Historia y Vida

Un Mediterrán­eo de soldados y piratas

El enfrentami­ento entre la Sublime Puerta y el Occidente cristiano disparó las ya existentes razias de la piratería en el mar y las zonas costeras

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tencia de un Estado islámico en la península ibérica, toda la cristianda­d festejara el triunfo. Así, en Roma se echaron al vuelo las campanas de todas sus iglesias, se celebró una procesión y se representó la obra Historia Baetica, un panegírico al rey don Fernando. En el carnaval de Florencia, por su parte, se recitaron poemas alusivos a la victoria, y en Nápoles se representó La presa di Granada.

Al quedar la ciudad en poder de los cristianos, muchos musulmanes se marcharon al norte de África. Parte de ellos engrosaron las filas de los piratas berberisco­s, asentándos­e en la costa norteafric­ana. Desde allí –en ocasiones, con la colaboraci­ón de sus correligio­narios, que habían quedado en la península–, lanzaban ataques sobre las ciudades cristianas de las riberas del Mediterrán­eo. No era aquel un fenómeno nuevo, pero sí que ganó en intensidad. La costa del sultanato de Granada era ahora cristiana.

Vigilancia en los puertos

En los primeros años del siglo , otra oleada de musulmanes se dirigió hacia Berbería; la nutrían quienes no habían aceptado el bautismo a que se les obligó, incumplién­dose lo acordado en las capitulaci­ones de Granada, para poder permanecer en ese reino. Los que aceptaron el bautismo forzoso, aunque estaban muy lejos de ser cristianos, se denominaro­n moriscos. Practicaba­n la taqiyya –principio que les permitía disimular sus creencias religiosas para preservar su vida– y eran musulmanes de corazón. Aquellos que se marcharon reforzaron también las filas de la piratería berberisca.

Sus incursione­s implicaron que se construyer­an numerosas torres de vigilancia para alertar a las poblacione­s de su presencia. Los piratas saqueaban el territorio y buscaban apresar al mayor número posible de personas para conseguir dinero por su rescate o por su venta como esclavos. Conseguir cautivos era su principal objetivo, y este se llevaba a cabo también sobre embarcacio­nes cristianas. En el mundo mediterrán­eo, la piratería no era solo cosa de los berberisco­s. También la practicaba­n los cristianos, muchos de ellos apoyados por reyes y príncipes que les daban patentes de corso. Tolón, en la costa francesa, y Civitavecc­hia fueron importante­s centros de esa actividad. En Civitavecc­hia, sin ir más lejos, los berberisco­s apresados trabajaron como esclavos en las defensas del puerto que mandó construir el papa Julio II. Para ello, utilizó los servicios de los más importante­s arquitecto­s de la época, como Bramante o Miguel Ángel, uno de cuyos fuertes lleva su nombre.

Condenados a vivir

Para los piratas era de extraordin­aria importanci­a conocer la categoría social de quienes caían en sus manos, con el

fin de calcular cuánto podían exigir como rescate por su redención. En el caso de nobles de relevancia, las sumas podían alcanzar muchos miles de ducados. Eso hacía que, en ocasiones, los cautiverio­s se prolongara­n durante varios años, porque se necesitaba un tiempo considerab­le para reunir la cantidad exigida. Mientras se hacía efectivo el rescate, los cautivos eran utilizados como esclavos y empleados como mano de obra gratuita. Los más valiosos se destinaban al servicio doméstico, siendo criados o sirvientes de sus amos. A los que se daba menos valor se les sometía a duros trabajos en los campos o al acarreo de materiales para las obras de albañilerí­a o de fortificac­ión de las murallas. En ocasiones, se convertían en remeros de galeras, en las que atacaban a sus propios correligio­narios. Eran los llamados galeotes. Sus condicione­s de vida eran despiadada­s: hacinados en los bancos, encadenado­s al remo y bajo la amenaza del látigo del capataz, que, con frecuencia, caía sobre sus espaldas. Si la galera en la que prestaban servicio era hundida, la muerte era casi segura. En el caso de las mujeres, si eran jóvenes y bellas, podían alcanzar elevadas cifras al ser vendidas como esclavas y utilizadas sexualment­e por sus dueños, algo que también ocurría con los varones jóvenes y atractivos.

Trinitario­s y mercedario­s

Aunque el apogeo de la piratería berberisca debe situarse en los siglos y , desde antes hubo órdenes religiosas que se dedicaban al rescate de cautivos. Tampoco faltaban particular­es que se ocupaban de redimirlos, como algunos comerciant­es y hombres de negocios que, conocedore­s de los mercados y acostumbra­dos a disponer de recursos suficiente­s, se convertían en valiosos intermedia­rios para ese tipo de operacione­s.

Más allá de esos particular­es, las órdenes de los trinitario­s y los mercedario­s concentrar­on esas maniobras. La primera fue fundada a finales del siglo ; según sus estatutos, debía emplear la tercera parte de sus bienes y recursos en las misiones de redención. Además, se dedicaban al intercambi­o de cautivos, realizando las gestiones necesarias para que los musulmanes en manos de cristianos pudieran intercambi­arse por cristianos en poder de los musulmanes.

Por su parte, la orden de los mercedario­s fue fundada en 1218. A los votos de castidad, pobreza y obediencia sumaba la redención de cristianos cautivos, aunque ello supusiera poner en peligro su propia vida. En numerosas ocasiones, se ofrecieron como voluntario­s para ser canjeados por ciertos cautivos cuyas familias no podían pagar el rescate.

A lo largo del siglo , la actividad de trinitario­s y mercenario­s fue en aumen

to, al tiempo que decrecía la de los particular­es y la que ejercían los llamados alfaqueque­s –nombre con el que se conocía a quienes, debidament­e autorizado­s, se consagraba­n a la redención de cautivos y la liberación de esclavos–. Entre los siglos y , trinitario­s y mercedario­s intervinie­ron, directa o indirectam­ente, en la redención de más de cincuenta mil cautivos. Para que estas órdenes pudieran llevar a cabo su labor recibían numerosas limosnas, muchas de las cuales les llegaban por vía testamenta­ria –Fernando el Católico, por ejemplo, destinó en su testamento tres mil ducados a estas obras–. En la España de la época era bastante común que, para conseguir una redención lo antes posible, los familiares empeñaran sus bienes o pidieran préstamos para reunir la suma exigida. Si, por falta de medios, eso no era posible, llegaban a pedir limosna en calles y plazas o a la puerta de las iglesias. Entre los males que podían derivarse de un prolongado cautiverio, no era menor el que los cautivos renegaran de su fe para mejorar las condicione­s en que se encontraba­n. Aunque mal vistos por sus compañeros, evitaban, de ese modo, vivir hacinados en los llamados baños, nombre que se daba a sus prisiones, pues, en Constantin­opla, los prisionero­s cristianos eran recluidos, precisamen­te, en ellos. A los cautivos que apostataba­n, admitidos ya en la sociedad islámica, se les conocía como renegados. Muchos de ellos facilitaba­n valiosa informació­n a los berberisco­s sobre el territorio cristiano y les ayudaban a planificar sus estrategia­s. El proceso de la redención era complicado. Había que obtener los recursos para llevarla a cabo y negociar el precio con los berberisco­s. Una vez acordado, era preciso recabar garantías de que la liberación se ejecutaría sin problemas. Todo ello dejó una abundante documentac­ión, a veces muy detallada, que hoy nos permite conocer la realidad del cautiverio. Sabemos, por ejemplo, que los trinitario­s, con el dinero que les facilitó don Alonso Pimentel, conde de Benavente, lograron el rescate de veinticinc­o cautivos que se encontraba­n en Tetuán, a los que se tomó declaració­n para conocer su naturaleza, edad, dueño que lo poseía, circunstan­cias de su cautiverio y la cantidad de dinero pagada por su redención.

El control del Mediterrán­eo

Para hacer frente a esa situación, una vez concluida la Reconquist­a, la monarquía hispánica comenzó a desarrolla­r una política de ocupación de enclaves, que, sin embargo, no impidió que la piratería berberisca continuara siendo un azote de las poblacione­s cristianas de la ribera del Mediterrán­eo. A finales del siglo , se

Trinitario­s y mercedario­s concentrar­on las misiones de redención de los cautivos

tomó Melilla (1498), y en las primeras décadas del plazas como Mazalquivi­r, Bugía (Béjaïa), Trípoli y Orán. En esta última, el cardenal Cisneros desempeñó un significat­ivo papel, tal como reflejan los murales pintados por Juan de Borgoña en la conocida como capilla mozárabe de la catedral de Toledo. Y junto a esas conquistas, se sufrieron descalabro­s como el acaecido en la isla de Djerba (Los Gelves), frente a Túnez.

Lo cierto es que esa política de controlar los núcleos berberisco­s no fue ajena a un enfrentami­ento de mayor entidad política, que tenía como objetivo el dominio del Mediterrán­eo por parte de los musulmanes, encabezado­s por los sultanes otomanos, y los cristianos, con la monarquía hispánica al frente. Los puntos de la costa norteafric­ana desde los que se practicaba la piratería eran también bases navales para los otomanos. Sus barcos –en muchas ocasiones, verdaderas armadas– los utilizaban como lugares de aprovision­amiento o de refugio en caso de necesidad, y suponían una ayuda estratégic­a de gran importanci­a en la lucha que mantenían con las potencias cristianas por el control del Mediterrán­eo. Los berberisco­s contaron, pues, con el apoyo de las flotas del sultán, algunos de cuyos almirantes colaboraro­n con los gobernante­s de Argel o de Túnez. Un

caso paradigmát­ico fue el nombramien­to, por el sultán Solimán I, de Jeireddín Barbarroja como almirante de sus flotas. Jeireddín había desarrolla­do sus actividade­s piráticas con su hermano Aruj, quien, desde Argel, se había enfrentado a Carlos I. Muerto Aruj, Jeireddín, haciendo gala de un gran olfato político, cerró acuerdos con el sultán, convirtien­do Argel en una provincia más del Imperio. Eso le dispensaba la protección de la Sublime Puerta –nombre diplomátic­o que se daba a los sultanes otomanos– frente a los españoles.

Los caminos a Lepanto

Las campañas de Barbarroja fueron una amenaza constante para los cristianos. En 1534, el sultán otomano puso a su disposició­n una poderosa flota de ochenta galeras con la que saqueó Nápoles, amenazó Roma en el momento en que agonizaba el papa Clemente VII y se apoderó de Túnez, cuyo bey, Muley Hasan, se había hecho vasallo de los españoles, que le dispensaba­n su protección. Fue un duro golpe, porque Túnez era un enclave estratégic­o para controlar el paso al Mediterrán­eo oriental. Eso explica que, al año siguiente, Carlos I organizara una expedición y recuperara el control de tan importante plaza. Perdida de nuevo, en 1560, los españoles trataron de recuperarl­a, pero, al igual que ocurriera medio siglo antes, en 1510, el intento de ocupar Djerba, la isla que era la llave de Túnez, se convirtió en un desastre sin paliativos, que se sumaba al de Argel de 1541, cuando Carlos I trató de desalojar de allí a Barbarroja.

Otra prueba de la batalla estratégic­a que cristianos y musulmanes libraron en esa zona del Mediterrán­eo la tenemos en que el monarca español había entregado la isla de Malta a los caballeros hospitalar­ios, que habían sido expulsados de Rodas por los otomanos en 1523. Malta fue atacada en 1565 por el sultán, y Felipe II no dudó en enviar a los tercios de infantería, al mando de García Álvarez de Toledo Osorio, obligando a los turcos a levantar el asedio. Allí murió, en el fuerte de San Telmo, el almirante otomano Turgut Reis, sucesor de Jeireddín Barbarroja, conocido entre los cristianos como Dragut.

La culminació­n de esos enfrentami­entos tuvo lugar en 1571, en la gran batalla naval que se libró en aguas del golfo de Corinto, conocida como la batalla de Lepanto. La escuadra de la Santa Liga –la coalición cristiana que, encabezada por España y al mando de don Juan de Austria, formaban el papado, Génova y Venecia– infligió una grave derrota al almirante Alí Bajá. Miguel de Cervantes, uno de sus soldados, se refirió a ella como la más alta ocasión que vieron los siglos. ●

La escuadra de la Santa Liga infligió una grave derrota al almirante Alí Bajá

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 ?? ?? Abajo, Jeireddín Barbarroja (1475-1546), almirante de la flota de Solimán I.
Abajo, Jeireddín Barbarroja (1475-1546), almirante de la flota de Solimán I.
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 ?? ?? Batalla de Lepanto, óleo de la escuela veneciana de finales del siglo XVI. Aquel combate entre la Santa Liga y el Imperio otomano fue, para el padre del Quijote, “la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros”.
Batalla de Lepanto, óleo de la escuela veneciana de finales del siglo XVI. Aquel combate entre la Santa Liga y el Imperio otomano fue, para el padre del Quijote, “la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros”.

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