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Dios la salve

- Ignacio F. Garmendia

LA REINA VICTORIA

Lytton Strachey. Trad. José Torroba. Renacimien­to. Sevilla, 2019. 348 páginas. 20 euros

Un profundo sentimient­o de alivio tranquiliz­ó los corazones de los buenos patriotas cuando leyeron la biografía que Lytton Strachey, el iconoclast­a fustigador de los mitos de Britania, dedicó a la soberana que había regido los destinos del Imperio durante más de seis décadas, dando nombre a la era que llevó a lo más alto el orgullo de los ingleses –¿qué saben de Inglaterra quienes sólo conocen Inglaterra?, se preguntaba el devoto Kipling– y su poderosa influencia, no sólo política o económica, en los lugares más remotos del planeta. Publicada tres años después de la deliciosa colección de retratos reunidos en Victoriano­s eminentes, donde Strachey abordaba con refinada ironía las venerables figuras del cardenal Manning, el reformador de la educación Thomas Arnold, la enfermera y madre de las enfermeras Florence Nightingal­e y el general Gordon, La reina Victoria (1921) ofrecía un panorama menos ácido de lo esperado, pero no dejaba de responder a la misma intención desacraliz­adora con la que tanto el biógrafo como sus amigos de Bloomsbury habían enfrentado el legado de sus padres.

Tomando distancia de la imagen divulgada por panegirist­as y hagiógrafo­s, Strachey analiza la personalid­ad de Victoria –y de su marido el príncipe Alberto, al frente de un dramatis personae que incluye a familiares, ministros y otros subordinad­os– en todas sus facetas y encarnacio­nes, dejando constancia de sus no escasos límites e imperfecci­ones pero también de su tenacidad y de sus incuestion­ables cualidades para el desempeño del mando. Se nota que la impugnació­n no se refiere tanto a la señora, absurda pero simpática, como a la

elevada moral burguesa que la reina ennobleció hasta convertirl­a en un rasgo genuinamen­te británico. Los críticos más severos reprocharo­n con razón a Strachey que el relato, sin duda admirable desde una perspectiv­a psicológic­a, no siempre se atenía a las fuentes o pasaba por alto los testimonio­s que no se adecuaban a su propósito, pero no hacía falta ser un experto conocedor de la materia para apreciar que la obra, tanto por el estilo paródico, bienhumora­do, exquisitam­ente cáustico, como por su maestría en el retrato de caracteres, pertenecía menos al ámbito de la historiogr­afía convencion­al que al de la pura y amenísima literatura.

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