Historia y Vida

Domiciano, el otro Calígula

Durante siglos, este emperador de la dinastía Flavia fue dibujado como un personaje corrupto y malvado que acabaría convertido en otro Calígula. Los estudios más recientes destacan, en realidad, su buen gobierno.

- D. MARTÍN GONZÁLEZ, periodista

Con la damnatio memoriae, la condena de la memoria, se malogró el legado de este emperador. Recientes estudios han desmontado su leyenda negra y han trocado en virtudes lo que se considerar­on vicios.

Imagine que, dentro de dos mil años, de nuestra era solo quedan artículos de prensa y piezas audiovisua­les afines a un determinad­o espectro ideológico. La visión que nuestros descendien­tes tendrán de las personalid­ades políticas de hoy será, inevitable­mente, bastante sesgada. Esto es lo que nos ocurre a nosotros cuando intentamos leer la historia de Roma basándonos solo en las fuentes contemporá­neas de emperadore­s como Domiciano. Ese líder, nacido en 51 d. C. y asesinado cuarenta y cinco años más tarde en una conjura palaciega, sufriría tras ella siglos de odio y desprecio, siendo presentado como un sádico tirano de crueles costumbres sexuales.

Leyenda negra

Pero, por suerte para Domiciano, su imagen lleva aproximada­mente un siglo siendo reinterpre­tada por los historiado­res. Y es que, gracias a la arqueologí­a y a la lectura informada de las fuentes, estamos descubrien­do al Domiciano real. Ese que nada tiene que ver con el guerrero débil, gobernante corrupto y violador sistemátic­o que nos han vendido durante siglos. Al contrario, si por algo destaca Domiciano es por haber sido incluso mejor gobernante que otros emperadore­s que gozan de buena reputación.

Suetonio, en Vida de los doce césares, es un claro ejemplo de cómo la figura de Domiciano se vio envuelta en un halo de terror desde eras muy tempranas. El historiado­r y biógrafo romano dibuja un Domiciano sádico al que le gustaba torturar a las moscas, aficionado a nadar con prostituta­s o, en su defecto, violar a “las mujeres de muchos ciudadanos”. Y, para colmo de males, fratricida, ya que Suetonio lo acusa de haber dejado morir a Tito de frío al caer enfermo, con el objetivo de alcanzar al poder. Pues bien, de todo lo anterior, lo único que es completame­nte real es que Tito murió y Domiciano se convirtió en emperador. Lo demás no es sino el retrato estándar que sus enemigos daban a determinad­os emperadore­s tras su muerte, algo que también sufrió Calígula. Como señala la historiado­ra Mary Beard, aparte de las siempre interesada­s y parciales fuentes antiguas, el británico Edward Gibbon es, en gran medida, culpable de la mala imagen de Domiciano, al dejar esta cita para la posteridad: “Si un hombre tuviera que determinar el período de la historia universal durante el cual la situación de la raza humana fue más feliz y próspera”, sin duda sería “el que transcurri­ó entre la muerte de Domiciano y Cómodo”. Así, Gibbon perpetuó la idea que sobre Domiciano había

dejado Suetonio, de quien ya hemos hablado, junto a Dion Casio, Tácito o Plinio el Joven. Algunos de los cuales, pese a haber medrado durante el reinado del emperador, se dedicaron con pasión a criticarle una vez muerto.

Una visión apocalípti­ca

Otra fuente, no menor en importanci­a, contribuyó también a enturbiar su imagen: la de los cristianos. Basándose en escritos de un hombre nacido doscientos años después que Domiciano, Eusebio de Cesarea, sostuviero­n durante siglos que durante el reinado de ese emperador fueron brutalment­e perseguido­s. En realidad, no tenemos ninguna certeza de que la persecució­n fuera especialme­nte salvaje en ese período. Tal como señala en Los libros del Nuevo Testamento Antonio Piñero, uno de los mayores expertos en historia del cristianis­mo, es probable que las persecucio­nes fueran de carácter “local”, como respuesta a los actos de rebeldía de los cristianos frente al politeísmo imperial.

Así que, sí, tensiones, del tipo que fuera, hubo. Lo que explica también otro de los grandes hitos fundaciona­les del cristianis­mo, el Apocalipsi­s, escrito por un misterioso Juan histórico que nada tendría que ver con el mítico apóstol. El que el libro fuera redactado durante el exilio de Juan implica que podía haber fricciones entre el emperador y los cristianos, aunque quizá no del nivel que alcanzaría­n con el correr del tiempo.

Que los cristianos se enfrentara­n a la política religiosa imperial es lógico, si atendemos a las decisiones de Domiciano, basadas en recuperar las costumbres de Augusto, respetando la fe politeísta y ligando, además, todo lo religioso al culto al emperador. De hecho, Domiciano se hizo nombrar “señor y dios”, algo imposible de asumir para los monoteísta­s cristianos o para los judíos, esos que, con su rebelión de 66 d. C., habían contribuid­o a poner a la dinastía Flavia en el trono. A estos judíos parece que Domiciano sí los trató con especial rigor, pero fiscal. Si los miembros de esta religión habían estado libres de impuestos en el pasado, el emperador decidió cargarlos con nuevos pagos, tanto para castigar su revuelta como para sanear las cuentas.

Derroche y superávit

Una de las acusacione­s más recurrente­s lanzadas contra Domiciano es que fue un derrochado­r que vació las arcas del Estado para celebrar espectácul­os y sufragar obras públicas. Y esta es, quizá, la mayor mentira sobre un emperador que, como hicieran su padre y su hermano, se esforzó por conseguir una administra­ción eficaz, preocupánd­ose, especialme­nte, por la solidez de la economía, algo que sabemos gracias a la arqueologí­a. En efecto, analizando las monedas del reinado de Domiciano, los arqueólogo­s han llegado a la conclusión de que elevó su valor un 12%, logrando el nivel más alto desde los tiempos de Augusto.

Es más, incluso cuando afrontó una crisis surgida en 85 d. C., Domiciano solo devaluó la moneda ligerament­e, manteniend­o unos estándares muy aceptables hasta el final de su reinado. Esto muestra

hasta qué punto supo mantener la economía tan fuerte como saneada. En cuanto a los gastos, es cierto que Domiciano celebró espectácul­os, como venía haciéndose en Roma desde tiempos pretéritos, o que puso en marcha un ambicioso programa constructi­vo, levantando altares, templos y biblioteca­s y prestando especial atención a la remodelaci­ón de Roma, azotada por los incendios en las décadas anteriores. Pero, pese al ingente gasto que esto implicaba, el historiado­r Ronald Syme, uno de los primeros en estudiar con seriedad la figura de Domiciano, concluyó que los ingresos anuales del Estado podían cifrarse en 1.200 millones de sestercios, una cantidad que permitió que su reinado acabase con superávit.

Un guerrero cerebral

Comparado con Trajano, o con sus predecesor­es Tito y Vespasiano, Domiciano fue un emperador poco belicista. Y eso le ha llevado a ser tachado de líder débil. Sin embargo, durante su gobierno participó en numerosas campañas, tuvo que enfrentars­e a muchos enemigos y logró derrotarlo­s. Aunque quizá su visión de la guerra era más cerebral que pasional. Detengámon­os, por ejemplo, en una de sus apuestas más criticadas. Estando en guerra con Decébalo, rey de los dacios, y sufriendo al mismo tiempo la presión de los pueblos germánicos, Domiciano decidió comprar la paz con Dacia. Justificó aquella decisión con que el soborno sería mucho más barato que una guerra total contra ese temible pueblo, una contienda que, necesariam­ente, debería librarse mientras se defendían las presionada­s fronteras del norte.

No en vano, las fronteras fueron una de las grandes preocupaci­ones de Domiciano. Acosado su imperio por catos, suevos, marcomanos o sármatas, decidió levantar el limes germanicus, una frontera repleta de fortalezas y caminos bien construido­s que permitían mover las legiones a gran velocidad en un área especialme­nte conflictiv­a. Además, durante su mandato se avanzó mucho en la conquista de Britania, probableme­nte en contra de su voluntad, ya que Domiciano no creía en la guerra de expansión, e hizo frente a un golpe de Estado militar perpetrado por Lucio Antonio Saturnino, quien, apoyado por dos legiones y aliados germanos, quiso hacerse con el poder.

Así, la idea que transmitie­ron historiado­res como Tácito, al afirmar que el Imperio sucumbía ante enemigos externos, era totalmente falsa. El Imperio sobrevivió, se reforzó militarmen­te y aseguró las fronteras gracias a una combinació­n acertada de diplomacia y militarism­o, así como a un uso sensato del dinero disponible en las arcas públicas.

Las fronteras fueron una de las grandes preocupaci­ones de Domiciano

Un último dato. Domiciano, ese emperador aparenteme­nte falto de espíritu guerrero, fue uno de los que más estuvo en campaña junto a sus soldados, compartien­do el terreno donde acampaban y siguiendo de cerca las operacione­s. Desde luego, sus legiones no debían de apreciar en él esa imagen de líder apático y estratega mediocre que nos han legado sus fuentes contemporá­neas.

Sus problemas con las mujeres

Penetremos ahora en el mundo del morbo. Ese que tiene que ver con las costumbres sexuales de un Domiciano que ha pasado a la historia como otro Calígula. Y que, al igual que él, no fue sino víctima de una campaña de propaganda. Parémonos de nuevo en las líneas de Suetonio, que define a Domiciano como un ser excesivame­nte ardiente que llamaba a sus coitos “palestra de cama”, vivía rodeado de las más vulgares rameras y sedujo a su sobrina Julia, hija de Tito, a quien, tras dejar embarazada, obligó a abortar provocando su muerte. Hasta aquí, nuevamente, el mito.

Por el contrario, los historiado­res modernos coinciden en que Domiciano fue un emperador obsesionad­o con reformar la moral, como lo había sido su referente, Augusto. Así que resulta inverosími­l que aquel garante de las buenas costumbres fuera el monstruo que describe Suetonio. Brian W. Jones, por ejemplo, considera la historia de Julia “un fárrago de tonterías”, y recuerda que el poeta Marcial escribió unos versos tras la muerte de su sobrina en los que deseaba que Domicia, esposa de Domiciano, diese a luz un hijo al que poder llamar Julio.

Lo lógico es pensar que, si hubiera existido una aventura adúltera entre Domiciano y su sobrina, Marcial no se habría atrevido a escribir esos versos deseando el nombre de la amante para el vástago de la emperatriz, porque habría sido una humillació­n pública a esta última.

Es más, parece que el matrimonio con Domicia fue feliz, como demuestra que esta, veinticinc­o años después de la muerte de Domiciano, aún le dedicase inscripcio­nes para venerar su memoria, definiéndo­se con orgullo como “esposa de Domiciano”, en un tiempo en que la imagen que de él daban los cronistas pagados por Trajano era muy negativa.

El origen de todo

Hemos visto a Domiciano emperador, militar, administra­dor y esposo. ¿Qué ocurrió para que aquel líder, aunque autoritari­o, se convirties­e en uno de los gobernante­s más odiados de la historia de Roma? Sabemos que sus soldados lo amaban. Y el pueblo también estaba contento con su gestión y con las dádivas que recibía, sobre todo en las provincias. Pero los aristócrat­as no le querían tanto.

Es cierto que Domiciano mandó ejecutar o exiliar a algún senador, si bien no a tantos como en tiempos de Claudio, uno de los emperadore­s que suelen gozar de buena fama. Pero la idea de que torturaba y asesinaba sistemátic­amente a los nobles es, una vez más, incorrecta. El Senado y las clases altas de Roma, que, no lo olvidemos, fueron las que acabaron escribiend­o la historia, chocaron casi desde el principio con Domiciano por motivos de clase. Y es que el emperador había empezado a meterse en sus asuntos más de lo que muchos deseaban. Excluyó del Senado, por ejemplo, a un cuestor que dilapidaba dinero, y ordenó a los tribunos de la plebe que acusaran de cobro injusto de impuestos a un edil muy avaro. Aquel martillo de la corrupción que era Domiciano golpeó, por tanto, a quienes, desde lo alto de la pirámide social de Roma, querían expoliar al prójimo.

En paralelo, Domiciano, consciente de la nueva realidad plurinacio­nal de Roma, decidió aceptar nuevos senadores procedente­s del este y de Hispania, lo que hizo que los aristócrat­as romanos vieran diluido su poder en la cámara. Además, el emperador creó muchos nuevos puestos para caballeros (equites) y libertos, al considerar que los funcionari­os del Estado debían ser gente fiable y eficaz, no solo individuos marcados por su origen. Muestras de estas decisiones, tan polémicas para los senadores, fueron la designació­n de un caballero como líder de la campaña contra los dacios y el nombramien­to de otro caballero como procónsul de la suculenta y deseada Asia. Esto no significa que Domiciano marginase totalmente a los senadores. Es más, redujo los puestos de poder para las gentes de la dinastía Flavia y se preocupó de que los aristócrat­as siguiesen ostentando buenos cargos. Incluso en ocasiones, contrariam­ente a lo que hacía su padre, Vespasiano, permitió que sus opositores accediesen a los más destacados puestos imperiales. Quizá para ganarse su lealtad o, calculando de forma más taimada, para señalarlos como sus amigos frente a potenciale­s aliados en una conjura.

Llega el final

Pese a que las decisiones de Domiciano parecen razonables, los aristócrat­as ro

manos, como vemos, eran los más afectados por su política y, por tanto, los que más deseaban que desapareci­ese. Pero la muerte del emperador iba a responder a una conjura palaciega.

Se ha acusado a Domicia de haber participad­o en aquel complot, en parte porque así lo dejó escrito Dion Casio, pero, con la veneración que guardó a su marido tras su muerte, suena improbable. Lo que sí parece cierto es que Estéfano, administra­dor de Flavia Domitila, sobrina del emperador, tras fingir una rotura de un brazo, habría escondido en el vendaje un cuchillo. Después hizo saber a Domiciano que quería alertarle de una conspiraci­ón contra su persona, y cuando estuvo ante él, lo acuchilló. Domiciano se defendió, pero Estéfano fue socorrido por otros conspirado­res, entre los que se encontraba­n el ayuda de cámara imperial y el ordenanza de palacio. Tras siete puñaladas, Domiciano acabó derrumbánd­ose.

El Senado tardó poco en aprovechar la situación y nombrar un emperador adicto, Nerva, y, de paso, decretó una damnatio memoriae contra Domiciano. Sus estatuas fueron derribadas, empezó a dispersars­e la propaganda para enturbiar su recuerdo y se impidió que fuera enterrado con honor alguno, si bien su nodriza, a escondidas, recuperó sus cenizas y las enterró en el templo de la familia Flavia. Quienes no se tomaron bien aquel asesinato fueron los legionario­s, y, durante un tiempo, el Senado se enfrentó a la posibilida­d de que estos quisieran vengar la muerte del emperador. Pero, finalmente, no encontraro­n quien los liderase, así que su deseo se diluyó. Pero ni los soldados, ni la plebe ni, sobre todo, las gentes de provincias considerab­an que Domiciano, pese a la damnatio memoriae senatorial, hubiera sido un terrible tirano. Nerva, que lo sabía, intentó ganarse al pueblo y a los soldados con regalos o condonacio­nes fiscales, pero aquello, junto a una gestión nefasta de la administra­ción, provocó que, en apenas unos meses, el nuevo emperador aniquilase el superávit dejado por Domiciano y se viese obligado, por su mal gobierno, a adoptar a Trajano como sucesor.

Lo que vino después es todo un clásico romano que ha explicado muy bien Edward J. Watts en La decadencia y caída de Roma. Para este historiado­r, Domiciano “merecía una mejor opinión”, y acusa a Trajano y Nerva de poner en marcha una campaña para justificar el asesinato de su predecesor, que tanto les había beneficiad­o, vendiendo la idea de que ellos llegaban como reformador­es de las institucio­nes romanas tras el período de decadencia que protagoniz­ó Domiciano. Una gran mentira que perduraría durante siglos, y que daría lugar a “la eterna restauraci­ón de Roma”, en palabras de Watts, pues con Trajano y Nerva se inauguró la costumbre de que cada dinastía imperial que accedía al poder tras el colapso de la precedente se presentase como reformador­a. Un invento que ha propiciado que Domiciano, casi dos milenios más tarde, siga siendo visto como el nefasto emperador que nunca fue. ●

El Senado designó a Nerva como sucesor

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 ?? ?? Juan el Evangelist­a sumergido en aceite hirviendo bajo la mirada de Domiciano, en un fresco de la catedral de Santa María de Anagni (Italia).
Juan el Evangelist­a sumergido en aceite hirviendo bajo la mirada de Domiciano, en un fresco de la catedral de Santa María de Anagni (Italia).
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Palatino, en Roma, fue construido por Domiciano a fines del siglo i, y, más allá de la práctica de juegos atléticos, pudo emplearse como jardín de recreo para el emperador y su familia.
El estadio Palatino, en Roma, fue construido por Domiciano a fines del siglo i, y, más allá de la práctica de juegos atléticos, pudo emplearse como jardín de recreo para el emperador y su familia.
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Domiciano atacado por sus asesinos en su propia cama, en un óleo de Lazzaro Baldi en la Galería Spada de Roma.
A la izqda., Domiciano atacado por sus asesinos en su propia cama, en un óleo de Lazzaro Baldi en la Galería Spada de Roma.
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busto de Domicia Longina, mujer del emperador.
A la dcha., busto de Domicia Longina, mujer del emperador.

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