De padre a hija y viceversa
Las cartas entre Catalina Micaela y Felipe II confirman su estrecha relación
La correspondencia, plena de detalles cotidianos, fue evolucionando desde los primeros tiempos de la infanta en Turín hacia un epistolario de mayor contenido político.
Mientras que, en 1586, la infanta se muestra preocupada por la salud de su padre y le expresa su tristeza por no contar con su compañía, en 1590 resalta su decidido apoyo a las iniciativas políticas de su esposo respecto de Francia, sin importarle contrariar a Felipe II, que le responde: “Me da mucho cuidado el trabajo y peligro en que se ha puesto el duque (...), tened la mano en esto muy de veras y según mi parecer, pues le podría costar muy caro lo contrario a él y a todos”.
Otro tanto sucedió cuando los duques intentaron mediar en la elección de Gregorio XIV como papa en 1591. Al enterarse, el monarca escribió a su hija: “Me dicen que el duque y vos usáis en las cosas de Roma de mi autoridad sin mi orden. No lo querré creer y menos de vos. Del duque no sé más nuevas de las que vos me enviáis, y así avisádmelas siempre”. Esas diferencias no alteraron nunca la despedida del rey: “Vuestro buen padre”. Su relación estaba por encima de las cuestiones de Estado. barcaran de inmediato con destino a Génova. No obstante, tuvieron que retrasar el viaje a causa de una indisposición de Carlos Manuel de Saboya, por lo que permanecieron en el Palacio Real de Barcelona hasta el 13 de junio. Las crónicas aseguran que la despedida fue dramática. Catalina Micaela tenía solo diecisiete años, y separarse de su familia le resultaba extremadamente doloroso, consciente de que no volvería a encontrarse con los suyos. Pese a la trascendencia política del enlace, parece ser que a Felipe II también le costó despedirse de su hija. Desde Barcelona cabalgó hasta el monasterio de Sant Jeroni de la Murtra, a unos quince kilómetros al norte de la ciudad, para ver alejarse el navío en el que viajaban los recién casados.
Aliada en la corte turinesa
Una vez instalada en su residencia de Turín, Catalina Micaela no cesó de escribirse con su padre. En sus cartas se mostraba fascinada por el paisaje alpino y le narraba la vida cortesana. Pero, sobre todo, se mostraba como una informadora fiel a los intereses de la Corona, al tiempo que daba rendida cuenta de las actividades políticas de su esposo, a fin de que este no se apartara de las directrices trazadas desde El Escorial. Inteligente y preparada, Catalina se convirtió en la representante absoluta de los
Fiel a los intereses de la Corona, Catalina demostró su inteligencia política
intereses de su padre en Saboya, un papel que no pasó desapercibido, especialmente, en los tiempos en que Catalina sustituyó a Carlos Manuel al frente del ducado, cuando este se ausentaba para cumplir con sus obligaciones militares. Paralelamente, la duquesa ejerció de mecenas, y se rodeó de artistas e intelectuales que hicieron de la capital del Piamonte una auténtica urbe según los cánones del barroco. Instalada en el palacio de Miraflores, a las afueras de la ciudad, demostró una singular inteligencia política que hizo escribir a Francesco Vendramino, embajador de Venecia ante Felipe II, que evidenciaba “haber sido educada en la escuela de su padre”. Cumplió, además, con la condición de vientre fértil que se exigía a toda princesa. Al año de la boda nació su primogénito Felipe Emanuel (1586-1605), al que siguieron Víctor Amadeo I (1587-1637), Filiberto Manuel (1588-1624), Margarita
(1589-1655), Isabel (1591-1626), Mauricio (1593-1657), María Apolonia (15941656), Francisca Catalina (1595-1640) y Tomás Francisco (1596-1656). En diciembre de 1597, la duquesa de Saboya se hallaba nuevamente embarazada, pero, a consecuencia de una serie de complicaciones tras un parto prematuro, falleció a las pocas horas de dar a luz a una niña, Juana, que apenas vivió unas horas. La muerte de la duquesa no significó la ruptura de la alianza con España. Tras el fallecimiento de Catalina y de Felipe II –que sobrevivió a su hija solo once meses–, el nuevo rey, Felipe III, apoyó a Saboya en la guerra emprendida contra Francia por disputas territoriales. Las buenas relaciones entre ambas Coronas solo se rompieron puntualmente en 1610, cuando, por el Tratado de Bruzolo, Carlos Manuel recuperó la alianza francesa. No obstante, la muerte de Enrique IV de Francia y el no reconocimiento del tratado por parte de la regente María de Medici llevaron a Saboya a retornar a la órbita hispánica, tal como había determinado en su momento la decisión de Felipe II de utilizar a Catalina Micaela como un eficaz peón en el tablero político de la Europa del siglo xvi. ●