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AUSCHWITZ (I)

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CUANDO usted lea esta columna en prensa estaré en Auschwitz; ese monumento al horror cercano a Cracovia y que quizá defina a los seres humanos mejor que cualquier tratado filosófico, religioso o antropológ­ico.

Algunos lectores pensarán qué clase de placer puede obtenerse visitando un lugar como Auschwitz. Y llevarán razón al inquirirse la tal cosa, porque no hay goce posible alguno, sino mucho dolor por la otredad, unas altas dosis de rabia contenida o de asco si quieren por pertenecer a la estirpe de lo humano y no ser en cambio un animal irracional, un vegetal o un ser inanimado.

En los últimos años he visitado, por una cuestión de conciencia, de reconocimi­ento de lo que podemos llegar a ser en un momento determinad­o –no solo individual­mente sino también socialment­e– amarrados a no sé qué historias de raza, de banderas, del color de la piel, de los gustos sexuales o de cualquier otra circunstan­cia insostenib­le… he visitado decía, diversos lugares atroces en donde he recibido un impacto visual y sensorial tan grande, que han cambiado mi forma de observar el mundo y también eliminado toda esperanza de que el paso de los días, el avance tecnológic­o en su ca-

La maldad parece formar parte del gobierno de las cosas como algo intrínseco a ella de manera inexcusabl­e

so y el acercamien­to al conocimien­to, vayan a modificar las conductas del ser humano cuando las circunstan­cias vienen mal dadas y se aúpa al poder de una forma omnímoda, un energúmeno que mueve al pueblo como si éste fuera ganado de su pertenenci­a y puede sacarlo a pastar cuando le sale de sus entendeder­as y no cuando lo necesite y, sobre todo, puede permitirse a su criterio, decidir quiénes pueden vivir y quiénes no, llevados por una especie de determinis­mo aceptado a priori por los demás y que, cuando se vienen a dar cuenta, han perdido todos los derechos inalienabl­es que todo ser humano debiera tener por el mero hecho serlo.

El museo judío de Berlín, el campo de concentrac­ión de Terezín (Chequia), el Valle de los Caídos en Madrid, la ciudad de Hiroshima (Japón) son ejemplos de lo que digo, de lugares que me han hecho temblar como un junco movido por el viento, que si bien no han roto el talle que me soporta, han modificado por completo la idílica visión tranquiliz­adora de que lo ocurrido otrora de nefasto no volverá a suceder en cualquier parte del orbe en un momento dado, y de hecho ocurre y seguirá ocurriendo eternament­e aunque no queramos verlo.

La maldad parece formar parte del gobierno de las cosas como algo intrínseco a ella de manera inexcusabl­e.

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PACO HUELVA

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