y ordenó a los tribunos de la plebe que acusaran de cobro injusto de impuestos a un edil muy avaro. Aquel martillo de la corrupción que era Domiciano golpeó, por tanto, a quienes, desde lo alto de la pirámide social de Roma, querían expoliar al prójimo.
En paralelo, Domiciano, consciente de la nueva realidad plurinacional de Roma, decidió aceptar nuevos senadores procedentes del este y de Hispania, lo que hizo que los aristócratas romanos vieran diluido su poder en la cámara. Además, el emperador creó muchos nuevos puestos para caballeros (equites) y libertos, al considerar que los funcionarios del Estado debían ser gente fiable y eficaz, no solo individuos marcados por su origen. Muestras de estas decisiones, tan polémicas para los senadores, fueron la designación de un caballero como líder de la campaña contra los dacios y el nombramiento de otro caballero como procónsul de la suculenta y deseada Asia. Esto no significa que Domiciano marginase totalmente a los senadores. Es más, redujo los puestos de poder para las gentes de la dinastía Flavia y se preocupó de que los aristócratas siguiesen ostentando buenos cargos. Incluso en ocasiones, contrariamente a lo que hacía su padre, Vespasiano, permitió que sus opositores accediesen a los más destacados puestos imperiales. Quizá para ganarse su lealtad o, calculando de forma más taimada, para señalarlos como sus amigos frente a potenciales aliados en una conjura.
Llega el final
Pese a que las decisiones de Domiciano parecen razonables, los aristócratas ro
manos, como vemos, eran los más afectados por su política y, por tanto, los que más deseaban que desapareciese. Pero la muerte del emperador iba a responder a una conjura palaciega.
Se ha acusado a Domicia de haber participado en aquel complot, en parte porque así lo dejó escrito Dion Casio, pero, con la veneración que guardó a su marido tras su muerte, suena improbable. Lo que sí parece cierto es que Estéfano, administrador de Flavia Domitila, sobrina del emperador, tras fingir una rotura de un brazo, habría escondido en el vendaje un cuchillo. Después hizo saber a Domiciano que quería alertarle de una conspiración contra su persona, y cuando estuvo ante él, lo acuchilló. Domiciano se defendió, pero Estéfano fue socorrido por otros conspiradores, entre los que se encontraban el ayuda de cámara imperial y el ordenanza de palacio. Tras siete puñaladas, Domiciano acabó derrumbándose.
El Senado tardó poco en aprovechar la situación y nombrar un emperador adicto, Nerva, y, de paso, decretó una damnatio memoriae contra Domiciano. Sus estatuas fueron derribadas, empezó a dispersarse la propaganda para enturbiar su recuerdo y se impidió que fuera enterrado con honor alguno, si bien su nodriza, a escondidas, recuperó sus cenizas y las enterró en el templo de la familia Flavia. Quienes no se tomaron bien aquel asesinato fueron los legionarios, y, durante un tiempo, el Senado se enfrentó a la posibilidad de que estos quisieran vengar la muerte del emperador. Pero, finalmente, no encontraron quien los liderase, así que su deseo se diluyó. Pero ni los soldados, ni la plebe ni, sobre todo, las gentes de provincias consideraban que Domiciano, pese a la damnatio memoriae senatorial, hubiera sido un terrible tirano. Nerva, que lo sabía, intentó ganarse al pueblo y a los soldados con regalos o condonaciones fiscales, pero aquello, junto a una gestión nefasta de la administración, provocó que, en apenas unos meses, el nuevo emperador aniquilase el superávit dejado por Domiciano y se viese obligado, por su mal gobierno, a adoptar a Trajano como sucesor.
Lo que vino después es todo un clásico romano que ha explicado muy bien Edward J. Watts en La decadencia y caída de Roma. Para este historiador, Domiciano “merecía una mejor opinión”, y acusa a Trajano y Nerva de poner en marcha una campaña para justificar el asesinato de su predecesor, que tanto les había beneficiado, vendiendo la idea de que ellos llegaban como reformadores de las instituciones romanas tras el período de decadencia que protagonizó Domiciano. Una gran mentira que perduraría durante siglos, y que daría lugar a “la eterna restauración de Roma”, en palabras de Watts, pues con Trajano y Nerva se inauguró la costumbre de que cada dinastía imperial que accedía al poder tras el colapso de la precedente se presentase como reformadora. Un invento que ha propiciado que Domiciano, casi dos milenios más tarde, siga siendo visto como el nefasto emperador que nunca fue. ●
El Senado designó a Nerva como sucesor