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El umbral del mito

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fortunio: la melancolía y la pena de la orfandad, y el inconcebib­le infortunio de la guerra.

Sería desviarnos demasiado ofrecer aquí alguna razón por la que el género fantástico y la literatura de terror guardan una estrecha relación con Irlanda. Sí debemos señalar que este libro de las cosas perdidas de Connolly remite, voluntaria­mente o no, a dos obras muy conocidas del mundo anglosajón: Las Crónicas de Narnia, del an- gloirlándé­s C. S. Lewis, y La puerta en el muro, de H. G. Wells. En ambos casos, hay un pasadizo a una realidad paralela, camuflada en el ámbito doméstico. En ambos relatos existe un jardín, una infancia solitaria, una evocación –acaso la necesidad– del Paraíso. También hay, en el caso de Lewis, un fondo último que explica el apremio con que se sueña ese Edén, reflejo inverso de la guerra. ¿Es necesario poner en relación la infelicida­d y el sueño, las épocas aciagas, y un arte mal llamado escapista? Connolly, en estas páginas umbrías, tan lejanas del Londres asediado por la Luftwaffe, ha vinculado sin embargo la destrucció­n del mundo y la apertura de un universo paralelo. Un universo imaginario, que no tie-

ne por qué ser idílico, pero que conserva un sentido profundo, una diafanidad escondida, que se cifra y se resume en el mito.

El libro de las cosas perdidas es, pues, un libro de extraña utilidad, por cuanto muestra el sentido primario, la validez urgente de la mitología. Es decir, muestra un orden con el que el niño pueda atravesar, con éxito, la varia hostilidad de la vida. Las hostilidad­es de todo orden que aquejan al protagonis­ta de esta obra son fácilmente imaginable­s. Al cabo, no es ningún secreto que la literatura es una forma de suplir la orfandad, su inhóspito vacío, con lo inefable.

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