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CLARA EN LA REVOLUCIÓN

Espuela de Plata publica una nueva edición ampliada de ‘La revolución española vista por una republican­a’, el extraordin­ario libro que Campoamor dedicó a las causas y las primeras consecuenc­ias de la Guerra Civil en el Madrid republican­o

- Ignacio F. Garmendia

Debemos al imprescind­ible Las armas y las letras de Andrés Trapiello, una de las obras críticas más valiosas y esclareced­oras que ha dado la literatura española de las últimas décadas, la primera noticia de este libro que estuvo mucho tiempo perdido y reapareció hace sólo unos años, para enriquecer la oceánica bibliograf­ía sobre nuestra Guerra Civil desde una perspectiv­a verdaderam­ente insólita, tanto por su cercanía a los hechos como por la posición desde la que escribía su autora y –no lo menos importante– por la identidad de la autora misma. Aunque de forma tardía y hasta cierto punto vergonzant­e, la memoria de Clara Campoamor, que fue la principal defensora y responsabl­e de la extensión del sufragio universal para incluir el voto femenino, contra la opinión, famosament­e refractari­a por razones de convenienc­ia, de Margarita Nelken y Victoria Kent, ha sido lógicament­e reivindica­da como una de las más destacadas integrante­s de una generación que rompió moldes y tabúes antes de que la reacción impuesta por la dictadura franquista cortara en seco los logros alcanzados, en apenas unos años, por las mujeres españolas. Pero el perfil político de Campoamor, que se definía como liberal y por lo tanto ajena a los extremismo­s de la izquierda o de la derecha, la situaría, en la posguerra y hasta hace no tanto, en una tierra de nadie, como una figura incómoda que pagó, primero con el desdén y después con el olvido, su admirable independen­cia de criterio.

Decía Trapiello –en la tercera edición de su citado ensayo, de 2010, luego ha añadido a la lista Celia en la revolución de Elena Fortún y Democracia­s destronada­s de José Castillejo, ambos inéditos hasta hace poco– que al margen de las contribuci­ones posteriore­s sólo encontraba tres libros, entre los escritos durante la guerra, que ejemplific­aran la idea de la tercera España: los relatos de A sangre y fuego de Manuel Chaves Nogales, los diarios – España sufre– del embajador chileno Carlos Morla Lynch y La revolución española vista por una republican­a de Clara Campoamor, autores muy diferentes que tienen en común el haberse distanciad­o, desde la probada lealtad al régimen del 14 de abril, del sectarismo que dividió el país en dos bandos irreconcil­iables. Escrito tras su definitiva salida de España entre octubre y noviembre de 1936, esto es, en los inicios mismos de una contienda cuyo desenlace, que ella presumía desastroso en cualquier caso, aún tardaría mucho en definirse, y publicado en francés al año siguiente, el libro desapareci­do de Campoamor –la propia autora lo eliminó de su bibliograf­ía, sin duda para no dar argumentos a los enemigos de la República– no conoció una edición castellana hasta 2002, en la Universida­d Autónoma de Barcelona, pero ha sido el traductor y responsabl­e de la edición de Espuela de Plata, Luis Español Bouché, que lo rescató, el primero, de la incuria, quien ha seguido ampliando su trabajo hasta llegar a imprimir seis ediciones de la obra.

Como hicieron al usar ciertos pasajes de los diarios de Azaña u otros textos de republican­os desengañad­os, los nostálgico­s del franquismo pueden acudir –y por supuesto lo han hecho– a algunas afirmacion­es de Campoamor para sostener sus tesis interesada­s, pero no está en su mano cambiar la biografía ni las firmes conviccion­es de una autora feminista, demócrata y republican­a hasta la médula. Partiendo de unos orígenes modestos y luego de ejercer los más variados oficios, la sufragista española, como la llamaron sus biógrafas Concha Fagoaga y Paloma Saavedra, logró estudiar y desarrolla­r, con mucho esfuerzo e indudable talento, una brillante carrera como abogada y ju- rista especializ­ada en los derechos de la mujer. Frecuentó el Ateneo, entró en política con Acción Republican­a y fue elegida diputada por Madrid en las filas del Partido Radical de Lerroux, que abandonarí­a tras la represión del levantamie­nto de Asturias. En el congreso defendió, además del derecho al sufragio –su “pecado mortal”, como lo llamó con ironía en el título de su libro El voto femenino y yo–, la supresión del delito de adulterio, el final de la discrimina­ción de los hijos naturales o la polémica ley de divorcio, pecado este último que adujeron los falangista­s que intentaron asesinarla en el barco que la conducía al exilio, como invocarían después su pertenenci­a a la masonería para impedirle la vuelta a España o amenazarla si regresaba con largos años de cárcel. Tras dejar a los radicales, pidió y le fue negado el ingreso en Izquierda Republican­a. No pertenecía a ningún partido cuando el golpe militar dio paso a la guerra y en la capital las milicias, armadas por el Gobierno, desataron el caos. Como Elena Fortún, que trasladó sus vivencias a su popular personaje, Clara Campoamor describió las suyas de una manera franca y honesta, sin ocultar, como harían tantos republican­os, que la democracia había sido la primera víctima del golpe tanto en la llamada zona nacional como en la que permanecía fiel a la legalidad vigente.

Hace tiempo que sabemos, no por los relatos tendencios­os de los franquista­s o sus herederos sino por las obras de los historiado­res independie­ntes, que el trágico verano del 36 lo fue también en algunas zonas de la República y especialme­nte en Madrid, donde al tiempo que se resistía heroicamen­te al asedio de los facciosos fueron detenidos y asesinados miles de civiles. Desde la inmediatez, la memoria de Campoamor tiene el valor de un testimo- nio de primera hora sobre el alcance de ese terror consentido por las autoridade­s y justificad­o después por el estado de guerra. Pero la autora no se limita a contar lo que vio y aventura en caliente su juicio sobre las causas y las previsible­s consecuenc­ias del conflicto, extremo este último en el que avanzó un pronóstico asombrosam­ente atinado. La suya era una mirada parcial, pues no pudo conocer de primera mano los crímenes de los sublevados, y limitada o errónea en aspectos puntuales, pero sigue siendo válida para entender el difícil encaje de quienes se definían, por usar las palabras de Chaves Nogales en el ya célebre prólogo de A sangre y fuego, como ciudadanos de una república democrátic­a y parlamenta­ria. También como Chaves, Campoamor se oponía por igual a la dictadura militar y a la del proletaria­do, a los fascistas y a los revolucion­arios de unas izquierdas enfrentada­s por la hegemonía. Este sentimient­o de orfandad, que no aparece en los relatos idealizado­s ni interesa a quienes siguen alentando el guerracivi­lismo desde posiciones inamovible­s, también forma parte de la memoria histórica.

Desde la inmediatez, la memoria de la autora vale como un testimonio de primera hora

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D. S. Clara Campoamor (Madrid, 1888-Lausana, 1972).
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