El precio de un imperio
Amedio camino entre el caballero medieval y el príncipe renacentista, Carlos V encarna en su figura y en su reinado todos aquellos valores de un mundo cambiante, en el que la figura de este nuevo césar fue protagonista. Antes de materializar su sueño imperial, Carlos de Gante vivió y se educó en su Flandes natal. Aquellos años determinaron su formación, perfilaron los rasgos de su personalidad pragmática, persuasiva y carismática y le posibilitaron el contacto con alguna de las mentes más lúcidas de su siglo, como el humanista Erasmo de Róterdam. La muerte de su padre y la incapacidad de su madre, por supuestos trastornos mentales, le convirtieron en heredero de un inmenso patrimonio territorial. En 1519, tras la pérdida de su abuelo Maximiliano I, Carlos aspiró a sucederle, pero, para ser designado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, una entidad supranacional que durante siglos dotó de cierto sentido de unidad a Europa, tuvo que vencer numerosos obstáculos. Aquella Corona no era hereditaria. Frente a la rivalidad que suponía la candidatura de Francisco I de Francia, el modo más efectivo de alcanzar el cetro imperial era sobornar a los príncipes electores. Si bien el capital alemán de los Fugger y los Welser aupó al emperador Carlos, las contrapartidas de estos banqueros fueron muy altas. Pese a los recursos inmensos procedentes de Europa y América, sus súbditos de Castilla y Aragón no tardaron en rebelarse ante “el rey extranjero” que sangraba sus arcas.
Restaurar la unidad cristiana tras la aparición de la Reforma luterana y frenar el avance turco se convirtieron en los principales objetivos de Carlos V. Fracasó en ambos casos. El emperador no tardaría en advertir, además, la escasa cohesión de sus amplios dominios, un conjunto de territorios tan disperso y heterogéneo como difícil de gobernar. ●