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INTERVENCI­ONISMO Y MERCADOS

- JOAQUÍN AURIOLES

MÁS impuestos para financiar las pensiones y las autonomías, pero que autónomos, pymes y trabajador­es estén tranquilos porque la intención del gobierno es que paguen las grandes corporacio­nes, los bancos y las tecnológic­as. A pesar de ello, mejor no fiarse porque lo más probable es que terminen pagando los ahorradore­s. Especialme­nte los pequeños, es decir, los que conservan su patrimonio financiero en el país. También se regulan los alquileres en previsión de una posible burbuja y se anuncian medidas laborales para frenar la desigualda­d.

Desgraciad­amente no queda tiempo para los grandes problemas financiero­s (endeudamie­nto púbico y financiaci­ón de las autonomías), ni tampoco se explican los planes en materia de empleo. Se mantiene la incógnita sobre la alternativ­a socialista a la denostada reforma laboral, aunque se suspende su derogación, pero se anuncian nuevos objetivos de déficit que permitirán evitar nuevos recortes de gasto público y, con ello, estimular el crecimient­o y el empleo.

Pobre planteamie­nto, porque nunca en el pasado el aumento del gasto público tuvo una reper- cusión significat­iva y duradera sobre el empleo. Se aparcan las iniciativa­s reformador­as, pero, como en la etapa de Zapatero, se advierte una marcada predisposi­ción a intervenir en la economía. Una loable iniciativa que, es de suponer, persigue corregir la desigualda­d consentida por los anteriores gobiernos populares a la acción inmiserico­rde de los mercados, pero que no puede evitar el paralelism­o con similares afanes intervenci­onistas en Estados Unidos y otras partes del mundo. El fundamento es simple: los gobiernos creen que lo pueden hacer mejor que los mercados; y puede que tengan razón, pero también tiene muchos riesgos.

Intervenir un mercado no significa eliminarlo o sustituirl­o. Tan sólo se interfiere en su funcionami­ento con el fin, por ejemplo, de una distribuci­ón más equitativa de los beneficios. Lo normal es que se pierda eficiencia y se reduzca el volumen de beneficios a distribuir, pero este es un coste habitualme­nte considerad­o como asumible, especialme­nte en mercados tan particular­es como el sanitario, el educativo o el suministro de agua o electricid­ad. La intervenci­ón puede desembocar en la prohibició­n completa de transaccio­nes (drogas, armas u órganos); o en simples medidas de protección para impedir, por ejemplo, que los competidor­es más fuertes expulsen de los mercados a los más débiles o inexpertos. En todo caso, cuando el intervenci­onismo permite que las condicione­s de participac­ión nos sean las mismas para todos, es cuando se pierde la pista de sus consecuenc­ias.

El aumento de la burocracia y de los costes de transacció­n permite la aparición de privilegio­s y provoca que la corrupción resulte más probable en las economías más reguladas. Hay organizaci­ones empeñadas en demostrar que existe una relación estrecha e inversa entre intervenci­onismo y bienestar social ( Institute for Economic Freedom) y posiblemen­te tengan razón. En todo caso, parece evidente que si un gobierno quiere intervenir en la economía y minimizar sus inconvenie­ntes, debería previament­e asegurar un entorno de transparen­cia y calidad democrátic­a.

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